Se termina la obra gruesa, pero no hay nueva política
El invierno de 2015 anunció el cierre del ciclo de reformas. “Realismo sin renuncia” fue el eufemismo que usó la presidenta para indicar que todo había concluido, o para ser más exactos, que a partir de allí solo se dedicaría a rematar lo pendiente.
Terminando marzo de este año, las campanas de las reformas tocaron a muerto. El país se enteró por la prensa, a los empresarios sin embargo se los fue a anunciar personalmente el titular de la Segpres, que con voz de ministro de Hacienda sentenció; “la obra gruesa del gobierno está terminada”. Consistente con ello, dijo, “ahora nos vamos a concentrar en consolidar, mejorar la gestión y redinamizar la economía, para lo cual la agenda de crecimiento, productividad y empleo estará en el centro de nuestras preocupaciones”.
La otra parte del frenazo reformista consistió en la revitalización de la agenda del control: cambios a ley antiterrorista, ley mordaza, control de identidad. Representada principalmente por el sector más conservador de la DC en el ejecutivo, reapareció la ancestral propensión al orden autoritario de la política oligárquica, con un mensaje crudo, factual, que provee tranquilidad a unas clases propietarias que han sabido siempre que sus rentas son la resultante de una ecuación que comienza en la represión y el sometimiento. Y dado que el impulso reformista de Bachelet tenía un lejano parecido de familia con el ánimo levantisco de la calle, correspondía clausurarlo y restaurar los cercos que de antiguo contienen la existencia y los sueños del populacho.
Se podrá replicar que las reformas no han concluido, que aún está en marcha la reforma educacional y que algo se puede hacer allí, que por otro lado recién comienza el proceso constituyente, etcétera. Y es cierto, como también es cierto que en los términos en que dicha reforma se ha diseñado, no hay nada relevante en términos de un proceso de verdadera densidad histórica.
La responsabilidad de cualquiera que tenga una efectiva vocación transformadora está en hacerlo ver, y orientar entonces la construcción de nuevas vitalidades políticas en pos de reinstalar la cuestión de las reformas con profundidad social real.
Es completamente ilusorio pretender imponer un curso más progresivo a la reforma educacional mientras esta siga enmarcada, como lo está, por mecanismos de financiamiento que reproducen el orden neoliberal. Aun cuando es evidente que en ejecutivo falta tanto voluntad como capacidad política, el problema no es ni una ni otra cosa. Los límites del proceso de reformas han estado ubicados en la relación de fuerzas políticas, en la estructura general del Estado, en la lógica general de la producción y la distribución de la riqueza que marca el orden neoliberal, todo lo cual sigue básicamente intacto. Ese es el verdadero tope del debate de derechos versus beneficios en el acceso a la educación superior, y no hay modo alguno en que ello pueda resolverse en los marcos de una parcialidad tan puntual y específica como la educación, si no se transforma el carácter general del Estado.
Se extiende así sobre todo el debate de la gratuidad la persistencia de un sentido común neoliberal que transforma toda la discusión de lo social en carne de economía monetaria, reduciendo la justicia a una cuestión de cifras. Si hay que discutir gratuidad (un asunto de dinero), adelante; si hay que discutir gradualidad en la gratuidad (un asunto de contabilidad), adelante; si hay que discutir el tecnicismo x o y (una cuestión de management), adelante. Serán discusiones necesarias, por cierto, en las que las fuerzas transformadoras deben tener un rol importante con capacidad política y solvencia técnica, pero no son las discusiones de las izquierdas. El asunto hay que buscarlo más bien en las circunstancias que hicieron nacer a las reformas de una manera tan limitada.
Si bien hoy hay miles de familias chilenas que pueden acceder a la educación superior sin pagar los excesivos costos que ello ha implicado hasta ahora, y eso es sin duda un avance en ningún caso despreciable; también es del todo real que un gobierno laxo y desprovisto de sentido histórico no puede alterar el diseño del Estado y por tanto no puede modificar la estructura de los derechos sociales. Es más, no ha podido ni siquiera fundar una tendencia general hacia el cuestionamiento de los procesos de acumulación originaria que permitieron la instalación del neoliberalismo y que constituyen hasta hoy el resguardo principal de las desigualdades (léase economía extractivista, léase sesgo rentista en la organización económica, léase expansión de lo privado, AFP, Isapres y un largo etcétera).
Como resultado, el sueño reformista, arrebatado a la calle hace más o menos dos años por el segmento menos experimentado de la política oficial, equívoco, mal orientado, a ratos pueril, da paso a la agenda empresarial, donde la casta, madura y experta, aprovechará la impericia de los reformistas para restituir la gravedad patriarcal de la dominación. Esa maciza burguesía de raíz oligárquica que habita en la permanencia de nuestra historia, se extirpa el apéndice pseudo burgués, pseudo reformista, pseudo socialdemócrata que le creció al costado: ponen a Peñailillo al cuidado del guatón Correa, despiden a Elizalde y hacen ver a Bachelet que en el futuro no debe intentar ni siquiera una candidatura de Junta de Vecinos; la variante Ominami-Enríquez-Ominami por su parte, se perdió en el laberinto de las malas prácticas, el ensimismamiento político y la levedad ideológica.
Pero falta un elemento en el diagnóstico. Si las reformas no logran enrumbarse en pos de destinos más justos, la razón de ello no está sino en la configuración de fuerzas políticas, específicamente en el hecho que la política no deja de ser cosa de reparto y prolongación de mañas viejas. El problema principal de las reformas (por nombrar el punto cardinal del ciclo político), no está en el interior mismo de las reformas, está en el mapa vectorial del poder. Si las nuevas fuerzas, que son en verdad quienes reúnen una voluntad más auténticamente transformadora, no logran superar sus mínimos niveles de constitución política y organizativa, no hay transformación posible. Si esas fuerzas no avanzan a la construcción de una agenda posneoliberal con vocación efectiva de transformación del carácter social del Estado, el problema de las reformas será una y otra vez una disputa entre facciones de la elite; si los nuevos no modifican el campo político y fundan una práctica política nueva, entonces la cuestión constitucional no pasará de ser el simulacro que ha comenzado siendo, y se perderá la posibilidad -que hay que tomar hoy sin dudas- de articular allí una agenda posneoliberal con participación democrática efectiva.