Exilios: In memoriam de José Balmes (1927-2016)
…1962. Partimos por ahí, pudiendo hacerlo por cualquier otro año. Por 1959 ó 1961, por ejemplo, que remontan a la “fundación” o el “comienzo”, pero dejémoslo por ahora en 1962, en una fría mañana de febrero, una mañana del 14 de febrero de 1962 para ser más exacto. Es el día de los enamorados, nadie celebra ese día, mucho menos en Chile, pero esa mañana el crítico Ramón Farraldo publica una nota en Ya que se titula Los cuatro de Chile. A Los cuatro de Chile los preside una pareja de enamorados: son jóvenes, conocieron el mar, sueñan con el “hombre nuevo” y suman su entusiasmo al fervor político de la época. El crítico, por su parte, habla de “bautismo”, distribuye honores e inmediatamente agrega que en una Galería de Madrid, cuatro jóvenes exponen lo que sería la primera “manifestación orgánica coherente” del arte en Chile. La galería es Darro; los cuatro jóvenes: Martínez Bonati, Alberto Pérez, Gracia Barrios y José Balmes. Forman el Grupo Signo.
Ese mismo mes de febrero, una semana después de que Farraldo publique su nota, un hombre toma un tren. Viaja de Madrid a Collioure, un pequeño pueblo del Mediterráneo que está a los pies de los Pirineos y en el que un 22 de febrero de 1939 fallece, en medio de una gran pena y huyendo del franquismo, Antonio Machado. El hombre quiere ir a visitarlo, quiere visitar su tumba, quiere estar una vez más con él. Sabe que todo pasa y todo queda, pero también sabe que de ahora en adelante habrá que tomar algunas precauciones. Es el motivo por el que nueve años más tarde estará en Chile animando al presidente Salvador Allende a que levante un museo solidario con el proceso que encabeza. Se titulará Museo de la Solidaridad y Balmes lo dirigirá durante cuatro años. Pero para eso falta mucho tiempo. Porque lo que por ahora sucede es que una mañana helada de febrero de 1962 el tren se detiene en Collioure y quien desciende, Moreno Galván, se ha tomado el trabajo de dejar en Madrid un precioso texto que introducirá el catálogo de la muestra del Grupo Signo.
Conmovido fundamentalmente por la pintura de Balmes y Barrios, Moreno Galván comienza su introducción señalando que “el país de las furias y los cataclismos, es también el de la mesura civil. Su voz existe, pero parece énfasis. Su trayectoria histórica es como el contrapunto atemperado de todas las convulsiones elementales, como un trueque sutil de la pureza por la decantación y de la violencia por el equilibrio”. Parece increíble, está hablando de Chile, no se entiende muy bien.
Pero se entiende: estamos en 1962 y faltan exactamente once años para que un día once, en este caso de septiembre, esa “mesura civil” ceda y todos los sueños del arte se derrumben y con esos sueños se derrumbe tanto la compleja imagen del hombre con la que venía experimentando la escena posinformalista como también todo el aparato de la formación artística de la Universidad de Chile. Una vez más Balmes, acompañado por Gracia Barrios, se ve obligado a un nuevo exilio. Después de los miles de amigos granjeados con el tiempo, del laborioso trabajo realizado en la Facultad de Bellas Artes, de los grandes debates sobre el lugar de la pintura, tendrá que abandonar nuevamente un país que sentía como el suyo y regresar cabizbajo al mismo punto del mundo del que había partido veinticuatro años atrás.
Veinticuatro años atrás, en un barco mítico que atracará en el Puerto de Valparaíso un 3 de septiembre de 1939. Balmes es pequeño, ha tomado ese barco porque su padre, un pintor aficionado dedicado al oficio de “dorar altares”, es comunista y Neruda y la Hormiga han hecho gestiones para salvar a varios españoles del horror de la Guerra Civil. A sus espaldas ha quedado para siempre su Montesquieu natal, un pequeño pueblo mediterráneo a los pies de los Pirineos, muy próximo a aquel otro en el que ese mismo 1939 fallece Machado y hacia el que ahora, una fría mañana de 1962, viaja el crítico Moreno Galván. En ese pueblo, Balmes ya ha dado sus primeros pasos como pintor, no tiene más de diez años, pero cuenta con algunos privilegios: tiene el mar y tiene la montaña, tiene el tiempo que pasa lentamente, tiene un padre aficionado a la pintura que le presenta cada tanto a alguno que otro miembro del último impresionismo catalán. Esos impresionistas no son gran cosa, pintan paisajes más cromáticos que realistas, a lo Mir, pintan desnudos femeninos, pintan escenas intimistas al aire libre, pintan barcazas licuosas flotando en el Mediterráneo, pintan unos rostros medio manetianos, como los de Ramón Casas, pero a Balmes le es suficiente para emprender sus primeros experimentos.
Nunca los olvidará, nunca olvidará a esos pintores
Han pasado once años desde que vive en Chile y Manet (aunque Manet odiaba que lo llamaran “impresionista”) estará una vez más al comienzo de todo, en los inicios, esta vez menos como un pintor en sí mismo que como el nombre que encabeza el título de la muestra itinerante que a principios de los cincuenta llega al Museo Nacional de Bellas Artes. De Manet a nuestros días. La muestra acaba de pasar el invierno de 1949 en la Argentina de Perón, donde se hace merecedora de una recepción más bien fría, sobretodo de parte de Payró, quien en Sur se dedica a castigar al gobierno de Francia por subestimar al público argentino. Para Balmes, sin embargo, será fundamental; las razones las dará quince años más tarde en su Confesión de artista, que vierte desde luego en Los Anales de la Universidad de Chile: considera que con aquella retrospectiva de la pintura francesa o de la Escuela de París se produce por fin “una independización del lenguaje plástico respecto de la tradición académica”.
Los años de esa ruptura coinciden con el tiempo en que se conocen con Gracia Barrios, finales de los cuarenta, donde además de la tinta china, que Barrios recuerda prestarle recurrentemente en las clases libres de croquis que tomaban juntos, comparten la idea de que en la pintura abstracta (de moda desde hace algunos años en Chile) no está el hombre y que la vida del hombre es algo que progresivamente tiene que alcanzar en el arte sus zonas de testificación. El lugar para hacerlo es el cuadro, la tela, el espacio bidimensional, de eso no cabe duda, un espacio que debe ir incluyendo los trechos más silenciados de la vida cotidiana a través de materiales tangibles a los que la pintura le devuelve, por decirlo así, la palabra. Ambos piensan la realidad por entonces como un cosmos amorfo movido por utensilios diarios para los que la pintura posee vacantes que la narración de los hechos no siempre contempla; en toda narración hay accidentes, pozos o agujeros que la acción figurativa puede salvar del descarte, recoger antes de que se pierdan para siempre en el paso uniforme de los días.
Las telas son de los pintores, son de quienes saben preservar en ellas bandas en blanco donde volcar las convulsiones internas de su propio mundo.
Lo que ellos dos tienen en común es ese mundo interno, no el modo de expresarlo, que en cada uno es distinto; de manera que lo que los une es simplemente una fidelidad mutua a la comunidad del sentir, una pasión por tornar visibles unas fuerzas invisibles que los aleja tanto de las impostaciones de lo autóctono, del desmedido folclore o del fingido retorno al “color local” como del estoicismo demasiado cerebral de la pintura abstracta. Ambos coinciden en ir cada uno a su manera por el medio, contentándose con extraer de esa “última cena”, del impresionismo o del posimpresionismo el pasaporte que les permita transitar hacia la pintura informalista, manteniendo la soltura del rasgo figurativo.
Enrique Lihn, de quien se dice por lo demás que los presentó, puesto que era amigo de Balmes y de Barrios antes de que ellos se conocieran entre sí, no va por un lugar muy distinto. Apunta por ese tiempo en una dirección contraria a la de los textos que Luis Oyarzún ha comenzado a escribir para el Grupo Rectángulo y se interesa en una pintura latinoamericana que guarde distancia por igual de la frialdad del abstraccionismo geométrico y del calor desmedido de un arte mural que insiste en retornar al indigenismo casi por la vía de un “logo”. Un día apiñará bajo la palabra “Balmes” esta sentencia: “Los artistas que han nacido en cuanto tales en Latinoamérica tienen la tarea de no confundir las buenas intenciones con la verdad de una obra. También, la de rehusarse a creer que la función social de un arte se agota en la medida en que éste testimonia una situación o exalta nuestra supuesta autoctonía”. Y concluye así: “este arte cuidadoso no ha sido instrumentalizado en beneficio de un mensaje político; tiende a recrearlo en su propio e inalienable lenguaje”.
El cierre es conciso, contundente, suena a eterna manos al fuego puestas a título del dúo, incluso cuando un lustro más tarde, con sus dos amigos ya en el exilio, dé la impresión de haber girado para siempre la página de la pintura de corte realista-figurativa. La razón es sencilla: el duro exilio de Balmes y Barrios (junto con el desmantelamiento de la Facultad de Bellas Artes, la disolución del Grupo Signo y la caída abrupta del sueño colectivo del arte utópico) ha dado lugar en el país a una obra de carácter cada vez más conceptual. Corre un caluroso mes de enero de 1978 y Enrique Lihn está sentado en una mesa de Galería Época. Se dispone a dictar una conferencia sobre Dittborn, sobre una muestra de Eugenio Dittborn. El poeta mira hacia todas partes, probablemente busque a sus dos amigos entre el público. Después comprende que todo ha cambiado y comienza su conferencia recordando que las ilusiones del arte realista-figurativo han sido sepultadas por “la reproducción mecánica de la realidad que aportó la fotografía a nuestras facultades perceptivas hacia mediados del siglo pasado, y que se desdobló en el fotograbado a fines del mismo siglo”. Lo suyo no es una traición; está citando a Walter Benjamin, a quien se ha empezado a leer en Chile, fundamentalmente en el Departamento de Estudios Humanísticos.
Es como si la medialuna de ese nombre se posara de repente sobre la huella pictórica que acaba de dejar la pareja que sale al exilio, como queriendo cubrirla.
No es la primera vez que pasa: a Balmes, Benjamin le pisa los talones, es su sombra, lo persigue. Acaba de dejar su Montesquieu natal en un mes de septiembre de 1939 y un año más tarde, en septiembre de 1940, el filósofo pasa por allí tras cruzar a pie los Pirineos, cansado ya de huir. Detiene finalmente su marcha exhausta en un pueblo vecino, en un pequeño hotel de Port-Bou. Machado había tenido una premonición sobre sí mismo: murió el poeta lejos del hogar / le cubre el polvo de un país vecino. También le sucederá eso al filósofo, cuyo final es de sobras conocido: se encierra en esa pieza de hotel, escribe una nota, cena píldoras. Su defunción será certificada en castellano en el expediente de frontera Nº 297, donde constará que “en Port-Bou, provincia de Gerona, a las catorce horas con quince minutos del 27 de septiembre de 1940 dejó de existir el Dr. Benjamin Walter”.
Ahora ha pasado el tiempo, Balmes y Barrios no cumplen todavía un año fuera del país y Benjamin ha desembarcado en Chile: es el autor de dos o tres ensayos capitales del que en el campo de la crítica local muchos se valdrán para explicar la “muerte de la pintura” y el nacimiento de un nuevo proceso artístico. La figura del pintor desaliñado que se endereza ante la tela, la mide un rato con los ojos como lo hace el torero con el toro y luego comienza a soltar acrílicos y a pegar objetos ha cedido a la del relojero minucioso que se encorva con la lupa sobre los diminutos engranajes técnicos de una composición que echa mano de los mecanismos de reproducción. Lo que ha cambiado en el arte local no es más que la posición de la columna vertebral, que de erguida pasa a encorvada, de utópica a melancólica, de expresiva a mecanicista. Benjamin es el autor que aparentemente mejor se ajusta para interpretar el tránsito de un arte a otro, de una anímica a otra.
Ahora ha pasado el tiempo, Balmes y Barrios no cumplen todavía un año fuera del país y en algunos círculos del arte ya se habla de que “la pintura ha muerto”. Los más jóvenes apuran el asunto, están ansiosos, en la lengua de Hamlet se diría que los manjares cocidos para despedir la pintura figurativa servirán de fiambres en la nueva mesa nupcial del conceptualismo. Pero se apresuran, la frase sale muy rápido, es un destello que se incendia en la propia velocidad de su carrera. Porque en Chile nunca se dejará de pintar y de esa “muerte” tan difundida durante los años ochenta nadie volverá a hablar jamás. Bien cierto es que atrás ha quedado la edad del fervor político en el que el pintor subía los objetos hablantes de la contingencia al bastidor, recortes de diarios, fotografías, trozos de revistas, cordones o cables, adhiriendo a la tela la materia con relieve de un vivir cotidiano, pero eso no significa que no sean muchos los que en este país siguieron sumidos en el oficio de visibilizar esas fuerzas ascendentes del movimiento o esas fuerzas descendentes de la disipación que Balmes y Barrios tanto impulsaron desde sus inicios. Después tuvieron que marcharse, lo hicieron a título de una religión que consistió en no dejar de creer jamás en la autenticidad de lo que estaban expresando, y un día regresaron y están de vuelta y un Museo dedicado al arte de hacer memoria los suma por fin a la prestigiosa lista de nuestros maestros imprescindibles. Horma espesa, inefable huella, mancha indomesticable de nuestra pesada historia.