Reforma al Código de Aguas: ¿se nos olvida algo?
El Código de Aguas de 1981 se ha transformado en dos símbolos contrastantes. Es por un lado el paradigma de la gestión de los recursos naturales usando al mercado como rector, es uno de los principales argumentos a favor de los mercados de agua a nivel internacional, aunque ningún otro país ha llevado este modelo tan lejos como Chile, prácticamente anulando la intervención de Estado, con derechos de aprovechamiento de agua (DAA) entregados a perpetuidad y con muy débiles medidas de control. Muchos titulares de DAA se han beneficiado de estas características, y defienden las libertades que han ganado gracias a este sistema.
Por el otro lado, ha surgido un creciente rechazo al sistema capitalista que emergió de la dictadura, siendo el Código de Aguas de 1981 uno de sus productos principales, perjudicando a quienes no son capaces de competir en un mercado feroz. En este contexto, algunos movimientos sociales, abogan por la nacionalización del agua para devolver al dominio público la propiedad y administración de estos recursos.
Entre medio de estas visiones polarizadas se fragua una segunda modificación sustancial al Código. Es una discusión no exenta de intereses particulares y sesgos políticos, pero con un espíritu que no vimos en la modificación del año 2005, donde 13 años de trámite terminaron en una modificación bastante menor a lo que planteaba el proyecto original. Pareciera que esta vez los defectos del Código se han vuelto más evidentes, ya sea por las sequías y desabastecimiento que ha sufrido el país, o bien por la insatisfacción generalizada de la población… lo importante es que pareciera que por fin existe un escenario propicio para generar cambios importantes, la pregunta es entonces, ¿Qué cambiar?
Si bien la perpetuidad de los DAA y la priorización de usos son puntos determinantes a modificar, quisiera en este espacio tratar otro tema fundamental para la gestión de un recurso dinámico, territorial y determinante como el agua: la función de las instituciones locales y la gobernanza local. Veamos un caso a esta escala para ejemplificar.
El caso del acuífero del Valle de Azapa
El Valle de Azapa es un sistema complejo que sustenta una actividad productiva intensa, y donde los conflictos derivados de la gestión de sus aguas es un tema que preocupa a todos sus actores, especialmente aquellos derivados de la extracción de agua subterránea desde el acuífero de Azapa. Gracias a los recursos que se extraen del acuífero, se han desarrollado cultivos de alto rendimiento y se abastece de agua potable a gran parte de la ciudad de Arica.
El crecimiento de la actividad productiva del valle coincide con la aplicación del Código de Aguas, que dio libertad a los usuarios para distribuir los DAA, a través del mercado, hacia los usos más productivos. Sin embargo, también coincide con una intensificación en la competencia entre el riego y el agua potable, el aumento indiscriminado de pozos ilegales y, probablemente la más preocupante, un descenso sostenido de los niveles de agua en el acuífero.
El descenso llegó a tal que en el año 1996 la DGA decretó al acuífero de Azapa como una zona de prohibición para la asignación de nuevos DAA, es decir, no era posible permitir el uso de más caudal desde el acuífero, entendiendo que ya para ese entonces éste no era capaz de soportar más carga. Sin embargo, casi 20 años después, los niveles del acuífero siguen disminuyendo, y el 80% del tiempo la demanda se satisface solo con el agua subterránea almacenada en el acuífero, es decir, se sigue consumiendo de los ‘ahorros’ del acuífero y no de la recarga.
Esta situación puede explicarse por tres circunstancias que se configuran en esta zona: la lentitud en la formación de una Organización de Usuarios del Agua (OUA), que son las organizaciones definidas por el Código para administrar y distribuir las aguas entre sus miembros y resolver conflictos, y por lo tanto regulan la ejecución de los DAA y controlan la existencia de pozos y extracciones ilegales; el aumento en la eficiencia del riego, que ha significado menos infiltración de agua hacia las napas subterráneas; y la modificación del Código en el 2005, que implementó el Artículo 4° transitorio o ‘ley del mono’, simplificando los procedimientos para regularizar solicitudes de DAA menores a 2 L/s, a pesar de la zona de prohibición, es decir, permitió que se asignaran nuevos DAA siempre que fuesen para usos menores, pero sin generar un sistema de control adecuado, por lo que se recibieron innumerables nuevas solicitudes de todo tipo de usuario que debieron ser aceptadas antes de generar un procedimiento administrativo para controlar que los solicitantes realmente cumplieran con los requisitos, lo que derivó en un sobre otorgamiento de derechos en el acuífero.
Estas circunstancias están directamente relacionadas con el Código de Aguas, el cual no incorpora medidas o sanciones para exigir en la práctica la creación de una OUA, a pesar de que se considera formada luego de decretarse una zona de prohibición como la del Azapa; tampoco asegura un sistema de monitoreo y sanciones efectivo, ya que frente a la ausencia de una OUA, es la DGA la única entidad a cargo de esta función, institución que no cuenta con los recursos suficientes para enfrentar esta monumental labor. En otras palabras, no asegura la auto-regulación individual, ni la auto-organización de la comunidad que se ve involucrada, desincentivando la toma de decisiones colectiva, y tampoco ofrece un soporte institucional capaz de identificar irregularidades por parte de los usuarios, así como desincentivar dichas irregularidades.
¿Y por qué debiese importar la gobernanza local?
Pues es allí donde se toman las decisiones que finalmente determinan el estado de un recurso, es ‘donde las papas queman’, por lo tanto, son los actores de esta escala quienes finalmente buscan e implementan acuerdos acordes a sus circunstancias específicas, que permitan que la extracción de agua subterránea (o de cualquier recurso) se realice sosteniblemente, evitando su agotamiento.
La principal falla del Código de Aguas no radica en su innegable tendencia a favorecer el funcionamiento de un mercado de aguas, sino que en asumir que dicho sistema puede ser eficiente en cualquier circunstancia, ignorando que no existen reglas óptimas que puedan aplicarse de la misma manera en cualquier sistema, y que por lo tanto no existen ‘recetas’ que funcionen a la perfección, y menos aún en un país como Chile, que se caracteriza por una rica diversidad de climas y culturas, que configuran espacios complejos e irrepetibles, que requieren autonomía en la toma de decisión, así como un sostén efectivo por parte la institucionalidad pública, que asegure el bien común por sobre el bien individual.
¿Qué cambiar entonces? En un mundo ideal, probablemente querremos cambiarlo todo, y entregar la libertad a cada cuenca de generar su propio sistema de gestión. Soñar no cuesta nada dicen, pero en este caso puede costar caro, pues ante la imposibilidad de cambiar esta ley desde sus bases, nos queda el camino difícil, que significa llegar a compromisos y acuerdos entre partes que tienen pocos puntos de encuentro. Resulta imprescindible, entonces, poner atención sobre las OUAs, las que ya tienen autonomía suficiente, pero requieren mayores exigencias en cuanto a su constitución, toma de decisión e involucramiento con las comunidades en la que se encuentran insertas, para que puedan evolucionar su naturaleza intrínsecamente privada, hacia una enfocada hacia la sociedad civil, en búsqueda de fórmulas que permitan la gobernanza local de nuestros recursos hídricos en el largo plazo.