Memorias de octubre (2) La estufa de Einsenstein

Memorias de octubre (2) La estufa de Einsenstein

Por: Federico Galende | 22.05.2016
Al lado de su estufa, Seriozha guardaba una pesada llave inglesa: se había puesto de acuerdo con los vecinos en golpear el radiador metálico si le llegaba a venir otro ataque. Había tenido varios porque nació con un corazón agujereado, un corazón en el que cargó todos los libros que no le cabían ya en el alma, en su memoria, entre los brazos.

Al lado de su estufa, Seriozha guardaba una pesada llave inglesa: se había puesto de acuerdo con los vecinos en golpear el radiador metálico si le llegaba a venir otro ataque. Había tenido varios porque nació con un corazón agujereado, un corazón en el que cargó todos los libros que no le cabían ya en el alma, en su memoria, entre los brazos. En 1913, cuando era un adolescente, hizo en su Riga natal un dibujo bien premonitorio: dos payasos bailotean sobre un cañón de cuya boca está a punto de salir despedido un tercero. Lo premonitorio no es eso, lo premonitorio es que la escena transcurre ante una cámara en la que Seriozha ha escrito la palabra “cinema”. Se nota que no ha visto nunca una, pues la cámara es demasiado grande y se parece más a la que habría ocupado un fotógrafo de finales del siglo XIX que a la que sería propia de un cineasta de su tiempo.

En ese tiempo el cine era mudo, por supuesto, a pesar de que al otro lado del océano Thomas Edison probaba ese mismo año darle sonoridad poniendo un fonógrafo detrás de la pantalla en un teatrito de Nueva York. La gente se apiñaba para ver el experimento, era un 17 de febrero y en Nueva York hacía mucho frío, más frío incluso que en París, donde Cocteau describió cómo las damas de la alta sociedad caminaban escotadas por la avenida Montaigne en dirección al Théâtre des Champs-Élysées. Se estrenaba la obra de un joven compositor ruso que no sería amigo de Seriozha ni de la revolución que se avecinaba, un ruso que quería ser ciudadano francés o ciudadano norteamericano o ciudadano de cualquier parte que no fuera Rusia.

La obra que estrena esa tarde de 1913 es tan osada como el experimento de Thomas, razón por la que el propio Diaghilev, quien está a cargo de la dirección artística, abre el paraguas anticipando excusas en la prensa: “se trata sin duda de un nuevo tipo de conmoción que dará para discusiones bien apasionadas”. Pero no dará siquiera para esas discusiones, porque cuando en la segunda sección las cuerdas empiecen a chirriar con disonancia apelotonándose en una tríada de fa bemol mayor, los que eran susurros o risitas de incomodidad se convertirán de inmediato en un simple abucheo. Los plumíferos ricos de París gritan e insultan, el joven compositor responde, dice que con estas hebras melódicas que se entretejen ha querido situar “el terror de lo sagrado ante el sol del mediodía”. No hay por qué dudar, menos aun si el compositor es Igor Stravinsky y la obra es una de las más célebres del siglo XX: La consagración de la primavera.

A los artistas de Moscú este tipo de obras les interesaba menos que a la desagradecida burguesía de París. La prueba es que mientras la coreografía de Nijinsky exhibía a los bailarines pataleando sobre el escenario e Igor cambiaba para siempre los acentos haciéndolos caer en cualquier parte, Malévich pintaba en simultáneo un prolijo cuadrado negro sobre fondo blanco. Quería alterar los íconos de la virgen, mostrar que el arte no era nada, que todo era un desierto, un estúpido cuadrado oscuro. Siete años atrás había seguido con especial preocupación la tragedia del domingo rojo durante aquel enero de 1905: los trabajadores se habían congregado pacíficamente ante el Palacio de Invierno para reclamarle a Nicolás II que dejara de hacer la vista gorda a sus salarios de hambre, la Guardia Imperial había disparado a quemarropa y los cuerpos harapientos de los trabajadores terminaron por trazar sobre el hielo del Neva una coreografía bien distinta a la del sofisticado Nijinsky. En la nieve hay sangre, la sangre acelera la historia, la historia se vacía en el molde del arte abstracto y Malévich, su precursor, deja Moscú para marcharse a Vitebsk.

En Vitebsk el tren que viaja de Riga hacia Moscú hace un alto para que los pasajeros se procuren un poco de agua caliente. Entre los que descienden va el niño que había hecho el dibujo, Sergei Eisenstein, quien en lugar de volver al tren recorre obnubilado las calles de la ciudad. Es una ciudad increíble: Malévich ha mandado a blanquear las fachadas de las casas y sobre el blanco ha hecho pintar círculos rojos, rectángulos azules y óvalos morados. Sergei contempla esas fachadas con la boca abierta y por algún motivo decide que estudiará los ideogramas y los jeroglíficos. Pero cuando llegue a Moscú, sus avances tendrá que turnarlos con el trabajo que le ofrecen como arreglista de escenarios, donde una noche conoce a un ser fuera de serie: es un hombre alto, elegante, tan profundo y tan recto como las mismísimas líneas de Malévich en Vistebk. El hombre es Tretiakov, se ha formado con Meyerhold, es un dramaturgo experto y como Seriozha le cae simpático lo invita a que monten juntos una obra.

La obra se llama El sabio y en ella los payasos que Sergei había dibujado un día cobrarán una vida inusitada moviéndose por el escenario como en un número de circo o de Music Hall. Es un espectáculo acerca de cómo se hace un espectáculo, pero en él los actores se arriesgan, caminan sobre una cuerda floja a varios metros de altura, uno de ellos está a punto de venirse abajo cuando el bastón de un espectador lo salva. Eisenstein sigue sin saber que se dedicará al cine, pero se ha atrevido a hacer un corto. Los cien metros de película llevarán por nombre El diario de Glumov, la película dura cinco minutos, seis minutos, lo suficiente como para que un cineasta atento la incorpore a su laboratorio con el título de Sonrisas primaverales de la Proletkult.

El cineasta atento es Vertov, quien por entonces no imagina que años más tarde protagonizará con este joven una polémica que dividirá el destino del montaje soviético. Tampoco sabe que la Asociación Rusa de Escritores Proletarios hará en el futuro todo lo que pueda para impedir que sus Tres cantos sobre Lenin se estrenen en el Bolshoi para el décimo aniversario de la muerte del camarada. En Diario de un Bolchevique, Vertov deja constancia de su desdicha: “La historia de mi enfermedad es la historia de los inconvenientes, de las humillaciones y de los choques nerviosos producidos por mi negativa a abandonar mi film poético-documental sobre Lenin. Mi enfermedad se manifestó mediante la caída de origen nervioso de varios de mis dientes sanos e intactos”.

En el fondo se queja de que a Sergei le dejen hacer todo y a él nada. Debe ser que Sergei hace ficción. Mal que mal no ignora que al joven cineasta al que ayudó le han dejado estrenar su película en el teatro de sus sueños, el Bolshoi, una película que, como si fuera poco, será la más famosa del cine ruso. Corre una noche de 1926 y todo Moscú hace fila para ver El acorzado Potemkin. La gente se empuja, se aprieta, se apelotona: en la película verán cómo se cursa un homenaje decisivo a aquella masacre del 9 de enero de 1905 que Malévich había seguido con tanta preocupación. No se detienen los procesos del arte: si existe niebla en un lugar, se rueda en otro; si la mañana amaneció oscura, Eisenstein y Tissé filmarán el atardecer y lo montarán después; si las escalinatas del Palacio no dan para el encuadre, entonces el encuadre se hace en Odessa.

El joven director dedica un plano a la escalinata en la que la gente no ve el peligro ni imagina la reacción de los cosacos, no muestra a las masas, muestra cómo ésta se dispersa en los rostros que encierran un destino, quiere filmar el destino, quiere filmar el acontecimiento político a través de esos rostros ingrávidos que se irán mutando: está el niño que mira a su madre, está el inválido, está el estudiante, está la maestra, está la mujer con el cochecito. Entonces Sergei prepara el drama, familiariza al espectador con la paz de esas caras inocentes y enseguida vienen las tomas en cascadas: el cosaco que de un latigazo le arrebata un ojo a la maestra, la bala que entra en el estómago de la mujer, la rueda del cochecito que hace equilibrio sobre el peldaño, la mujer que lo empuja cuando cae, la boca de la mamá del joven gritándole a los soldados asesinos, la rueda del cochecito que abandona el peldaño y empieza a rodar escalera abajo, la toma frontal, los cuerpos que caen unos sobre otros, la sangre que mancha el plano en blanco y negro.

A pesar de que el éxito del film está asegurado de antemano, en medio de la proyección Sergei repara en un detalle: se le ha pasado pegar el último pedazo de película. Entonces se da cuenta de que todo será un desastre: que la película quedará interrumpida en medio del fervor de esa platea que no para de levantar los puños y gritar por la revolución. ¡Qué van a hacer! No van a hacer nada, no van a hacer nada porque la película termina milagrosamente sin ninguna interrupción: Shklovski conjetura en su libro sobre Eisenstein que o bien Sergei había pegado la película y lo olvidó o bien la cinta se calentó en la lata y se adhirió sola. Lo cierto es que El acorazado Potemkin termina en medio de una ovación inmensa. Cuando meses más tarde la estrenen en Arbat, un irritado Vertov no dará crédito a lo que ven sus ojos: una maqueta del acorazado ocupa todo el frente de la sala mientras los empleados del cine venden tickets vestidos de marineritos. ¡Cuánto mal gusto! ¿A gente así le entregan el Bolshoi?

No, nada de gente así, porque lo que Dziga no sabe es que cuando Eisenstein llegó a Moscú no había carbón, por lo que calentar el Bolshoi se había convertido en una tarea colectiva: el cuartito helado en que vivía tenía una escarcha plateada porque la poca leña con la que Sergei contaba la llevaba en una carretilla hasta el teatro. Ahora en cambio vive en este apartamento con una estufa nueva que funciona a la perfección y a cuyo lado ha dejado la pesada llave inglesa. Es la noche del 10 de febrero de 1948 y el radiador de la estufa acaba de sonar con fuerza en todo el edificio. Aquí también hay escaleras, unas escaleras que los vecinos suben a zancadas sin llegar a tiempo: cuando logran entrar al apartamento, Sergei duerme recostado para siempre sobre su mesa de trabajo. En el cuaderno que está sobre la mesa ven una línea zigzagueante que se convierte en una frase. La frase dice: “en este momento se produce un espasmo cardíaco, su huella está en mi letra, dedico este último segundo de vida a mi patria”.

Ese mismo día el Comité Central del Partido Comunista dicta lo que se conoce como el Decreto Histórico, un decreto que prohíbe las composiciones formalistas, la sexta y la octava y la novena sinfonía de Shostakovich, las sonatas sexta y octava de Prokoiev, la primera sinfonía de Popov. A Stravinsky nadie se encarga de prohibirlo porque vive desde hace mucho tiempo en Los Ángeles y el año en que murió Eisenstein estaba componiendo una obra experimental con W. A. Auden, de quien le molestaba profundamente que le respirara en la oreja mientras él se sentaba al piano. La anécdota Stravinsky la rememorará en el cajón del Maipo una tarde de agosto de 1960. Es una tarde nublada, el dueño de casa se ha sentado al piano, ensaya una pieza en su Gabo de cola entera mientras los leños arden en la chimenea. Los comensales chilenos le preguntan por Rusia y Stravinsky les recita una vez más la historia de aquel decreto del 10 de febrero de 1948. A Eisenstein ni lo nombra. Los comensales lo escuchan con tal grado de atención que tampoco ellos nombran la ley que ese mismo año había prohibido el comunismo en Chile. Vaya que andaban distraídos.