Alberto Moreiras, ensayista y académico: “La universidad hoy es sólo intemperie”
Desde fines de la década del noventa, la presencia del ensayista y académico español Alberto Moreiras ha sido una constante en diversos debates que interpelan tanto a la academia norteamericana como a la chilena. A lo largo de una fructífera trayectoria marcada por intercambios, publicaciones y ediciones, Moreiras ha sido un nombre fundamental para comprender el auge y la crisis de los llamados “estudios culturales”, en debates que han incluido posiciones como el subalternismo y la deconstrucción. Hoy, de visita en nuestro país en el marco del coloquio “La Universidad Posible”, reclama la posibilidad de abrir espacios de diálogo fuera de la maquinaria académica, y promueve lo que llama una posición infrapolítica. A esta novedad “de carácter radical” dedicó un seminario en UMCE, en conjunto con los académicos Gareth Williams, Sergio Villalobos-Ruminott y Gerardo Muñoz, con quienes además mantiene el blog InfraPolítica. Durante esos ajetreados días Alberto accedió a conversar con eldesconcierto.cl
Alberto, vienes de un recorrido muy específico, con una serie de libros relevantes para la discusión cultural. Si Tercer espacio: Duelo y literatura en América Latina (Arcis Lom, 1999), estuvo marcado por un momento particular de los estudios culturales y la post-dictadura, The Exhaustion of Difference (Duke University Press, 2001) y Línea de sombra. El no sujeto de lo político (Palinodia, 2006), parecen ser el producto de un agotamiento respecto a los estudios de área. ¿Cuál sería tu evaluación retrospectiva, sobre todo vinculada a la academia y los estudios culturales?
-Es verdad que ha habido un largo proceso que me llevó a mí, y puedo imaginar que también al campo, a una sensación de agotamiento y de fin de espacio discursivo que yo vinculo a la escena de estudios de área, a la escena del latinoamericanismo. Aunque sigue teniendo una inercia poderosa, ha ido perdiendo contenido, urgencia e importancia de forma casi palpable desde fines de los ochenta hasta ahora. Pero esa pérdida se produce de forma mucho más acentuada desde el 2001, y podríamos hablar largamente sobre las razones profundas de que esto haya sido así.
Mi primer libro, Interpretación y diferencia (1991), había sido un ensayo sobre la deconstrucción, y supongo que lo que estaba en juego para mí allí era sólo suministrarme una forma de lectura, una posibilidad hermenéutica. Mi interés inicial por el estudio de la literatura latinoamericana, en un contexto epocal, tiene lugar hacia el ocaso de la forma de Estado nacional popular, antes del alza del neoliberalismo como forma de Estado. Ello lleva a la propuesta de un Tercer espacio, que entiende la relación con esa literatura como una relación de duelo, y que intenta entonces pensar la literatura misma como literatura de duelo. Algo se estaba perdiendo en los ochenta y eso fue lo que yo traté de capturar, mientras me estaba abriendo también a pensar la postdictadura desde perspectivas no sujetas a la crítica literaria. Ese libro fue sobre todo un intento de apertura al paradigma postdictatorial como campo de pensamiento, y fue también una apertura de horizontes; un abandono del campo de estudios literarios. Había mucho que hacer para sacar al campo de estudios latinoamericanista de su ghetto y de su inercia y, francamente, de su gran mediocridad institucional, con todas las excepciones particulares que quieras. Le dediqué a ese trabajo tres o cuatro libros, y mi vida profesional se orientó a la organización de conferencias, a la convocatoria de reuniones, a la formación de grupos de trabajo, a la conversación con mis estudiantes y con colegas afines, y no sólo en el campo latinoamericanista o hispanista. Todo eso fue llevándonos, y esto es también epocal, hacia los estudios culturales, y luego a su radicalización relativa hacia los estudios subalternos latinoamericanos. De ahí sale The Exhaustion of Difference, que es un texto que todavía no está traducido al español. En realidad es un libro también de época. Habíamos quemado ya la etapa de apertura que ofrecía la noción institucional de campo de estudios culturales y había que pasar a otra cosa: una nueva forma de duelo, quizá, marcado por el reconocimiento de que los estudios culturales no habían conseguido estar a la altura de la tarea del pensamiento en los años noventa. Eso coincide con el subalternismo como posibilidad perdida, pues el subalternismo latinoamericanista acabó siendo secuestrado por formas caídas del identitarismo y de la politicidad convencional. Esa otra cosa que empezaba a aparecer a finales de los noventa y principios de la década del dos mil era el pensamiento directamente político. Viene con la hegemonía en el campo intelectual de pensadores como Alan Badiou, y Jacques Rancière; con cierta politización en el texto del Derrida tardío; con Agamben, que empieza a ser famoso por entonces; y con Esposito, que está publicando sus primeros libros. También con una politicidad directa más resuelta, en gente como Judith Butler y Wendy Brown, y con el encuentro con María Zambrano, Simone Weil y Hannah Arendt. Esa apertura al pensamiento político, en tensión con el pensamiento sobre la cultura y con el latinoamericanismo, es lo que lleva a la escritura de Línea de sombra. El no sujeto de lo político, en donde ya se empiezan a iniciar estas preocupaciones por la posthegemonía y la infrapolítica, que están tematizadas allí, en mi propia obra, quizás por primera vez .
Tras un cambio de país y unos años de experimentación con otras formas de pensamiento y otras lecturas — intento un tanto ingenuo, supongo, de reinventarme a mí mismo— en el 2010 se me da la oportunidad de regresar a Estados Unidos. Hay entonces un reencuentro, y aparecen nuevas formas de trabajo en red. Hay conversaciones intensas y algún proyecto que acaba en callejones sin salida, pero la resaca de todo ello es el nuevo proyecto de infrapolítica y de democracia posthegemónica, que es lo que estamos tratando de llevar a cabo como colectivo. La diferencia fundamental es que éste ya no es un colectivo universitario. Tiene un carácter de colectivo postuniversitario, aunque todos los que estemos en él seamos universitarios. No hay una vinculación institucional clara y ya no dependemos de institución alguna para llevar adelante el proyecto. Esto ocurre en redes sociales, ocurre en encuentros durante viajes autofinanciados, y tiene —por lo tanto— un carácter de insurgencia con respecto al campo institucional académico, con el que nos manifestamos en ruptura, o en abierto éxodo.
Muy a propósito de esto y de tu venida al Coloquio “La Universidad Posible”, planteaste al respecto la idea de una “Universidad imposible”; una universidad que “ya no va más”. ¿Cuál es esa universidad que ya no va más para ti?
-La universidad que ya no va más es la universidad que hay que cerrar como proyecto. Es absurdo tropezarnos contra un muro que no se va a romper. Yo hablo de universidades imposibles no como idea utópica, no como paradoja romántica a la que habría que acceder o con la que conviene soñar, sino al revés: como aquello que hay que abandonar, y aquello que si no abandonamos nos hará perder el tiempo. No estoy diciendo que haya que abandonar prácticas de enseñanza. No estoy diciendo que haya que abandonar espacios departamentales o institucionales, y tampoco que haya que simplemente hacerse ausente de cualquier política efectiva que pueda aparecer como posible en algún momento dado en la institución en donde estás y donde vives. Lo que estoy diciendo es que nuestra lógica de pensamiento en libertad ya no pasa en términos generales por la institución, pues es la institución misma la que ni la busca ni la quiere. La institución se ha comercializado, se ha corporativizado, y esto no es algo que le haya pasado por casualidad, sino que responde a una formación histórica específica. Esto es un proceso global. No estoy hablando, por supuesto, de mi propia institución; estoy hablando de la universidad global en general, tendencialmente, pues siempre se podrá citar alguna excepción u otra. Para mí, la universidad imposible es simplemente la constatación de que en la universidad ya no hay casa. La universidad hoy es sólo intemperie. Y creo que es necesario desplazarse a otro lugar, en el que tengamos que crear nuestra propia aura. Organizar una arquitectura del desierto.
También viniste a Chile a dar un seminario con Gareth Williams, Sergio Villalobos-Ruminott y Gerardo Muñoz sobre Infrapolítica, y se suma a esto el hecho que la revista “Papel máquina” ha dedicado su última edición a la cuestión. ¿Qué define para ti la intervención “infrapolítica? ¿Cuál es su especificidad como estrategia y/o grupo?
-No me gustaría sonar arrogante al decir que yo creo que el proyecto de infrapolítica es una novedad, pero creo que es una novedad de carácter radical. Incide en los momentos más relevantes del pensamiento contemporáneo. Es decir, precisamente por eso ya no es un trabajo de campo, ya no es un trabajo disciplinario. Tiene relevancia para el trabajo de pensar los problemas más acuciantes de la temporalidad filosófica, al menos. Y también de la temporalidad política, diría yo. En ese sentido, es una tarea que nos excede; me excede a mí, excede a todo el colectivo. Pero eso le da a nuestro trabajo un carácter de riesgo y de exposición. ¿Cómo pensar sin fetichizar la noción de novedad en el pensamiento? ¿Cómo pensar y entender lo que hay sin reproducirlo? El proyecto de infrapolítica es una forma específica de atender a esas preocupaciones. Se trata de llegar a la contemporaneidad desde una perspectiva marrana, excéntrica, posthegemónica, sin buscar de ninguna forma naturalizar una nueva tendencia, una nueva corriente, una nueva moda. La infrapolítica es un gesto o un estilo y, en cuanto tal, no puede copiarse. No nos interesa el gesto fácil de definir la infrapolítica, de captar adeptos en busca de entusiasmos. Nuestra labor es más bien una labor callada, sosegada, pero que toma el riesgo fundamental de buscar una palabra nueva y una nueva posición en el pensamiento. Pero no para llegar a lo nuevo, sino porque lo viejo nos agobia y se nos ha hecho invivible.
El proyecto infrapolítico tiene un cierto carácter de insurgencia innegable con respecto del discurso universitario, y yo me atrevería decir que esa es su novedad y su promesa. Su futuro. Para mí es, de los últimos treinta o cuarenta años, el proyecto de genealogía latinoamericanista o hispanista más importante También es un proyecto que no debe demasiado a otras tradiciones, no es un proyecto que readapta una lengua a otra lengua, sino que piensa por sí mismo desde el principio.
Aunque la universidad nos da tiempo y estudiantes, ya no es ésta el lugar de intervención fundamental como en los años ochenta y noventa. Hoy constatamos, de forma quizás un poco melancólica, que la verdadera discusión intelectual se produce en espacios que la institución ya no puede ofrecer. Pensar eso es también pensar la historia y nuestro presente. Pero es mucho más importante darle vía en la infrapolítica a lo que no es meramente negativo —aquello que la infrapolítica no es—, sino darle vía a su positividad de pensamiento y de ejercicio, pues eso es lo que puede cambiar nuestra lengua.
Una pregunta que estuvo presente en el seminario es la de la política de la infrapolítica. Quisiera preguntarte por ello y por su relación con el contexto latinoamericano actual y lo que podríamos llamar el fin del ciclo “marea rosada”, desde una posición que han ido asumiento como grupo…
-Yo tiendo a asumir esta preocupación por la política de la infrapolítica como un intento de entender qué es la infrapolítica. Es un intento de relacionarse con la infrapolítica como algo potencialmente emancipatorio, o si quieres, simplemente útil. Entonces la gente pregunta «Bueno, pero ¿qué política hay detrás de esa palabra rara que os habéis inventado? ¿qué política hay ahí?». Y nuestra respuesta sólo puede ser: la infrapolítica no es una política, es precisamente lo que no es política. Busca tematizar lo que no es política en relación con la existencia de todos y cada uno; la existencia común y corriente que es, en cada caso, la propia. Eso no significa que sea antipolítica y, desde luego, no significa que no tenga o no quiera una relación con la política. Pero esa relación con la política nosotros la entendemos como suplementaria a la infrapolítica misma. Utilizo la palabra «suplemento» en el sentido derrideano fuerte, que nosotros llamamos “republicanismo demótico”, “democracia posthegemónica”, “populismo marrano. Tiene que ver con el rechazo de la noción teórica de hegemonía como horizonte de la política, pero no como lógica formal de la política. Para nosotros el pensamiento de Ernesto Laclau, que ha inspirado a tantos políticos y movimientos importantes en la Latinoamérica reciente, sigue siendo relevante como descripción fáctica de lo que es la articulación política. No pensamos que la articulación hegemónica sea el horizonte de la política, porque ésta es necesariamente una forma de dominación, y nosotros queremos pensar la política de la libertad. Le llamamos «posthegemonía» simplemente a eso: a sustraernos al principio de dominación hegemónica. En ese sentido, no estamos en desacuerdo sino en desplazamiento con respecto de la mayor parte de las formulaciones teóricas que vinculan los diversos gobiernos de la marea rosada. Incluso pensamos que, si los diversos gobiernos de la marea rosada hubieran querido escucharnos, no habrían caído tan precipitadamente, puesto que en el fondo lo que está en juego en la posthegemonía es lograr un republicanismo sólido, democrático, duradero y permanente. No un republicanismo fiado a cuestiones de economía desarrollista extractivista, ni un republicanismo fiado a los vaivenes en el mercado financiero. Nuestra propuesta no es una propuesta socio-científica, en el sentido de que no estamos ofreciendo programas de gobierno ni plataformas electorales. Estamos simplemente tratando de incidir teóricamente en lo que podría organizar una nueva etapa de la democracia mundial.
Andrés Pereira: Al respecto de ello, has comentado que se trataría de pensar una suerte de “aprincipialidad”. ¿Cómo podríamos entender esto?
-En tanto propuesta política efectiva, es decir, en tanto suplemento a la noción ateleológica y anormativa de la infrapolítica, la noción de democracia posthegemónica puede llevar a un programa. Es una forma de militancia; una forma de asumir el estar políticamente. En cuanto programa y militancia tiene un fin o una meta, pero no busca la consumación de un principio. Tiene un fin sólo en el sentido de que promueve un estado de cosas, busca una relación con la política y trabaja para ello. ¿Qué significa eso? Significa, entre otras cosas, que no queremos que el espacio político se cierre en identitarismos y exclusiones; que no queremos que el espacio político se cierre en verticalismos, autoritarismos, en principios de mando, en voluntades de sumisión, vengan de donde vengan. Eso es simplemente consistencia con una práctica democrática efectiva, pero no tiene rango de principio. Es consistente con la aprincipialidad ateleológica de la infrapolítica, ya que no propone más que un programa para ver si funciona. Y si no funciona, habría que arreglarlo. Y el programa es en ese sentido infinito, o potencialmente infinito. No puede haber una ética de la infrapolítica: la infrapolítica es una forma de moralismo salvaje. Pero dentro del suplemento democrático posthegemónico sí hay una ética. Es una ética en el sentido de que define modalidades de la práctica: por ejemplo, no se puede ser demócrata y tramar una política sobre el mando, la explotación o la dominación. Tratamos de mantener consistencia en el pensamiento sin imponer normatividades, porque no podríamos —no sabríamos— cómo hacerlo, o no nos interesaría aprenderlo.