¿La ley de aborto no protege el derecho a la vida?
El debate sobre el aborto no solo despertó pasiones destempladas como las que vimos hace poco más de una semana en la cámara de diputados sino que también suscitó un intercambio importante de argumentos en pro y contra de la ley recientemente discutida en la cámara. Quienes defendieron la legislación sugirieron que los detractores tratan de imponer visiones valóricas sectarias (en especial de naturaleza religiosa) a costa de la razonabilidad pública. Carlos Peña, por ejemplo, acusó a la iglesia Católica de usar “triquiñuelas argumentativas” y tratar de confundir a la feligresía. Por otra parte, los detractores han acusado que los patrocinadores de la ley no son sinceros, pues no responden al corazón del problema que plantea el aborto, a saber, cómo la sociedad protege el derecho a la vida, que se vería seriamente lesionada con la aprobación de la ley.
Con la pausa que ya da el tiempo, en esta columna voy a defender por qué es valorable la idea de legislar sobre el aborto en sus tres causales que, técnicamente hablando, es una despenalización. Pero principalmente quiero hacerlo respondiendo porqué quienes estamos a favor de la idea de legislar sobre el aborto sí afirmamos el deber de proteger el derecho a la vida, a diferencia de lo que afirman muchos, quienes desplegando sus argumentos en distintos medios, lo han puesto en duda. Hay muchos valores sustantivos envueltos en la iniciativa que propone la Nueva Mayoría, y que ya atravesó la deliberación en la cámara de diputados. No obstante, aún necesita ser aprobada por el Senado y, eventualmente, sortear el Tribunal Constitucional. Quiero intentar, por ello mismo, persuadir con esta columna no solo a los lectores sino que también a quienes les toca legislar en el Senado. Para ello, me concentraré en la crítica que sostiene que los defensores del aborto, en su justificación, dejan sin atender un derecho fundamental: el derecho a la vida.
Esta crítica se puede describir del siguiente modo: Es cierto que la situación que describen las tres causales son circunstancias violentas y trágicas para las mujeres que las padecen. Ser violada, atravesar un embarazo inviable, o tener que decidir entre la propia vida y la del feto, son casos extremos a los que se les reconoce su gravedad. Sin embargo, sostiene esta crítica, atender a esta gravedad mediante la anulación del derecho a la vida de un inocente es moralmente injustificable y debe prohibirse. Quiero despejar de la descripción de esta crítica cualquier referencia religiosa y concentrarme en su aspecto moral, no porque el elemento religioso sea ilegitimo, sino que simplemente para abarcar a quienes abrazan esta crítica sin ser creyentes.
No voy avanzar mis argumentos considerando que lo que sostiene esta crítica es falso. La voy a entender como verdadero, y por ello voy a tratar de analizarlo en sus consecuencias prácticas. Es decir, la idea es tomarse en serio la afirmación según la cual “el embrión y el feto son vida humana que debe ser legalmente protegida”. Huelga decir, que afirmar que las obligaciones morales que le debemos a un embrión o un feto humano sean las mismas que le debemos a una vida humana es una afirmación controversial. Seamos honestos con esta controversia: no se trata de relativizar la vida en potencia que hay en un embrión o un feto, se trata simplemente de tener dudas razonables de que, así como una semilla de un roble no es un roble, los compromisos morales que tenemos con la existencia de un feto humano pueden no ser los mismos que tenemos con los de una persona después de las 12 semanas de gestación. Si se mira de cerca esta controversia se observará que es distinta a la discusión sobre las convicciones -científicas, religiosas, filosóficas- respecto a cuándo “comienza la vida”.
La primera consecuencia importante consiste en que la protección al derecho a la vida debe ser (legalmente) garantizada. Una ley del aborto, incluso una como la chilena con tres causales, fallaría –se nos dice- en abordar el deber de proteger el derecho a la vida. Una consecuencia indirecta de esta falencia es que -los detractores alegan- una ley del aborto no tendría respeto para con sus concepciones de vida dado que, al obligarlos a tener que convivir con la permisividad sistemática de la ley, se atentaría contra sus convicciones y sentido de vida más profundos. Se trataría de una situación similar a la que sufrían, por ejemplo, los primeros cristianos/as cuando era obligados/as a asistir al Coliseo romano.
Tal vez, la forma más sofisticada de contrarrestar esta crítica a la ley del aborto, esto es, el deber de proteger el derecho a la vida, ha sido insinuado en una columna de Carlos Peña, cuando trajo al debate el ejemplo del violinista de Judith Thomson (1971). Este experimento mental propone que consideremos la posibilidad que uno sea conectado, sin consentimiento, a un tercero, un violinista enfermo, por nueve meses y que uno considere si decide o no desconectarse, teniendo en cuenta que al hacerlo, el violinista se muere. Lo que se intenta mostrar con tal experimento es que no es lo mismo nuestro deber de proteger el derecho a la vida del violinista que tener que hacerlo a costa de nuestra propia vida (o bienestar personal). Es una situación extrema, pues se trata de un conflicto entre dos principios igualmente validos: el derecho a la vida de un tercero, y mi derecho a no ser obligado a sustentar esa vida.
Muchos prohibicionistas del aborto, como Daniel Mansuy (http://www.elmostrador.cl/noticias/pais/2016/03/24/el-aborto-como-problema-politico/), quién resuelve este conflicto como si meramente se tratara de refutar un supuesto individualismo teórico que fundamentaría tal conflicto, no reparan en lo importante, reduciéndose a condenar resignadamente a la izquierda por usar argumentos de derecha. Lo importante es cómo afrontar el dilema respecto de si tenemos el deber de proteger la vida en términos de un deber absoluto o es relativo a la contención de otros deberes morales. Evidentemente, conservadores como el propio Mansuy, así como casi toda la bancada de diputados de su sector, lo tienen claro: El deber a proteger el derecho a la vida nunca puede ser relativo a otros deberes. Más adelante voy a mostrar que este es el error central de los prohibicionistas: que afirmar de forma absoluta el deber a la protección del derecho a la vida, puede llevar, en la práctica, a negar precisamente lo que intenta afirmar: el derecho a la vida.
Pero antes revisemos qué supone el experimento mental de Thomson. Este experimento nos invita a revisar un caso -el del violinista- en el que nuestro deber hacia la protección del derecho a la vida es relativo a otro deber. Es necesario entonces revisar ese principio y luego ver si el aborto es un caso. El dilema que describe el experimento del violinista supone que las personas tienen un derecho inalienable respecto de la propiedad de sí mismos: de su cuerpo, de sus acciones, de su trabajo. Este principio moral -la persona es dueña de sí misma- lo voy a llamar principio libertario. Si aceptamos tal principio se puede ver porqué apelar a él es conveniente en casos como el del violinista. Pero no sólo eso. El principio libertario resulta atractivo porque ofrece buenas razones para analizar una amplia gama de dilemas morales: la esclavitud (consentida o no), la tortura (“¿es aceptable torturar al terrorista para que confiese dónde exactamente está la bomba que va a explotar en un jardín infantil?”), o los bienes producidos por el trabajo (“¿soy propietario de todos los bienes de mi trabajo en una sociedad desigual?”). Para nuestro caso, el aborto, parece también ser bastante conveniente apelar a él. Al menos, aplauden los prohibicionistas, este principio reconocería un aspecto que normalmente se omite: El deber de proteger el derecho a la vida.
En efecto, del principio libertario se puede seguir la conclusión de que un individuo no tiene ninguna obligación para sostener la vida de un tercero. Vamos, podría decidir hacerlo, pero no está moralmente obligado. El problema, no obstante, es que el principio libertario solo afirma que, primero, uno tiene un derecho de propiedad sobre su cuerpo, y segundo, que en consecuencia no recae sobre uno el deber de, a costa de la propia vida, sostener la vida de un tercero. Es decir, si bien el principio libertario afirma un deber moralmente relevante lo hace a costa de no decir nada sobre nuestro deber de proteger el derecho a la vida. Esto, que puede ser perfectamente tomado como una virtud del principio libertario, es sin embargo tomado como una debilidad por los prohibicionistas, pues si lo llevamos al dilema ético del aborto, tal principio, de acuerdo a los estándares que los prohibicionistas exigen, deja sin atender el derecho a la vida. Personalmente, considero que el principio libertario tiene más bien otros problemas serios, pero eso es materia para otra columna.
Ilustremos como opera el principio libertario con lo siguiente: Si tú no sabes nadar, y no auxilias a quien se está ahogando, parece claro que nadie te puede hacer un reproche moral si no te lanzas al agua. Para un caso así, el principio libertario parece sensato. En efecto, si alguien se está ahogando el derecho a vivir del que se ahoga no me obliga a poner en riesgo mi propia vida lanzándome en su auxilio. Dicho de otro modo, nadie puede razonablemente reprocharme una falta moral por no auxiliar al que se ahoga, porque en el fondo me estaría obligando a mi propia muerte. Con todo, si decidieras lanzarte al agua, además de un acto temerario, si salvas finalmente al desconocido de ahogarse, tu acto debiera ser considerado, ante todo, como un acto heroico. Los ejemplos como éste o el del violinista apelarían a este tipo de sacrificio heroico. El punto entonces es: el principio libertario es consistente para mostrar que no tenemos la obligación moral (y de aquí uno podría esperar que se siga la obligación legal) de tener que pagar con nuestra vida, la vida de un tercero.
No obstante, no debiéramos ir tan rápido: si es tu hija la que se está ahogando y es su madre, tu familia la que te reprochará moralmente si no te lanzas en su auxilio ya no parece tan claro que el principio libertario pueda cubrir las necesidades de ese tipo de casos, no porque sea necesariamente falso, sino porque es inocuo. Tiene, sin embargo, una consecuencia positiva: no penaliza con la coacción de la ley al padre que priorizó su propia vida por sobre la de su hija. Con el aborto, pasa algo similar. No parece del todo claro que el caso del violinista responda a la especificidad del aborto, a pesar de que captura lo que los demás argumentos a favor parecen omitir: el conflicto entre dos criterios válidos. Es cierto, el violinista pudo siempre haber sido hipotéticamente conectado a otra persona, incluso a una otra que lo hubiese consentido. No es el caso del feto, quien no tiene la opción, hasta donde la ciencia hoy lo permite, de poder elegir otro vientre. El principio libertario responde más bien a casos como el del violinista o el del ahogamiento. Pero antes de desechar estos ejemplos que no cubren la especificidad del aborto, mostremos algo importante: si pensáramos como lo hacen los conservadores y prohibicionistas, a saber, que el deber de proteger el derecho a la vida es absoluto, tendríamos que aceptar como justo que el padre que no sabe nadar, al abstenerse de prestar auxilio, sea legalmente sancionado (si sobrevive). Pero lo peor es que el Estado, a través de la coacción de la ley, promueve la muerte del padre. Por lo tanto, se da la innegable contradicción -e invito a los conservadores y prohibicionistas a solucionarla-, que tratando de afirmar el derecho a la vida de forma absoluta, se llega a negar en ciertos casos el derecho que se pretende defender.
Finalmente, ¿Es la mejor solución al dilema del aborto la que nos permite el principio libertario? Personalmente, no estoy seguro. Porque no estoy seguro que no sea un deber moral salvar la vida de otro a costa de la propia vida en ciertas circunstancias. Pero eso es una convicción que tengo sobre ciertos casos. Para otros, como el aborto, no tengo una respuesta ética definitiva sobre qué debiera hacerse en cada caso, lo que no implica, que llegado el caso, tengamos que abstenernos de tomar una posición. Sobre lo que sí se puede tener claridad entonces, es que no tenemos la obligación moral ni legal de obligar a otros a pagar con su propio bienestar vital la vida de un tercero. Y eso es distinto a guardar silencio sobre el deber a proteger el derecho a la vida. Lo justo en estos casos difíciles es que nuestros deberes con la sociedad se afirmen mediante la protección al deber de la autonomía personal. De esa forma, el Estado no renuncia a defender el derecho a la vida. Lo que el Estado hace es reconocer que la moralidad pública que la constituye descansa, allí donde no hay una respuesta razonable definitiva, en la autonomía personal. (Vease por Ejemplo, Alejandra Castillo http://www.eldesconcierto.cl/debates-y-combates/2016/03/08/mujeres-y-autonomia/)
*Agradezco a Renato Bartlet, Rodrigo Abarca, Pablo Aguayo, y Pedro Iaco Belli por ayudarme, con su discusión, a desarrollar los argumentos de esta columna. Las fallas de éstos, evidentemente, son mías.