Pier Paolo Pasolini: La vida indomesticada de un multifacético intelectual
La noche del 1 de Noviembre de 1975 Pier Paolo Pasolini fue asesinado en un desolado paraje de Ostia, un suburbio situado a treinta kilómetros de Roma. Tenía 53 años. La historia oficial cuenta que a Pasolini lo golpearon, apalearon y atropellaron con su propio automóvil luego de haber sido visto con un muchacho teniendo relaciones sexuales. Extraoficialmente, el homicidio sucede sólo algunas semanas después del lanzamiento de su trabajo más controversial y grotesco, Salò o le 120 giornate di Sodoma (1975). La muerte ocurre, además, a pocos días de haber vuelto de Estocolmo donde se reunía con su par Sueco Ingmar Bergman para hablar sobre la vanguardia cinematográfica y el estado del arte en Europa. A la fecha, Pasolini ya habría dirigido alrededor de 13 largometrajes (sin contar sus documentales y cortos), actuado en películas, explorado en la pintura, escrito novelas, poemas, obras de teatro y colaborado en diversas revistas y periódicos.
Celebrado internacionalmente como una figura central del neorrealismo italiano, a Pasolini se le reconoce como un multifacético intelectual, activista político y artista subversivo. Su habilidad para acoger filosofías en constante tensión condimentan aún más esta insaciable figura: fue marxista, católico y discípulo del Dios Eros; un homosexual vanguardista que encontró en el pasado su lugar de inspiración; devoto comunista quien a finales de los '60 hablara en contra de los estudiantes de izquierda para simpatizar con la clase trabajadora de la policía. Sin duda, junto con Antonio Gramsci, Pasolini es uno de los pensadores más importantes que conociera Italia en el siglo XX. Para él, la perniciosa influencia de la televisión, el híper-materialismo como nuevo totalitarismo y la influencia de la Mafia en los partidos de centro en Italia serían algunos de los temas recurrentes en ensayos, conversaciones y columnas: “El consumismo es una forma de fascismo repugnante”, declaraba Pasolini en su última entrevista por el año '75.
Para sus seguidores contemporáneos, no obstante, a Pasolini se le reconoce principalmente por sus películas, muchas de las cuales están inspiradas en la literatura y la poesía. Hoy, a 46 años de su muerte, su vida se conmemora con innumerables retrospectivas, conferencias y exposiciones alrededor del mundo. También hay películas en su nombre, como la última de Abel Ferrara Pasolini (2014), protagonizada por Willem Dafoe, en la que se narran los últimos días de su vida. Y es en esta suerte de ánimo rememorativo donde las palabras que expresara el artista durante una entrevista en 1967 parecieran reactualizarse: “Es sólo en el encuentro con la muerte, ese punto ambiguo, indescifrable y suspendido, que nuestra vida adquiere sentido.” Su legado y proyecto continúa siendo un territorio de intenso escrutinio teórico que busca descifrar la relación que estableciera entre el arte, la política, la filosofía y la moral.
A diferencia de las hegemónicas fuerzas de dominación universal, esas normas rígidas y posiciones burocráticas desde las cuales ningún cambio radical puede acontecer, la obra de Pasolini encarna una fuerza artística (propia de las minorías) que posibilita nuevos mundos, es decir, que ayuda a deconstruir el statu quo reinante de una sociedad. Es justamente esta figura del poeta-minoría, contrastada con aquella del político-dominante, la que Pasolini pone en juego con toda su vida. A diferencia del burócrata que busca establecer o mantener un determinado orden histórico –o sea, negar aquello que se desvíe de la norma- el artista, muy por el contrario, es aquel que está en constante búsqueda de lo nuevo, alguien que amplía los márgenes de lo que se acepta comúnmente en las ágoras de la ciudad. Su casa, como lo manifestara Gilles Deleuze en Diferencia y Repetición, es la terrae incognitae; un territorio irreconocible que fastidia al orden, la invariabilidad y la Ley.
[caption id="attachment_87863" align="alignnone" width="500"] Mamma Roma[/caption]
La obra de Pasolini favorece, precisamente, aquel terreno que liberaliza la diferencia y amplia el discurso. Su cine probablemente sea recordado hoy como un espacio de desenfrenada imaginación sexual y profundo rechazo hacia el mundo contemporáneo. La nostalgia es por ese pasado pagano y anarquista; un erotismo polimorfo que constantemente lo opusiera a la condición alienante y consumista de la modernidad. A sí mismo, su propio tiempo histórico -aquel teñido por un movimiento cinematográfico de post-guerra-, también responde a dicha necesidad reformista. El neorrealismo italiano justamente reclama y se reapropia de la capacidad del cine para mostrarnos la realidad “tal cual se nos aparece”, esto es, desordenada, con sus encuentros accidentales, tramas elípticas, interrupciones arbitrarias y una mezcla caótica de sensación, imagen, lenguaje y memoria. Eso es Pasolini; un modelo de radical impuridad estilística, alguien que constantemente yuxtapusiera a “la alta” con “la baja” cultura en una suerte de versión poética de la dialéctica marxista. Lo “político” de su cine, diría entonces, aparece en este discurso indirecto y libre, uno en el que los individuos hallamos amplio espacio para producir nuestras propias fabulaciones vitales, sea dentro como fuera de la pantalla. Su estilo inconfundible como cineasta e ingenioso acercamiento a la narrativa como guionista ya se perciben en sus tres primeros trabajos –Accattone (1961), Mamma Roma (1962) e Il Vangelo Secondo Matteo (1964)-. Luego, con sus adaptaciones literarias en “Trilogía de la Vida” –Il Decameron (1971), I Racconti di Canterbury (1972) e Il Fiore delle Mille e una Notte (1974)- Pasolini no habría más que radicalizado dicha tendencia. Sin embargo, es con Salò donde vemos al cineasta más político y visceral.
Probablemente esta película sea más recordada por no haber sido vista que vista. Denigrada, prohibida, no disponible y ampliamente rechazada para distribución comercial, Salò ha sido duramente castigada por la censura -y esfuerzos para asegurar su olvido han habido de sobra.- Adaptada de Las 120 jornadas de Sodoma, una novela escrita por el Marqués de Sade (otro infame del siglo XVIII) Salò se lee como una representación alegórica del fascismo italiano del siglo XX. El film se sitúa por los años '40 en una república que Mussolini estableciera a finales de la segunda guerra mundial. Aquí se rastrean los deseos de cuatro fascistas libertinos que han tomado posesión de diez y seis jóvenes, a quienes se mantiene en cautiverio en una elegante aunque austera villa del Lago Garda. Hombres y mujeres deben obedecer las reglas de los oficiales, sometiéndose a humillantes actos para satisfacer sus deseos.
Las imágenes son denigrantes; a la fecha el film todavía separa y genera controversias. Como sea que se lea, las demandas de este sujeto dominante, que tan visceralmente se manifiestan en pantalla, han sido culturalmente excluidas (censuradas). Al cuestionar abiertamente los actos de devaluación social y violencia hegemónica de este oficial-fascista-heterosexual-blanco-y-censor, lo que Pasolini hace, en terminología psicoanalítica, es ridiculizar al falo significante del occidente; ese objeto que no sólo simboliza al poder, sino que lo embiste por medio de su ejercicio efectivo. He aquí un Rey con su cetro y su corona: “¡Miren lo que hace con su poder!”, pareciera advertirnos el cineasta.
Así es como el arte deviene en un asunto político y el pensamiento en un peligro para el poder-oficial. Como intelectual, Pasolini constantemente transforma las formas discursivas hegemónicas en objetos para ser subvertidos por la visión, y a la inversa, como artista, es que tal discurso se “visualiza” para ser expresado en el lenguaje. Por ello es que, concluyendo a la Deleuze, tal escritor cinematográfico debiese ser abordado como un filósofo; los conceptos de Pasolini son imágenes que se mueven en espacios y tiempos inagotables, pues tal como suceda con el pensamiento, es su propia actividad creativa la que siempre recorre al infinito.
La vida de Pasolini se recuerda hoy como una herejía sexual que invita a romper las reglas y a deconstruir los códigos impuestos por una mirada molar; un acto expresivo que nos ayuda a explorar todo aquello que reprimimos, y no decimos, en el consenso cultural. A mi parecer, rememorando las palabras que pronunciara en un debate público el año previo a su muerte, “los artistas deben crear, los críticos defender y la gente democrática apoyar […] obras de arte tan extremas que incluso las mentes más abiertas del nuevo Estado podrían llegar a rechazar.”