Reforma Laboral y género: las trabajadoras pobres cada vez más invisibles
Los pactos de adaptabilidad son una creación de la cartera que lideraba la Ministra Javiera Blanco: se trata de acuerdos sobre condiciones especiales de trabajo sobre distribución de jornada y descansos, horas extraordinarias y jornada pasiva. Hoy han llegado a ser llamados “el tercer pilar de la reforma” y los defiende otra mujer, la Ministra Ximena Rincón.
Los senadores Letelier y Larraín, al respecto, comparten una idea: que negarse a los pactos de adaptabilidad es tener ideas del siglo XIX. Puede ser que esto sea así pero ellos tienen una que es anterior al surgimiento del Derecho del Trabajo: que los trabajadores sin una organización sindical fuerte y mayormente representativa que negocie por ellos, están en condiciones de pactar su jornada.
Hasta aquí, hablamos de trabajadores en abstracto, personas quienes sin haber mutado biológicamente todavía duermen de noche y su prole también, personas que con esta innovación legal podrán llegar a trabajar hasta 12 horas diarias de trabajo “efectivo”, como subraya la norma que está a punto de ser ley. Muy lejano -más culturalmente que en la línea del tiempo- se ve lo que era un proyecto político y social serio y meditado: la reivindicación del movimiento obrero en 1881, de sólo 8 horas de trabajo al día, para que los trabajadores llegaran a ser ciudadanos, al contar para sí para sí con 8 horas de descanso y 8 para el desarrollo intelectual, de relaciones sociales y actividad política. Hoy no hablamos de ampliar esos espacios de desarrollo personal: hablamos de alterarlos.
La senadora Goic hizo su aporte instalando la preocupación por aquellos trabajadores que tienen responsabilidades familiares, pero como acuerdos al respecto que “pueden” pactar sindicatos y empleadores. Cuando lo dice, probablemente la senadora tiene a una mujer que trabaja en mente. Y entonces aparece la figura de una mujer que trabaja y se hace necesario reflexionar que estos pactos de adaptabilidad de jornada sobre todo impactarán en sectores de trabajo feminizado como el retail y los servicios. Con ello, estas trabajadoras estarán cada vez más lejos de siquiera pensar en una vida política, pero tampoco en una vida privada satisfactoria –tras doce horas de trabajo quien está en condiciones no sólo para preocuparse por niños o enfermos, sino para la vida sexual, social, leer entendiendo lo que se lee o recrearse con algo que no sea una evasión rápida.
Esta no ciudadanía debiese preocupar el feminismo, ese grupo de mujeres pensantes y analíticas, que han demostrado en la historia una gran capacidad de lucha. La reforma se etiqueta de ser la primera que introduce una norma de género en el Derecho Sindical: la cuota de un tercio obligatorio de mujeres en las directivas sindicales. No hay nada criticable en ello, una norma de avanzada que enriquece las democracias internas sindicales. Pero por algo cuando esa propuesta de los diputados se le presentó al gobierno, este no lo rechazó como hizo con prácticamente todo lo demás: a estas alturas es una medida mínima a la que nadie puede oponerse sin caer en lo políticamente incorrecto (aunque la composición de la reciente comisión de observadores del proceso constituyente desmintió esta afirmación, o la evidente mayor resistencia que generó para ser incorporada a la ley de partidos políticos). Sobre la fluidez con que se aceptó la propuesta en materia laboral, es necesario observar que esta es una norma que lleva a la mujer a la cúspide del poder en un sindicato (y no de una empresa o de la administración del Estado), y entonces, más allá de lo simbólico, hay que reconocer que ningún problema de distribución de poder y riqueza estructural y relevante se tocará con ella, en la medida que ninguno de estos aspectos cambió en el sistema general de relaciones entre organizaciones sindicales y empresas. Estará al mando de una organización sin poder. Sobre esto último ya se ha escrito mucho.
El senador Larraín en su momento anunció la inconstitucionalidad de la norma que introducía los pactos por el hecho que sólo el sindicato pueda pactarlo y no cada trabajador, pero finalmente no fue tan lejos como lo sería exigir que la jornada la pacte cada trabajador con su empleador. Sin embargo, las feministas podrían reclamarlo por el atentado al principio constitucional protector del trabajo, en la convicción política que estas normas –y no sólo éstas, piénsese en la negociación colectiva sin fuero ni huelga de las temporeras- perjudican profundamente a las mujeres. Sería un aporte fundamental: la limitación de jornada es la primera conquista del movimiento de trabajadores y hoy la organización sindical no la logró defender.
De no entender que las reglas del trabajo son un problema de mujeres, lo que se hace es unirse a una falta de solidaridad histórica del feminismo sobre temas de trabajadoras pobres, el que Gabriela Mistral, una mujer sin duda inteligente, retrató en su tiempo. Lo hizo al explicar por qué nunca participó del feminismo burgués: para ella, el hecho de trabajar nunca fue concebido como un 'logro', sino la cosa más natural del mundo porque las mujeres de Chile siempre han trabajado, las lavanderas, las sirvientas, las campesinas, las costureras. Ellas no desembarcaron en un mundo nuevo promediando el siglo XIX sino que siempre han estado en el trabajo soportando su indiferencia a la hora de redefinir las reglas del trabajo, incluso en el nuevo milenio (Figueroa, Silva, Vargas, 2000).