Universidad e investigación: a propósito de la politización de la “ciencia”

Universidad e investigación: a propósito de la politización de la “ciencia”

Por: Raúl Rodríguez Freire | 28.03.2016
“¿Tienen los concursos de Fondecyt un trasfondo político?”. Con esta pregunta se publicó un polémico informe preparado por Alberto Mayol y Javiera Araya. En lo que sigue, me gustaría señalar algunas cosas al respecto, pero a partir de una pequeña variación a esta pregunta: ¿tiene Fondecyt un trasfondo político?, que es otra manera de preguntar si la ciencia y la investigación están atravesadas por formas de politización. El informe mencionado parte de un ingenuo supuesto: ciencia y política, esto es, ideología, no se corresponden, o no debieran corresponderse.

En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia Universal”: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer.

Friedrich Nietzsche.

“¿Tienen los concursos de Fondecyt un trasfondo político?”. Con esta pregunta se publicó en El mostrador un polémico informe preparado por Alberto Mayol y Javiera Araya. En lo que sigue, me gustaría señalar algunas cosas al respecto, pero a partir de una pequeña variación a esta pregunta: ¿tiene Fondecyt un trasfondo político?, que es otra manera de preguntar si la ciencia y la investigación están atravesadas por formas de politización. El informe mencionado parte de un ingenuo supuesto: ciencia y política, esto es, ideología, no se corresponden, o no debieran corresponderse. Si lo hacen, entonces hay que preguntarse por qué: “De haber politización de los resultados”, señalan los autores del informe, “las instituciones afines a las posturas educativas de derecha debieran mejorar sus rendimientos. Y eso es exactamente lo que acontece. Y de un modo notorio”. Las respuestas a Mayol y Araya no se hicieron esperar y las ha habido “científicas”, llamándoles la atención por su desorden metodológico, por sus gruesas hipótesis, por su falta de datos; y, en cuanto a Mayol, personales, puesto que el sociólogo no ha terminado el doctorado, escribe o publica ensayos (lo que, al parecer, delata su falta de rigor, su poca seriedad) en medios electrónicos y no en una revista científica evaluada por un comité de pares expertos. La (contra)respuesta de Mayol ha sido demostrarle a sus críticos “el fetichismo de la cobardía” con que asumen el mencionado informe. “Hay fetichismo”, dice, “porque se exige un despliegue de técnicas más espectacular”, y hay cobardía porque no se les apoya en “el hecho de haber dado el primer paso en verificar o falsar la hipótesis”. Si bien aquí se le está respondiendo a Antoine Maillet, quien primero cuestionara al estudio, no es difícil percibir que lo mismo podría señalar Mayol de sus posteriores enjuiciadores.

Lo que sorprende de esta trifulca es, primero, la soltura, pero también la fuerza con que el significante “ciencia” es aquí empleado, defendido, deseado, hasta el punto de apoderarse de la discusión, como si su defensa entrañara los valores de una mejor universidad, así como también una forma de realizar investigación que no estuviera contaminada por la sucia e inmunda política o los prejuicios del investigador (posibilidad, por cierto, que la física, la química, la biología y la cibernética –ciencias que prácticamente no se interesan por la palabra “ciencia”– desecharon hace más de cincuenta años). En fin, como si la neutralidad fuera un valor desprovisto de ideología y no un recurso de autoridad, de poder. Y para que no quede duda de la seriedad con que se la toma, para no dar la impresión de que se apela a un positivismo añejo a la hora de hablar de los datos (pues extrañamente pareciera que estos tienen voz propia), en su respuesta Mayol invoca la trinidad epistemológica que representan los nombres de Karl Popper, Thomas Kuhn e Imre Lakatos. Luego sorprende la frescura con que el llamado de atención se articula a partir (o en nombre) de significantes como “calidad”, “evaluación de desempeño”, “objetivos estratégicos”, “capital humano”, entre otros, significantes que también parecieran (supuestamente) guardar una neutralidad que contribuye a la necesaria despolitización de la verdadera ciencia. De manera que en conjunto, todos buscan o anhelan una ciencia que sin desviarse de su recto camino contribuya al desarrollo del país, porque lo que se le critica a Mayol es que no hace buena ciencia, mientras él insiste en lo contrario. Pero la idea de una neutralidad valorativa, y nociones como las de calidad o capital humano (entre muchas otras), se han introducido en el espacio del saber desde el mundo empresarial. De ello no hay duda. Es el sueño, por ejemplo, de la química farmacéutica, de la biogenética o de la mineralogía y los capitales que las secundan desde el exterior universitario, exterior que se ha dado en llamar “vinculación con el medio”, eufemismo empleado para darle un nombre menos capitalista y más “social” a la articulación con la empresa. Pero no es necesario que haya una empresa financiando nuestras investigaciones para reflexionar sobre el vínculo entre ciencia y capital o política. Vasta reparar en el modo en que hoy (no solo en Chile si no en todo el globo) se gestiona y se vende el saber transformado en información, y ello sin importar la disciplina.

En fin, creo que deberíamos reconocerle a Mayol el instalar en los medios un tema como la relación entre investigación y política, a pesar de sus yerros (los resultados del concurso de 2010 pertenecen a proyectos presentados y evaluados en 2009, por ejemplo). No podemos desconocer que los datos, según el estudio, “dicen” algo. Resta saber qué, pues la derechización de la investigación bajo determinadas circunstancias no es plausible de considerar sin tener en cuenta a la vez el modo en que hoy sobreviven las universidades públicas (y las del Cruch en general) y el modo en que se financian las privadas, pues TODAS operan bajo el mismo suelo (unas obligadas, otras por voluntad), independientemente del costo de los aranceles o el destino de estos, y TODAS se han transformado en fábricas del conocimiento, en empresas que ofrecen o venden servicios educativos. Todas operan bajo la lógica de la educación como un producto de consumo. Miren un paquete de jamón artesanal o salame Receta del abuelo (de PF). Verán que bajo el código de barras se haya una particular sigla: ISO. Ahora, para no nombrar a ninguna casa de estudios, vayan a google.cl y coloquen: universidad + ISO. Para quienes no lo sepan, ISO es un sistema de gestión de la calidad y de normalización de la producción de productos, bienes o servicios. Y es para que tal trabajo sea de excelencia que se lo articula a una batería conceptual usualmente empleada sin traducción, quizá como una forma de seducir el provincianismo local: benchmarking (evaluaciones comparativas o sistemas de referencia), outsourcing (e.i, subcontratación), downsizing (reorganización o reestructuración, i.e., reducción de personal), Reengineering (rediseño, para aumentar eficiencia y productividad), accountability (rendición de cuentas), etc. De estos dispositivos, el benchmarking es fundamental, pues inscribe la competición como modelo de relacionamiento y a la competencia misma en el fin de cualquier organización cuya meta es la calidad de su producto, y la universidad es genial para ello, lo mismo que CONICYT y FONDECYT, que nos hacen competir radicalmente para conseguir dinero de nuestras investigaciones y de paso aportar, tras conseguir puestos en esa competencia, al Aporte Fiscal Directo con que el estado entrega recursos a las universidades donde trabajamos, unos más precariamente que otros. Ello dado que parte de ese aporte se otorga, según leemos en la página de MECESUP (institución que concursa dineros provenientes del Banco Mundial), “de acuerdo con indicadores de desempeño anuales relacionados con la matrícula estudiantil, el número de académicos con postgrado y el número de proyectos y publicaciones de investigación de excelencia”. Esto, por supuesto, regulado por el DFL Nº4 de 1981, el Decreto Nº128 y sus correspondientes modificaciones (1991). Tal financiamiento explica la política de incentivos de gran parte de las universidades: mientras más se publica, más aumentan nuestros honorarios (según nuestra productividad). De manera que es una ley, proveniente de los años anteriores a la “democracia”, la que nos invita a publicar como locos en las revistas indexadas y comercializadas por empresas que se han estado haciendo millonarias con los resultados de proyectos financiados, si bien no exclusivamente, con fondos estatales (paradójico modo de aportar a la sociedad). No es ocioso recordar que este modo que tienen hoy de operar (de gestionarse) corporaciones como las universidades y las instituciones públicas que con ellas se relacionan proviene de un modelo de gestión cuyas bases son esa “ciencia” económica que conocemos como “neoliberalismo”, y su tendencia política en este país es de sobra conocida. De manera que cuando nos preguntamos si la investigación está atravesada por cuestiones políticas, la respuesta es sí.

Para eso no hay que cruzar datos, ni apelar al rigor científico, sino detenernos a pensar de dónde provienen prácticamente todos los criterios que hoy se emplean (que empleamos) para evaluar a y desde la universidad. Tampoco se trata, en consecuencia, solo de más o menos plata, aunque parece que recién ahora que muchos no ganaron Fondecyt (la competencia es cada vez más difícil) se está dispuesto a conversar sobre unos malestares y hay que aprovechar la coyuntura. Aprovechar, por ejemplo, de discutir el creciente ejército de doctores que, financiados por el estado, terminan trabajando en el sector privado, y por lo general precariamente, lo que obliga a aceptar pésimas condiciones laborales, complicándose, así, la tan manoseada excelencia.

Dicho esto, no pretendo afirmar, por supuesto, que todas las universidades sean lo mismo, pero sorprende que todas usen el mismo lenguaje sin ningún, pero ningún cuestionamiento (por lo menos no manifiesto públicamente), incluso por parte de aquellos que dicen criticar el sistema, exigiendo calidad como alternativa al lucro. Después de todo, el “mercado académico nacional” es uno y mientras no haya un financiamiento basal y se tenga que pelear por el que se reparte, así como por los potenciales clientes (gastándose sumas impresionantes en publicidad), seguiremos perpetuando un modelo universitario que no piensa en el futuro del país, sino en su presente sobrevivencia, en su actual rentabilidad. Tal como estamos, el saber es secundario frente a las competencias que requiere el mercado, pues la universidad ya no tiene como objetivo contribuir a la formación de ciudadanos, sino de sujetos reducidos a sus trabajos y el consumo. Informes como Guiar al mercado o Lo que el trabajo requiere de las escuelas ya son parte del ADN universitario, aunque no lo queramos.

Kant, nombrado en algunas de las críticas a Mayol, no defiende la ciencia per sé, sino solo aquella que se distancia de los discursos expertos (ubicados, en su topografía, a la derecha de la universidad) que intentan restar la potencia del pensamiento, esto es, de la crítica (localizada a la izquierda, según Kant), y así ha sido históricamente desde el inicio de la universidad, pues el debate es y siempre ha sido su motor, desde el mismísimo siglo XII. Intentemos que este no decaiga criticándonos de manera personal y despectiva, incluso diría que policial, pues, a pesar de nuestras intenciones, tal tipo de prácticas juega el juego del gobierno empresarial, por ejemplo, al exigirle a Mayol credenciales de excelencia (doctorado) e indexación. No se trata de dejar la crítica de lado, sino de reconducir su ejercicio hacia la emancipación de la universidad y de quienes la habitamos. Personalmente, no concuerdo con el trabajo de Mayol. El derrumbe del modelo por ejemplo, supone que, por criticar tal modelo, uno no está en su interior. Pero en verdad ese modelo nos constituye y el empleo de su jerga así nos lo indica. Ello, empero, no quita que lo lea críticamente, buscando puntos de convergencia. Necesitamos articularnos a partir de nuestros puntos en común, y esperamos que el actual presidente de CONICYT, Mario Hamuy Wackenhut, contribuya, junto a la comunidad intelectual y las universidades mismas, a que la generación de conocimiento favorezca efectivamente al desarrollo del país, un desarrollo que no debe restringirse a la ciencia ni a las necesidades empresariales, sino extenderse también y de manera fundamental a la cultura y sus particularidades, a sus propios modos de actuar y ello desde un Ministerio de Ciencia y Cultura. Hamuy sabe muy bien que no es la competencia, sino el trabajo colaborativo y público el que contribuye al conocimiento. Una de sus investigaciones, por ejemplo, fue central para que Saul Perlmutter, Brian Schmidt y Adam Riess ganaran en 2011 en Premio Nobel de Física. Schmidt lo agradeció enviando una placa que hoy se encuentra en una de las salas del Observatorio Astronómico Nacional y en ella leemos: “En un mundo perfecto, todos habríamos compartido el premio de manera igualitaria, pero en nuestro mundo imperfecto, haré todo lo que sea necesario para que durante los años venideros el mundo comprenda su contribución fundamental al descubrimiento de la aceleración de la expansión del universo”. Creo que no es difícil contribuir a un mundo perfecto si nos alejamos de nuestros egos y sus competencias para dar lugar al trabajo en común. En conjunto, podemos contribuir a que ese mundo igualitario no sea una ficción sino un hecho.