Golpe de Estado: Chile no sólo un país-víctima, sino que también un país combatiente
Era martes, creo, porque a veces no quiero recordarlo, cuando la oscurana de la muerte nos despertó de golpe de Estado. Ni con sus ojos de fuego pudo aquella muerte atenuar nuestro aterido espanto. Y comenzaron a desaparecer a los desaparecidos, a torturar a los torturados, a violar a las violadas, a asesinar a los asesinados. Pero también a resistir los resistentes, porque Chile no sólo fue un país- víctima, sino que además un país-combatiente. Un extraordinario combatiente fue Mauricio Arenas, con quien tratamos de fugarnos de la penitenciaría de Santiago en silla de ruedas.
No recuerdo cómo llegué al hospital de la Penitenciaría, solo como salí y, por sobre todo, como en algún momento intentamos salir con Mauricio. “Joaquín”, era uno de los jefes del Frente Patriótico Manuel Rodriguez, combatiente del cerro Esperanza de Valparaíso que participó en el atentado a Pinochet y en numerosas acciones. Cayó en un enfrentamiento con la CNI y carabineros en la antigua rotonda del paradero 14 de Vicuña Mackenna en febrero de 1987. Él estaba en una pieza contigua y solamente escuchaba su voz cada mañana cuando amanecía cantando una canción de Víctor Heredia. No sabía a quién pertenecía esa voz distante y alegre a pesar de las enrevesadas circunstancias en que nos hallábamos. Yo compartía el cuarto con otro compañero que posteriormente nos enteramos se había transformado en informante. Ni Mauricio ni yo estábamos en condiciones de movernos, yo con vertebras fracturadas y él con las piernas destrozadas por balazos, sin embargo, igualmente las piezas estaban resguardadas por un contingente de fuerzas especiales de gendarmería. Es decir, aunque parezca insólito, en la Penitenciaría estaban los gendarmes que custodiaban los muros y el ingreso principal, la guardia interna, la del hospital y, además, el grupo antiterrorista de gendarmería para vigilar a dos extremistas inválidos. Inaudito, pero absolutamente natural para aquellos jóvenes gendarmes que nos veían como seres peligrosos a quienes temían y, como averiguaríamos después, también respetaban. A eso se debían las absurdas medidas de seguridad las cuales, después de un tiempo, se flexibilizaron, tanto así que se logró que Mauricio se trasladara a nuestra pieza. Separados solo por un pequeño velador, de espaldas a una minúscula ventana embarrotada, conversábamos desde que despertábamos en la mañana hasta que se quedaba dormido en la noche, siempre con un cigarrillo prendido entre sus labios. Como podía, me acercaba estirando el brazo para sacarlo de su boca y apagarlo. Era un acto samaritano y también de deferencia por un hermano que se había jugado la vida en tiempos escabrosos. Además, éramos ambos porteños y los dos habíamos estudiado en el liceo Eduardo de La Barra de Valparaíso. Por último, era el instinto de supervivencia para no despertar en mitad de la noche envueltos en llamas y morir quemados.
Nunca despertó cuando tomé el cigarrillo, pues el médico le había recetado clonazepam para poder conciliar el sueño y no despertaba hasta el día siguiente, cuando continuábamos hablando. Ello, a pesar de que Mauricio era más bien taciturno y hosco. Era hombre de pocas palabras, aun así, en una de esas ocasiones me contó con orgullo, pero con mucha humildad, su participación en la emboscada al dictador en el Melocotón, en la zona del Cajón del Maipo. Me relató la cobardía de la escolta de Pinochet, de aquellos comandos supuestamente de élite que se escondieron bajo los autos o en las laderas de los cerros, con la excepción de un carabinero que fue el único que respondió el fuego. La aversión que sintió cuando se percataron que el automóvil blindado del tirano comenzaba a virar y escaparse del lugar; cómo él disparó hasta el último tiro de su cargador contra el vidrio de la puta ventana y ésta solo se astillaba. Impotencia e ira, pero al menos la satisfacción de haber sido parte de una acción heroica que podría haber cambiado el curso de la historia. Todos pudieron haber muerto, pero estuvieron ahí, nadie se negó a asumir la misión, aunque las posibilidades de salir con vida eran mínimas. Mauricio, el comandante Joaquín, nunca me habló de heroísmo ni de cambiar la historia, solo creí vislumbrarlo en el océano de su mirada porteña. La misma furia de Víctor Díaz, otro de los combatientes del Frente que fue parte de esa operación. Pero, además, Víctor tuvo un gesto de sublime ternura pues en la acción usó una de las corbatas de su padre, Víctor Díaz López –subsecretario general del Partido Comunista– secuestrado en 1976 por la Brigada Lautaro de la DINA, asesinado y desaparecido hasta hoy. Fue más que un guiño de justicia, fue más que una vindicación simbólica, fue un homenaje a su padre, una forma de venganza concreta. Así me lo narró Víctor, quien no sólo participó en el atentado al dictador sino que en muchas otras acciones.
Sin duda por aquello de las acciones y las acusaciones de terrorismo que constantemente aparecían en los medios controlados por la dictadura es que los gendarmes nos temían y, al comienzo, jamás ingresaban a la pieza, permaneciendo en el umbral de la misma sin pronunciar palabra alguna. Nosotros a veces los mirábamos, a veces los ignorábamos y, la mayoría del tiempo, los invitábamos a pasar o les ofrecíamos comida. Primero era comida del hospital, sosa e incomible, porque los gendarmes en las unidades penales donde estuvimos, en la penitenciaría y en la cárcel pública, traficaban carne o lo que fuese y dejaban lo peor para la población. Además, la comida de hospital siempre es insulsa, aun en las mejores clínicas, supongo. Ello cambió cuando se levantó la incomunicación y nuestras compañeras pudieron visitarnos. Rocío se consiguió muy luego autorización para visitarme diariamente ya que yo no podía moverme y necesitaba aseo el cual, por cierto, en el hospital de la peni, no era provisto. Ella no recuerda muy bien cómo hizo para gestionar el permiso de ingreso, pero un día asomó su hermosa carita por entre las asombradas miradas de los guardias que nada pudieron hacer para detenerla. Con toda la ternura que la caracteriza, realizaba quehaceres de aseo personal intentando moverme con cuidado, ya que estaba enyesado. Pero, además, dentro de las posibilidades y tomando los resguardos necesarios, preguntaba qué necesitábamos, qué podía traernos, qué información debía llevar o traer. Así, poco a poco, fue aumentando la calidad de la comida. Hasta Rojita, el mocito del hospital, un preso, ladrón de poca monta que llevaba años encarcelado, tocó su recompensa, porque un día mencionó que lo único que echaba de menos de estar libre era un buen caldo de pata. Y un día sábado la buena de Rocío trajo una pata de chancho que Rojita cocinó no sé dónde, pero dejó todo el hospital pasado a un olor nauseabundo que debe haber dejado a más de alguien odiando a la pobre Rocío.
Los días domingos eran tal vez los mejores para Mauricio y yo, porque Rocío y Marta, su compañera y madre de su hijo, quien vivía en Valparaíso, venían juntas a visitarnos. Marta cocinaba la noche anterior y llevaba comida para Mauri, como cariñosamente le decía. Rocío hacía lo mismo y compartíamos esas tardes sin que nadie nos molestara mucho, pues los domingos eran más relajados y la unidad antiterrorista ya se había dado cuenta de que éramos simples humanos: teníamos compañeras, leíamos, nos reíamos, escuchábamos música. En una radio a pilas, claro. A Mauricio le gustaba la canción Puerto Pollensa interpretada por Sandra Mihanovich y la entonaba cada vez que la tocaban en la radio o a capella, daba lo mismo. Siempre estaba de buen humor a pesar del dolor, de la gravedad de sus heridas y del incierto futuro. En cuanto a mí, cuando por fin me sacaron el yeso y me sentí lo suficientemente bien para moverme sin dolor, o al menos, sin mucho dolor, lo único que deseaba eran dos cosas: ir al baño a cagar en un wáter como dios manda y darme una ducha, también como dios manda. Es que eran tres meses de lavarse con paños húmedos, usar la chata acostado y cagando como las ovejas. Convencí a Rojita, el mocito del hospital y a otro compa que me sentaran desnudo en una silla y me llevaran al baño –un lugar amplio que se encontraba en el primer piso, saliendo, a unos 20 metros de la habitación– y me dejaran sentado en el wáter. Eso sí que me tenían que esperar cerca, por si acaso se producía cualquier emergencia, después de todo era primera vez que andaba sin yeso. Y la emergencia provino del lugar menos esperado, porque de la taza del wáter asomó su cabeza una rata mojada. Tan horrible que ni siquiera tuve tiempo de asustarme. Es más, creo que no me inmuté y solamente debo haber balbuceado algo así como: shesumadre, y haber seguido sentado decidido a terminar lo que había comenzado. En el intertanto, Rojita y el compañero me esperaban pacientemente para la segunda parte de mi periplo: la ducha. Me levantaron del wáter, me sentaron en la silla, me trasladaron al otro lado del baño, me instalaron bajo la ducha, desnudo sentado en la silla, abrieron la llave y salió el chorro de agua helado más delicioso que he sentido en mi vida. Debo haber estado ahí media hora, hasta que alguien gritó alguna imbecilidad y se acabó el recreo. No recuerdo cómo regresamos a la pieza, pero sí que el frescor del agua me hizo olvidar la rata, el yeso y la tortura.
Ya sin la atadura del yeso, y Mauricio sintiéndose mejor de sus heridas y sin los fierros implantados en sus piernas para evitar amputárselas, iniciamos conjuntamente el proceso de rehabilitación. En el hospital existía una pequeña sala de tratamiento kinésico para los presos comunes, pero como ninguno de nosotros estaba en condiciones de movilizarse aún, las dos kinesiólogas se turnaban para atendernos por unos minutos dos o tres veces a la semana. Llegaban y se iban rápido, temerosas. No sabían bien qué hacer, menos aún que decir. Con Mauricio nos mirábamos y sonreíamos sin entender mucho lo que sucedía, porque además, sin ser expertos, temíamos que de nada servían sus fugaces visitas. Eran procedimientos básicos para, fundamentalmente, impedir un mayor anquilosamiento, suponíamos. Gradualmente, más que nada a fuerza de voluntad, fuimos recuperando fuerzas y movilidad y nos fijamos como objetivo volver a caminar fuera como fuera. Para Mauricio era mucho más duro que para mí, pero él no se amilanaba por nada. No lo hizo cuando se enfrentó a la CNI antes de su detención. Me contó que se percató de que tenía seguimiento, se bajó del vehículo en que venía, arrancó por las calles alrededor de la rotonda de Vicuña Mackenna, lamentablemente entró a un callejón sin salida. Se parapetó tras un auto dispuesto a enfrentarse hasta morir. Vi a los CNI y distinguí perfectamente al paco cuando me apuntó a la cabeza y me dio el tiro en la frente, dijo. Yo había guardado el último tiro para suicidarme. Y así lo hice, me disparé y mi último pensamiento fue para Sebastián, mi hijo. Pero el arma se atascó, no sé, pero la bala no salió. Lo que recuerdo vagamente es estar rodeado de chanchos y que uno o más de ellos dicen: todavía está vivo este conchasumadre y me rafagueó las piernas. Así cae un jefe rodriguista, me afirmó una noche cualquiera. Entonces, volver a caminar para él no constituía ningún problema, era solo una piedra más en el camino de su vida. Pero no solamente teníamos objetivos sino también metas semanales muy definidas que debíamos cumplir rigurosamente. Cada día domingo, cuando nos visitaban nuestras compañeras, debíamos demostrar nuestros avances. Así, la primera vez las esperamos sentados en la cama; la segunda, sentados al borde de la cama. La tercera vez desembarcamos de la molesta cama y las esperamos en silla de ruedas. Finalmente, en un arranque de osadía, nos desplazamos desde la pieza al pasillo, nos apoyamos en la pared para sorprenderlas de pie apenas ellas cruzaran la mampara ubicada aproximadamente a unos 20 metros de nuestra recién conquistada pared. La sonrisa de ambas fue la mejor recompensa para el esfuerzo realizado. Supongo que esa tarde la comida supo mejor que nunca, que dormimos celestialmente pero, obviamente, no sin antes haber apagado el cigarrillo de Mauricio. Cigarros que, dicho sea de paso Mauricio no podía tener, pero que a esas alturas ya era permitidos por los guardias que habían terminado por convencerse de que no éramos extremistas ni despiadados asesinos. Tanto así que, particularmente los fines de semana, entraban a la pieza, conversaban con nosotros, nos contaban sus vidas, las dificultades de ser gendarmes, las pocas alternativas de empleo en el sur desde donde muchos de ellos eran originarios. Los conocíamos a todos muy bien y sabíamos que estaban permanentemente cansados por los extensos turnos que debían cumplir. Una noche de domingo como a las dos de la madrugada le dije a uno de ellos: mira, yo leo hasta tarde –en esos momentos leía Casa de Campo de José Donoso– no me voy a ir a ninguna parte, acuéstate aquí, duerme un rato, si viene alguien te aviso. Ni siquiera lo pensó. Gracias, me dijo, se recostó a mi lado y a los 10 segundos estaba roncando. Aunque parezca increíble, no solo se atrevían a dormir, sino que también jugaban con nosotros: ajedrez algunos, Si yo fuera, otros, Pasar la montaña… En fin, cualquier cosa para romper el tedio de fin de semana. Lo más peregrino fue que un sábado por la tarde, mientras la mitad de Chile se sumía en la imbecilidad e insulsez de Sábados Gigantes y de un don Francisco que ha alabado los avances económicos de la dictadura sin mencionar los asesinatos o desaparecidos, toda la guardia de turno se reunió en la pieza. De pie o sentados en la cama atendieron por horas una charla sobe materialismo histórico y comunismo científico que di, también de puro aburrimiento. Ninguno de ellos se movió, ninguno bostezó, ninguno se durmió. Todos escucharon atentamente. Los mejores alumnos que he tenido. Al final de la charla, Mauricio les pregunto: ¿Qué les parece? Un gendarme parado en el umbral de la puerta respondió: que no sabemos nada. Se dio media vuelta y se fue.
Por supuesto que no solo reaprendíamos a andar, dábamos charlas o congeniábamos con los guardias por razones humanitarias. Uno de nuestros objetivos centrales, no declarado primero y explicitado después, era fugarnos de la cárcel. Para lograr dicho fin era primordial obtener información de cualquier fuente, procesarla, analizarla y tomar decisiones operativas. Mauricio, le dije, tenemos que fugarnos de esta hueá, yo no me quedo acá. Aprovechemos que estamos en el hospital y que debiera ser más fácil. No dudó ni un instante. Dale, me respondió, hagámoslo ¿Tienes infra afuera? Nada, le dije. Yo tampoco. Da lo mismo, empecemos de cero, dijimos simultáneamente. Se le esfumó la sonrisa que había sido su sello hasta entonces, apareció el combatiente, el jefe rodriguista. Nos distribuimos las tareas, él tenía más experiencia combativa, yo en recolección, análisis de información y producción de inteligencia. El problema era que ambos luchábamos contra el reloj, no sabíamos cuánto tiempo estaríamos ahí; contra nosotros mismos, puesto que estábamos físicamente disminuidos, y contra una situación orgánica muy débil producto de los golpes asestados al Frente recientemente. O sea, era una locura y cuasi suicidio, no obstante decidimos procurar hacerlo de todas maneras. Lo primero que hicimos fue procesar la información que ambos habíamos recabado instintivamente desde que llegamos al hospital: la cantidad de personal, las jerarquías, los turnos, la distribución del hospital, el horario, todo lo que podíamos apreciar o percibir desde nuestra precaria situación de enfermos. Por lo mismo, era imprescindible recopilar información de fuentes que tuvieran acceso a otras dependencias del hospital y, también, a la penitenciaría en general. Al mismo tiempo, debíamos empezar los contactos para procurar apoyo logístico en el exterior: armas, vehículos, casas de seguridad, todo lo necesario para una operación de esta naturaleza. Nada fácil, pero lo primero es lo primero: la compartimentación. Nadie debía enterarse de lo que pensábamos hacer y, de ser necesario, tan solo conocer un aspecto de la operación, aunque en el caso específico nuestro, era bastante evidente. Sospechábamos, y luego confirmamos, que el otro compañero preso era informante, por ende debíamos tener extremo cuidado en lo que decíamos o hacíamos. Aprovechamos la confianza ganada con los celadores para obtener toda la información posible acerca de turnos, horario de cambio de guardia dentro, fuera del hospital y en el muro perimetral; el tipo de armamento utilizado, los momentos de mayor cansancio y menor grado de alerta. También recurrimos a la información que podía proporcionarnos el mocito que atendía el hospital y que vivía en la población penal, así como a cualquier dato que pudiera emanar de los presos comunes que se hallaban en el hospital por distintas razones. Asimismo, nos abocamos a la tarea de conseguir información de otro tipo de personal que trabajaba en el recinto: médicos, paramédicos, enfermeras, kinesiólogas, gendarmes que no pertenecían a la unidad especial. En fin, cualquier fuente útil. Una de estas fuentes fue la enfermera Marcela Osorio. Sabíamos que ella realizaba funciones de informante para el departamento de seguridad de gendarmería y, probablemente, para algún servicio de inteligencia, porque el director nacional del servicio, Hernán Novoa, era coronel del ejército pero –por eso– nos podía ser de gran ayuda. Mauricio la empezó a trabajar haciéndole creer que él estaba interesado en ella. Marcela cayó en la trampa y debe haber comunicado a sus superiores que Mauricio se había “enamorado” de ella y que sería fácil sacarle información. Le dábamos datos baladí y, sin darse cuenta, ella nos daba información que a nosotros nos servía mucho. Marcela eventualmente se convirtió en la amante y posterior esposa de Claudio Martínez, militante socialista, quien fue designado director nacional de gendarmería en el Gobierno de Patricio Aylwin y se mantuvo en el cargo durante parte de la administración del Presidente Frei. También nos nutrimos de retazos de datos entregados por compañeros que por diversos medios nos hacían llegar desde el interior de la cárcel. Un papel crucial para armar todo el rompecabezas lo desempeñó mi compañera, a quien le pedí que suministrara todos los antecedentes factibles de recopilar relativos a la penitenciaría. Ella ingresaba por el acceso principal de la calle Pedro Montt, proseguía por el patio de carga, pasaba un portón –esencial para nuestros planes– y llegaba al hospital. Además, le solicité que por favor contara los metros y los pasos exactos que había desde nuestra pieza-celda hasta la mampara ubicada al final del pasillo y cuánto se demoraba ella en recorrer esa distancia a paso lento. Nunca le dije para qué necesitaba esa información ni tampoco le pedí que dibujara nada, únicamente que recordara todos los detalles posibles. Rocío tampoco preguntó, Mauricio menos, solamente compartimos los datos que teníamos y paulatinamente fuimos acumulando inteligencia. Paralelamente, nos volcamos con ahínco a la faena de recuperarnos prontamente. Realizábamos los ejercicios establecidos por las kinesiólogas, y mucho más. Si las sesiones kinésicas se llevaban a cabo en las mañanas, por las tardes las hacíamos nosotros ayudándonos mutuamente y viceversa. En la medida de nuestras posibilidades y fuerzas, nos desplazábamos permanentemente por el pasillo, incluso subíamos peldaño por peldaño la escala que llevaba al segundo piso hasta que nos descubrían o nos cansábamos. Tratábamos de reposar lo mínimo indispensable para estar en el mejor estado físico cuando llegara el momento de fugarnos. El mejor momento, habíamos logrado determinar, era un domingo a las dos de la madrugada: menos personal, mayor aletargamiento de los guardias. Era verano y hacía calor, lo que ayudaba a la modorra, aunque quizás una noche lluviosa y nublada hubiese sido mejor, pero considerando nuestras altas probabilidades de resbalar o caer, el verano era preferible. Faltaba establecer la fecha y para ello era menester afinar detalles en el exterior, y eso era lo más complejo pues no habíamos podido avanzar mucho. Un vehículo, un chofer operativo y una casa. Nada más. Con eso no podíamos hacer mucho: no había grupo operativo que llevara a cabo la necesaria acción, que pudiera entrar y sacarnos, un grupo de contención que defendiera la retirada, otro vehículo de recambio, una o dos casas de seguridad. No sé, todo lo necesario para este tipo de acciones. Es decir, íbamos a una muerte segura, pero –la verdad– jamás vacilamos, ni por un segundo se nos ocurrió abandonar la idea, de tal suerte que persistimos con el plan. En una de nuestras tantas caminatas de atletas de alto rendimiento, detectamos que en una sala común del segundo piso se encontraba un compañero del Frente que Mauricio conocía. Lo habían trasladado desde la población interna para operarlo de una hernia o algo así. Lo saludamos rápidamente y nos fuimos. Mauricio me contó que era un hermano con experiencia y que lo podíamos incorporar a la operación. Le expresé mis dudas, diciendo que no lo conocía. Mauricio insistía. Le respondí afirmativamente, pero no le diríamos nada hasta el día del escape. Quedamos en eso. Ya éramos tres, pero era claramente insuficiente. Nos sentíamos vulnerables y blancos fáciles de gendarmes ansiosos de convertirse en héroes y ganarse una medalla por matar extremistas. Entonces, decidimos jugarnos una carta arriesgada, total no teníamos nada que perder: ingresar un arma al hospital de algún modo. La única posibilidad era por intermedio de un guardia, porque no teníamos autorización para recibir visitas, a excepción de nuestras compañeras, y eso era demasiado peligroso. Decidimos intentarlo con el guardia que habíamos detectado como el más respetuoso, tal vez el más sensibilizado con lo social, con algunos de los valores postulados por el Frente. Nunca dijo nada, pero sí daba a entender ciertas cosas, hablaba de su familia a veces, de la pobreza, de que estaba en gendarmería por trabajo y que lo entendieran. Podía ser. Comenzamos un proceso de concientización más directa, porque hasta entonces siempre hablábamos de política, haciendo saber nuestras opiniones y tratando de analizar sus reacciones, pero ahora no teníamos tiempo. Resolvimos pedirle que demostrara que realmente compartía ciertos ideales con nosotros y que trajera un arma en su siguiente turno. Mauricio se lo pidió. Dos días después, un sábado en la noche, alrededor de las cuatro de la mañana, Mauricio me fue a buscar a la pieza y me llevó a la sala de al lado –creo que era la farmacia– y ahí estaba el gendarme extremadamente nervioso. Tiritaba, en realidad. Mauricio tenía en sus manos un revolver Taurus 38 y seis balas. Lo tomo, lo examino y veo que está en excelentes condiciones. Ambos nos miramos y miramos al guardia. No decimos nada y le pedimos que nos avise cuando podemos salir. Así lo hace y nos vamos a la pieza muy contentos
Al día siguiente conversamos y, ya más serenos, nos decíamos que todo había sido demasiado fácil, que si bien es cierto el tipo parecía sincero, no podíamos olvidar e ignorar que él seguía siendo enemigo y respondía a una jefatura que seguramente también lo presionaba para que extrajera información de nosotros. Determinamos que procederíamos con el plan y que continuaríamos la relación con él de manera normal como si nada hubiera sucedido. Por mientras nos dedicamos a evaluar toda la información recabada, incluida la que nosotros mismos habíamos logrado obtener toda vez que ya traspasábamos la mampara que dividía el pasillo donde estaban nuestras piezas y algunas de presos comunes para asistir a sesiones de recuperación. La sala de kinesiología se encontraba ubicada inmediatamente a la derecha de la mampara. Ahí uno tenía vista al hall de entrada al hospital. En la recolección de la información concerniente al hospital y al exterior fue capital el aporte de mi compañera. Supimos claramente cómo entrar al lugar, la ubicación de la guardia y de una entrada lateral, que luego supimos conducía hacia el Colectivo 1, otro lugar de reclusión de presos comunes. Ingresando a mano derecha había otra puerta que posteriormente desciframos era la morgue. A mano izquierda había una sala de atención general o enfermería en la cual atendían heridos de la población penal. Además, en el hall ella siempre se encontraba con travestis que habían detenido la noche anterior y esperaban que los llamaran para hacerles chequeos médicos o algo parecido. Con todos los antecedentes recopilados, esbozamos un plano del lugar, cronometramos los tiempos –considerando el hecho de que no podíamos caminar ni correr a gran velocidad– y confeccionábamos el plan de fuga. Presuponiendo que contaríamos con el revólver, éste lo portaría Mauricio. A las dos de la mañana en punto, saldríamos de la pieza. Por mis conocimientos de karate, yo estaba encargado de reducir al o los guardias que estuviesen despiertos, porque para ese entonces los del grupo especial estaban absolutamente relajados, dormían y no se preocupaban mayormente de nosotros. Todavía no habíamos resuelto incorporar al otro compañero a la fuga, por lo que si debido a mi mermada condición física no lograba reducirlos, Mauricio me apoyaría, pero sin disparar. Luego cruzaríamos la mampara que daba al hall de entrada y repetiríamos la acción con la guardia que allí se encontraba. Saldríamos del hospital, doblaríamos inmediatamente hacia la derecha donde –estimábamos– había una puerta que si uno la cruzaba y retornaba por la misma dirección por donde veníamos, pero por fuera del hospital, conducía hacia un portón sito en el muro que da a la calle Pedro Montt. En otras palabras, dos personas aún hospitalizadas, armadas solo con un revólver y seis tiros debían reducir a cinco, seis u ocho guardias, cruzar varias puertas, caminar 200 metros, y además sin ser detectados por los gendarmes armados de las casetas de vigilancia del muro; derribar un portón, salir a la calle y correr hacia un auto que no podía estar estacionado muy cerca para no ser descubierto a esas horas de la noche. Insensatez total y absoluta. Un día viernes de enero, cuando supimos que le tocaba turno el sábado, le pedimos al guardia del grupo antiterrorista de gendarmería que nos trajera nuevamente el arma para probar su lealtad. La idea era fugarnos esa madrugada de domingo y para tal efecto ya habíamos avisado al único compañero en el exterior que conocía el plan. El día sábado amaneció caluroso y cristalino pero además inusualmente agitado para un fin de semana. La guardia había sido redoblada, los gendarmes no entraban a la pieza ni nos hablaban como normalmente lo hacían. Aunque nadie nos decía nada, era obvio que algo sucedía. Nosotros continuamos haciendo nuestras labores habituales: aseo, desayuno, ejercicios. Mucho no podíamos conversar, pues los gendarmes estaban pendientes de lo que decíamos. Alrededor del mediodía llegó un oficial sonriente y grandilocuente diciendo que nos trasladaban a la población interna, tal como queríamos, que juntáramos nuestras cosas porque partiríamos de inmediato. Miramos al oficial con desconfianza, nos pusimos de pie espontáneamente. Yo no me muevo de aquí dije. Mauricio recalcó que exigía hablar con su abogado. El oficial se puso tenso y no traspasó el marco de la puerta, siempre flanqueado por los guardias. Uds. se van ahora repitió. Nos encogimos de hombros y le advertimos que nuestros derechos como presos políticos debían ser respetados, de suerte que si utilizaban la fuerza contra nosotros nos defenderíamos. Traigan al abogado o a alguien de la directiva de la organización de los presos políticos para confirmar que lo que Uds. dicen es verdad. El iracundo oficial se dio media vuelta y partió por donde llegó. Entretanto, nosotros intentábamos desentrañar el misterio del traslado, del apresuramiento, del cambio de guardia, del porqué acaecía esto precisamente el día que habíamos establecido como el día D. Efectivamente, un compañero de la organización de presos políticos confirmó el traslado: Mauricio iría a la Calle 5, donde se hallaba la mayoría de los compañeros, y yo a la Calle 15, donde había algunos compañeros y el resto eran presos comunes. Independiente de las Calles a las cuales fuimos asignados, supongo que en esos momentos ambos pensábamos que se había ido todo a la mierda y que seguiríamos presos quién sabe cuánto tiempo más. Pero cuando nos volvimos a reunir en la Calle 5 unos meses después, nos reíamos de lo que pasó. Estábamos muy locos, no hubiéramos llegado ni a la puerta de entrada, decíamos. ¿Quién sabe? Al final terminamos jugando futbol en la Peni, Mauricio en el arco y yo de delantero, él atajando todo y yo haciendo goles. O sea supimos cómo recuperarnos, lo que jamás supimos es cómo los pacos se enteraron de la fuga y nos trasladaron justo ese día en la mañana. ¿El guardia era informante? ¿Un micrófono oculto? ¿Una indiscreción nuestra? ¿Demasiados paseos y observaciones que no pasaron inadvertidos? ¿El ingreso del arma que fue descubierto y el gendarme obligado a delatarnos? Poco importa, Mauricio igualmente se fugó el 30 enero de 1990 junto a otros 48 compañeros en una acción extraordinariamente bien planificada y ejecutada por militantes comunistas del Frente. Es que Chile no sólo fue un país-víctima, sino que también un país-combatiente.