Reseña del libro "Imagen, cuerpo" de Alejandra Castillo
“¿Qué le ocurre a la imagen cuando lo que enseña es un cuerpo?”. Esta es la interrogante que atraviesa los ensayos del libro Imagen, cuerpo de Alejandra Castillo (2015). Publicación independiente y feminista, editada en Buenos Aires, que difunde la escritura política de la filósofa chilena. Una autora que sorprende por sus permanentes publicaciones en un contexto nacional de baja producción de teoría feminista. Con anteriores libros dedicados al estudio de la teoría política feminista, la autora, desde Ars Disyecta. Figuras para una corpo-política (2014), realiza un giro hacia el estudio de las prácticas artísticas feministas.
Son seis capítulos, muy dispares entre sí, los que componen el libro. Cada segmento, a modo de ensayo crítico, privilegia discusiones contemporáneas sobre arte, colonialismo, teoría queer, política, psicoanálisis y filosofía; debates muy variados que enmarcan el agrupamiento de diversas prácticas artísticas corporalizadas protagonizadas, principalmente, por mujeres.
Desde el comienzo Imagen, cuerpo de Alejandra Castillo, crea una escena monstruosa que nos hace cuestionar la normalidad del sexo. El primer capítulo, “Alteridad, mutación y contagio”, expone imágenes donde reina la figura de la Medusa, la mujer inhumana, “la que lleva la muerte en sus ojos” (13), encarnada en performances de la artista cubana Ana Mendieta y la guatemalteca Regina José Galindo, entre otras, que exponen de modo amenazante la sangre y la violencia sexual contra las mujeres. La ensayista crea una oscura enciclopedia pornológica, que atraviesa continentes y siglos, para dar significado a imágenes residuales y marginales del sexo, imágenes que hacen visibles otras formas de mostrar y poner en escena un cuerpo sexuado.
Castillo piensa las imágenes tradicionales de un cuerpo femenino sexualizado que popularmente se produce a través del estigma de la “mujer-objeto”. La mujer-objeto es la mujer que se desnuda, la que adorna la escena, la que destapa su cuerpo, la muñeca, la que debe comercializar su sexo para la explotación de sus propias imágenes sexuadas. Esta imagen de la mujer-objeto aparece como deber ser en la publicidad, series y otras producciones mediáticas a las que estamos acostumbrados. A pesar que la figura de la Virgen maternal domina una producción de imágenes de lo femenino en Latinoamérica (figura religiosa frente a la que atenta Castillo en el segundo capítulo “La virgen barroca y las prácticas artísticas en América Latina”), la mujer objeto es: “un pedazo de carne recortado, desnudo, expuesto y abierto [a]l origen de la imaginación pornográfica” (54) que, bajo el marco de mirada sexista-colonial, sigue circulando de forma dominante.
Un texto contundente y provocativo es el tercer ensayo titulado “Política de la alteración postpornográfica”. Éste ensayo analiza imágenes candentes donde el sexo femenino y la masturbación son protagonistas. La autora archiva imágenes emancipadas donde artistas se masturban sin requerir de un hombre; las mujeres ponen en escena su sexo sacando esta imagen secreta del espacio de lo íntimo, haciéndolo público como lo demuestra la ecofeminista y actriz porno Annie Sprinkle en su performance Post-Porn Modernist Show (1992).
Castillo no intenta convencer, sino más bien su táctica es exponer y pensar bibliográficamente imágenes altamente controversiales para los espacios de recepción social. En sus escritos el goce femenino es un espacio representacional en disputa en un contexto de producción de imágenes donde la mirada dominante es la masculina.
Imágenes tan emancipadas que se extravían, prácticas artísticas que una mirada masculina puede confundir con simple pornografía; sin embargo, Castillo articula una genealogía de imágenes en resistencia a ese mismo canon de la mirada masculina. Se hace parte de un feminismo que se entrega a pensar las transgresiones ético-políticas que plantean las prácticas sexuales anti-sociales de la pornografía y las parafilias en el arte trabajadas por teóricos queer y feministas como Judith Butler, Teresa de Lauretis y Lee Edelman. Todo esto no para querer posicionarse en contra de la pornografía, sino para pensarla en términos de táctica política apropiable por las mujeres. Hay pensadoras feministas que se oponen a la explotación sexual de las mujeres en la industria pornográfica, como Sheila Jeffreys (2011) y, para otras, como Susan Sontag, la pornografía es un lugar de polémica permanente en las artes y la cultura ([1967]1997), siendo esta una cuestión política. Alejandra Castillo se hace parte de un feminismo interesado en el estudio de las imágenes excedidas por el cuerpo y el sexo. Imágenes lujuriosas que, querámoslo o no, erotizan y acompañan la vida cotidiana en la sociedad capitalista y de consumo visual.
Otro eje conflictivo e intermitente en el libro desata discusiones sobre la radicalidad de la performance. El estudio de la performance es un saber reciente y trans-disciplinario donde Castillo fija su atención en el lugar de la imagen, el cuerpo y el sexo. El libro es una guía global que esboza una trayectoria amplia sobre diversas prácticas artísticas corporalizadas, donde la mujer cualquiera se ve en escena. El diagrama que organiza Castillo va desde autoras fundacionales de la performance feminista, como Yayoi Kusama en el Nueva York de los 60, hasta las fotografías performáticas de Zaida González, que subvierten el orden de lo virginal femenino en el Santiago neoliberal de la post-dictadura. Queda pendiente un estudio localizado de estas prácticas artísticas feministas latinoamericanas que considere el cruce entre vida, política y práctica artística.
La performance es para Castillo la “exageración de un cuerpo interrumpiendo las estrategias y las categorías tradicionales de la política que no son otras que las de la claridad, el movimiento y la comunidad” (79). La autora toma distancia de la visión universalista y antropológica de la performance dominada por autoras como Diana Taylor (2015). En vez de esto, Castillo parece tener mayor confianza en la radicalidad política de las prácticas artísticas corporalizadas en Latinoamérica. En su penúltimo capítulo “Performance: arte y vida” realiza un giro para pensar una de las acciones político-artísticas más mediáticas y conflictivas de Chile en los últimos años, llevada a cabo por el artista visual chileno Francisco “Papas Fritas” –único “hombre” del corpus– en su obra Ad Augusta per Augusta (2014), donde quemó pagarés de la Universidad del Mar. Al respecto, Castillo expresa una confianza en la resistencia de las prácticas artísticas de performance en América Latina porque “desterritorializan la política desde la imagen, desde el cuerpo, interrumpiendo con ello, no sólo las jerarquías del arte, sino que las de la política” (70). Como consecuencia de esta acción que bordeaba la ilegalidad, Papas Fritas tuvo que fugarse por unos meses a la clandestinidad. Las controversias políticas son explícitas en los trabajos reunidos por Alejandra Castillo. Algunas prácticas artísticas demuestran cómo pequeños gestos logran agrietar y poner en tensión el orden social. Es el caso de la performance de Tania Bruguera, donde la lectura del libro Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt, durante 100 horas, significó hacer latente un conflicto político en Cuba.
Finalmente, Imagen, cuerpo agrupa imágenes que ponen en aprieto a cualquier lector conservador, tradicional y/o masculino, imágenes que conforman un propio archivo que atenta con los valores tradicionales de lo femenino y lo masculino. El trazado de Castillo deja en evidencia la “perversión” visual producida por artistas políticos, en una sociedad que excluye cuerpos e imágenes consideradas anti-sociales, porque no pertenecen al canon visual heterosexual y reproductivo de las imágenes.
Alejandra Castillo. Imagen, cuerpo .Buenos Aires: Ediciones La Cebra/Palinodia.93 pág.