El Partido Comunista y las políticas de alianza con la centroizquierda en tiempos de realineamiento del sistema político (Parte II)

El Partido Comunista y las políticas de alianza con la centroizquierda en tiempos de realineamiento del sistema político (Parte II)

Por: Cesar Guzman-Concha | 14.03.2016
La caída de Bachelet como fuente de legitimidad y garantía del curso reformista, pone en el centro el problema de dónde se encuentra esa mayoría social que ha respaldado las demandas estudiantiles durante el ciclo 2006-2011. ¿Hasta qué punto dicha mayoría social confía en los viejos líderes y partidos de la concertación para realizar sus demandas? ¿Hasta qué punto la primera es leal a los segundos? ¿Es posible que fuerzas nuevas, con nuevos liderazgos, puedan ofrecerse exitosamente como referencia para dichos grupos y aspiraciones?

Partidos, clases y recursos de poder

Los partidos tienen el imperativo de responder a la pregunta de cuáles son sus fuentes de poder político. El poder electoral, la capacidad de seducir votantes, representa sólo una fracción del poder político. ¿Qué suministra poder a los partidos? ¿en qué basan su influencia en el mediano y largo plazo? ¿cómo inciden en la vida social de un país? Piénsese en la derecha. Desde la transición, los partidos de derecha basan típicamente su poder en sus relaciones con los gremios empresariales, la alta jerarquía de la Iglesia católica y la familia militar, el control de medios de comunicación, y su activa participación en instituciones educativas (no sólo universitarias). El voto popular no es su principal mecanismo de incidencia, aunque sí es valorado por su capacidad de proveer legitimación. Por eso han volcado ingentes recursos en la colonización electoral de los sectores populares y, a la larga, en ganar elecciones. Los escándalos de financiación electoral ilegal (Penta, SQM, Ripley, grupo Luskic, etc.) reflejan muy claramente la dependencia e intimidad entre  la derecha política y el capital. Y por si esto no bastara, aún en minoría parlamentaria la derecha puede vetar iniciativas que juzga inoportunas, a través de los cuorums calificados y del tribunal constitucional. Es un hecho que las instituciones fundamentales , partiendo por la constitución, han sido diseñadas para actuar como contrapesos en defensa de sus intereses.

El PC, durante casi todo el siglo XX, basó su capacidad de incidir en una fuerte referencia en las organizaciones de trabajadores, y en una parte de la clase media intelectual urbana. Estos recursos le permitían contar con el respaldo electoral de la clase trabajadora de las grandes ciudades, especialmente de los principales centros de la industria. Asímismo, esto explicaba su activa presencia en las federaciones estudiantiles y la relevancia de los comunistas en el mundo cultural e intelectual del país. Pero la contra-revolución neoliberal en los 1970s y 1980s acabó con el modelo de desarrollo sustitutivo de importaciones, llevándose por delante esa clase obrera; y la dictadura hizo todo lo posible para reducir el movimiento de trabajadores a su mínima expresión. Cabe reconocer que el pinochetismo realizó esa tarea con éxito. El sindicalismo dejó la dictadura sin capacidad efectiva de condicionar a sus partidos tradicionalmente aliados (por lo demás, los partidos van dejando de ser partidos de militantes y activistas para transformarse en la actualidad en cotos particulares de camarillas y redes cada vez menos ligadas a ideologías políticas fuertes), ni de afectar las decisiones empresariales en los centros de trabajo (la negociación colectiva ha retrocedido fuertemente y la huelga está llena de trabas). La extrema debilidad del sindicalismo, por tanto, se verifica en una severa pérdida de poder en las esferas de la economía y la política. En los 1990s, el PC resistió dentro del sindicalismo realmente existente, la CUT. Pero lo hizo a costa de someterse a una burocracia de componendas que perjudicó seriamente la credibilidad que le quedaba a la central unitaria. Aunque el partido todavía consigue sus mejores resultados electorales en comunas populares con historial de luchas obreras y urbanas, y que ha contribuido a dinamizar luchas obreras en sectores como el del subcontrato del cobre, el cambio en la estructura de clases sociales de las últimos 4 décadas parece haber dañado seriamente los anclajes sociales tradicionales del PC. Los nuevos grupos que surgieron con la transformación productiva han desarrollado una cultura que los predispone hacia las ofertas de otros partidos, o –en una versión más optimista del mismo argumento– todavía no fijan sus preferencias en cuanto grupo social, del modo en que las viejas clases medias lo hicieron con los radicales o el PDC, o en que los trabajadores urbanos y rurales lo hicieron con el PC y los socialistas en el siglo pasado.

Pero la existencia de un amplio espacio de convergencia de propósitos entre la derecha económica y la concertación era comprobable en el pasado. Por ejemplo, políticas públicas de alta relevancia tales como la segunda ola de privatizaciones de los 1990s, la agenda pro crecimiento durante el gobierno de Lagos, la promulgación de la LOCE en 2007 (retratada en la famosa foto de políticos de diversa filiación con la manos tomadas en la Moneda), o la ausencia de un política industrial, todas ellas han sido funcionales a los principales grupos económicos y sus intereses. En el pasado, la concertación justificó dichos resultados en la falta de mayorías para emprender reformas más ambiciosas, en la necesidad de pactar para consolidar la democracia, en fin, en un tacticismo forzado por las circunstancias y aceptado a regañadientes. Pero las políticas públicas de la concertación retratan no sólo la capacidad de veto de diversos grupos de interés. Los escándalos de financiación ilegal de los partidos han revelado que el poder económico estableció relaciones de subordinación con los partidos de la centroizquierda, colonizando en modo transversal a sus antiguos adversarios. La propia plataforma de la candidata Bachelet fue generosamente financiada por intereses privados, y no precisamente por altruismo. Los numerosos funcionarios públicos que, al dejar su cargo, pasan a ocupar puestos como directores de empresas reguladas por el Estado (la puerta giratoria público-privada), muestran el entramado de intereses comunes entre gran empresariado y partidos de la NM. Lo que esto ha implicado para la centroizquierda es un progresivo vaciamiento de proyecto alternativo al neoliberalismo, con la agenda socialdemócrata subsistiendo como un remanente de la primera concertación, esa del programa abandonado, alojada en algunos centros de estudio desplazados del centro de la escena (si es que alguna vez estuvieron en el centro) por Expansiva, Imaginaccion, y Tironi y Asociados.

El PC actual parece carecer de una comprensión acabada de este fenómeno,  a saber, la colonización ideológica y social de las dirigencias de los partidos de la concertación, la captura de los aparatos partidarios por grupos con lazos orgánicos con el gran capital. El problema de viabilizar un ‘gobierno del cambio’ no consistía sólo en insuflar nociones socialdemócratas dentro de una coalición que las estaba olvidando, sino en cómo transitar desde la dogmática versión del neoliberalismo criollo hacia un escenario de retirada progresiva del mercado de la vida social, compartiendo gobierno con fuerzas que responden a esos intereses. Tampoco consistía únicamente en sumar porcentajes electorales hasta sumar 50+1, aún siendo éste un problema muy importante. La sumatoria final es espúrea si no se atiende seriamente a la naturaleza de las fuerzas políticas que contribuyen al total.

Desconsolidación y realineamiento del sistema político

El ciclo de movilizaciones estudiantiles de 2006-2011 anuncia un nuevo escenario sociopolitico en el país. Los estudiantes fueron capaces de mostrar con nitidez que la vieja promesa de la centroizquierda, vale decir, satisfacción de las demandas populares por la vía de buscar una solución que no dañase los intereses del mercado ni modificase la distribución del poder, era cada vez menos viable. El CAE en 2005 y la LCE en 2007 demuestran que reformas demandadas por movimientos de base e inspiradas en marcos igualitarios, pueden perfectamente terminar favoreciendo todavía más los intereses de grupos interesados en profundizar los dominios del mercado. Los estudiantes cuestionaron también un modo de gestionar los problemas públicos. Esas largas comisiones de consulta, con miembros de todas las sensibilidades pero donde abundaban los representantes de los grupos de interés, los que exhibían sin pudor su poder de veto. Estas comisiones, además, hacían patente la inutilidad del parlamento como lugar de deliberación democrática. El poder residía en otra parte. Por entonces aún no sabíamos muy bien dónde.

Por otro lado, la caída de Bachelet como fuente de legitimidad y garantía del curso reformista, pone en el centro el problema de dónde se encuentra esa mayoría social que ha respaldado las demandas estudiantiles durante el ciclo 2006-2011. ¿Hasta qué punto dicha mayoría social confía en los viejos líderes y partidos de la concertación para realizar sus demandas? ¿Hasta qué punto la primera es leal a los segundos? ¿Es posible que fuerzas nuevas, con nuevos liderazgos, puedan ofrecerse exitosamente como referencia para dichos grupos y aspiraciones? Hay antecedentes para pensar que, a diferencia de los intentos del pasado, una operación de este tipo cuenta con un contexto más favorable. Hoy, nuevos partidos se anuncian ante la opinión pública, en lo que representa una consecuencia directa de un proceso de politización que se aceleró en 2011. El campo de la izquierda se renueva con la aparición de grupos con líderes atractivos y vocación de poder. Algunos de ellos ya compiten con relativo éxito electoral, rompiendo el binominal en algunos territorios. Hay tendencias visibles de desconsolidación, o de agotamiento de los arreglos institucionales de la transición, las que empezaron antes de la gran rebelión estudiantil de 2011. El parlamento actual es el que tiene mayor número de partidos representados desde 1990. A nivel de opinión pública (y probablemente reflejando un cambio más profundo), hay que destacar el aumento sostenido de la desconfianza hacia partidos e instituciones. La politización en torno a asuntos vetados durante la transición, empezando por la cuestión constitucional, los derechos sociales, el rol del estado, lo que cuenta con respaldo social creciente a juzgar por encuestas serias (por ejemplo la de la UDP). Y el severo angostamiento de las bases de apoyo electoral y social de los partidos que han sostenido el orden post-dictatorial. A todo ello se agrega la crisis transversal que afecta a los partidos al revelarse sus vínculos íntimos de connivencia con el poder económico.

Además, la reforma electoral introduce amplios grados de representatividad, lo que debiese favorecer a los partidos penalizados por el binominal, y a todo tipo de nuevos partidos, especialmente si éstos compiten en distritos muy poblados. Esto constituye un fuerte desincentivo para entrar en lógicas bi-coalicionales, y ofrece posibilidades de aumentar la representación de la izquierda en parlamento si es que éstas se allanan a cooperar en modos que no necesariamente pasan por una alianza politica (al menos, omisiones en distritos claves que impidan una dispersión innecesaria de la votación). Las nuevas condiciones para la creación de partidos políticos, y el reforzamiento de su financiamiento público, son medidas que debiesen ayudar a consolidar la tendencia descrita.

A decir verdad, la mesa está servida para que emerjan líderes populistas. A pesar de que Chile se cuenta a sí mismo una historia de instituciones y partidos fuertes, el hecho es que los hemos tenido en el pasado (Alessandri en los 1920s; Ibañez en los 1950s). Más recientemente, Pinochet fue un caudillo populista (“esos señores políticos”), y el ascenso popular de la Bachelet tiene componentes del ethos populista, especialmente en su versión supra-partidaria y del gobierno ciudadano. La primera campaña de Marco Enríquez-Ominami también los tuvo. Hay buenas razones para prever que, dada la actual crisis de los partidos y su baja credibilidad, cualquier líder que quiera disputar la presidencia debiese asumir, al menos parcialmente, algunos componentes de esa identidad. Estas tendencias tampoco son extrañas a otros sistemas políticos: la ola de gobiernos progresistas en Latinoamérica en la década pasada fue la consecuencia de sistemas  de representación de intereses que perdieron toda vigencia, y de la emergencia de nuevos actores políticos surgidos de olas de movilización social. Procesos más o menos similares se observan en el sur de Europa. La pregunta a futuro es, más bien, cuánto seguirán avanzando las tendencias de des-consolidación (no parece probable que se detengan en el corto plazo, ni que lo hagan sin generar roces significativos), sin que surjan grupos o líderes con capacidad de realinear las adscripciones y preferencias políticas que han dominado la política chilena desde el fin de la dictadura. En suma, a partir de 2011 el sistema político chileno entró en un claro proceso de realineamiento, que puede prolongarse en el tiempo hasta encontrar una nueva estabilidad. El proceso puede tomar diversas velocidades (abrupta, lenta) y modos (disruptivos, consensuales). La cuestión, por tanto, consiste en si la izquierda ayudará a la regeneración de los partidos del pacto precedente herido o si, en cambio, buscará acelerar el deceso de tal pacto, buscando un nuevo arreglo que refuerce las clases y grupos perjudicados durante las cuatro décadas de imperio neoliberal.