El Partido Comunista y las políticas de alianza con la centroizquierda en tiempos de realineamiento del sistema político (I)
Se discute a través de columnas de opinión en la prensa, sobre las implicaciones de la alianza del Partido Comunista (PC) con los partidos de la ex-concertación (la Nueva Mayoría) y su participación en el gobierno de Michelle Bachelet, y sobre cuál es el curso que debería seguir el PC en el futuro cercano.
En esta columna me propongo valorar críticamente la política del PC de los últimos años. Intentaré alejarme del juicio moral o la condena apriorística (común a ciertas tradiciones de la izquierda), como del lenguaje oscuro y el (ab)uso de la metáfora y las figuras retóricas. El propósito es el de confrontar el rendimiento efectivo de la política de pactos del PC con la centroizquierda, y señalar algunas consecuencias que se derivan de ella, usando un lenguaje llano y evidencia disponible a la vista de cualquier lector. Mi argumento principal es que el PC sobreestimó la capacidad de la presidenta Bachelet de dirigir un proceso de cambios, infravaloró la medida en la que los partidos de la ex-concertación han sido colonizados por las oligarquías nacionales, y subestimó –o no comprendió– los cambios sociopolíticos abiertos por el ciclo de movilizaciones estudiantiles de 2006-2011, particularmente el proceso en curso de realineamiento del sistema político, y las potencialidades contenidas en éste. Para llegar a esta conclusión, es necesario repasar brevemente la historia reciente de la política de este partido.
En primer término, cabe recordar que los partidos políticos articulan sus estrategias sobre la base de tres objetivos que no necesariamente son coherentes entre sí. Estos son ganar elecciones, influir en la agenda y acceder al gobierno. Votos, influencia, gobierno. No es obvio que siempre sacar más votos será el objetivo principal, especialmente si éste se plantea como disyuntiva a entrar en el gobierno. Es comprensible que, cuando son fuerzas menores o emergentes, los partidos de izquierda radical busquen condicionar a la centro izquierda o a los partidos gobernantes. Ante la imposibilidad de imponer una agenda máxima debido a aritméticas electorales adversas, la izquierda da prioridad a algunos elementos , renunciando a otros y muy probablemente postergando sus objetivos principales. Este es el caso de la reciente alianza de izquierda en Portugal, donde los comunistas portugueses y el bloque de izquierda votaron a favor de un gobierno de los socialistas a cambio de una serie de medidas anti-austeridad. Es lo que actualmente pretende hacer Podemos e Izquierda Unida en España, negociando con el PSOE un gobierno de coalición. Es también lo que la CUP ha hecho en Cataluña con los nacionalistas de centro derecha, y lo que Die Linke en Alemania ha buscado desde su fundación, infructuosamente a nivel nacional (aunque en ciertos Ländern ha conformado coaliciones con los Verdes y el SPD). Políticas sociales, redistributivas, pro sindicales, referéndum, reformas políticas, a cambio de apoyo parlamentario o de gobiernos de coalición. Este es, en efecto, el plan del PC en Chile.
Desde principios de la década 2000, el PC se muestra decidido a sacar el máximo partido de sus votos (entre un 5% y un 10% del electorado, considerando la votación de las plataformas donde el PC ha participado en los últimos 15 años). Esto, en un contexto en el que el sistema electoral penaliza a las fuerzas que compiten fuera de los grandes pactos, y que las segundas vueltas presidenciales se tornan decisivas y se rutinizan. Los ballotages presidenciales se hacen cada vez más comunes en la medida que las distancias entre los dos bloques principales se acortan, que dichos bloques se agotan como fuente de respaldos populares masivos, y que partidos ‘chicos’ o bolsas de electores relativamente consolidadas administradas por líderes de base local (dentro o fuera de los partidos principales) se hacen cruciales para sacar ventaja en distritos y circunscripciones (piénsese en fenómenos como el de Ossandón en RN, el senador Navarro, o el PRI, y en general el poder de muchos diputados y senadores en regiones). Estas tendencias, que bien pueden ser consideradas de desestabilización del arreglo transicional, comienzan a inicios del siglo XXI, y hoy se encuentran en pleno apogeo.
Desde las elecciones de 1999 (con un Lavín que casi empató con Lagos en primera vuelta) que la Concertación comenzó a tener fuertes incentivos para acercarse al PC, pues le necesitaba para desempatar. En la década 2000, el PC osciló entre los acercamientos con la centro izquierda y los proyectos de alianza con la izquierda extraparlamentaria. El Juntos Podemos Más fracasó debido a sus modestos resultados presidenciales y a su incapacidad para doblegar el sistema binominal. No consiguen elegir un solo parlamentario. Esto revelaba una incapacidad más general de romper con el esquema de clivajes surgido del plebiscito de 1988 y reforzado por el sistema electoral binominal. La lección que saca el PC de esa experiencia es que el campo de la izquierda extraparlamentaria es muy débil, y que para obtener reformas que destraben el bloqueo (la “revolución democrática”) más valía persuadir/presionar a la concertación. Más adelante, el PC vió en el liderazgo de Michelle Bachelet una oportunidad. Para el PC, Bachelet es una mujer de izquierda. El exilio en la RDA, su trabajo en ONGs de derechos humanos en dictadura, y su círculo de amistades y lealtades, la mostraban como una candidata que era expresión de las sensibilidades más izquierdistas de la concertación. Tanto su biografía política como su ascenso durante la precampaña del 2006, imponiéndose a las maquinarias partidarias y las viejas elites, fueron antecedentes decisivos. Además, Bachelet siempre tuvo una actitud amistosa con el partido. Su incombustible popularidad resistía el desastre del terremoto y maremoto del 27F y los intentos de la derecha de endosarle la responsabilidad por el mal manejo del gobierno de la tragedia. Al PC no pareció importarle demasiado que el intento de su primer gobierno por construir poder propio al margen de las maquinarias partidarias fracasara estrepitosamente. Las grandes protestas de los secundarios en 2006 forzaron a su primer gobierno a revisar la última ley de amarre de la dictadura (la LOCE), pero este esfuerzo terminó igual que el proyecto de “gobierno ciudadano”, es decir, capturado por las elites fácticas que defendían un rol subsidiario para el estado en la educación, sin modificar el rol del sector privado, incluso expandiéndolo con la creación del CAE.
Durante dos décadas el PC hizo oposición activa a las políticas neoliberales de la concertación en casi todos los frentes y denunció el acomodamiento de sus elites. Este argumento fue impecablemente expuesto por Tomás Moulian a fines de los 1990s en su famoso libro Chile Actual – Anatomía de un Mito, el que fue suscrito por el PC (incluso le valió ser propuesto como precandidato presidencial del partido en 2004). Por eso, convertirse en socio minoritario de una coalición dominada por las mismas fuerzas a las que tanto se criticó previamente, era una apuesta llena de riesgos y que requería de una compleja operación intelectual para ser comprendida. Es un hecho que las posibilidades de que un socio menor condicione la agenda de toda una coalición son muy limitadas, y dependen de una serie de circunstancias no manejables a voluntad. ¿Qué podía llevar a pensar que la concertación, esta vez sí, desplegaría una agenda socialdemócrata sin ambages, y retomaría el programa abandonado en los tempranos años 1990?
Uno de los efectos (indirectos) de la rebelión estudiantil de 2011 es que, al interior de la concertación, impulsó la tendencia que buscaba ajustar cuentas con su propia gestión gubernamental pasada. Pero así como el movimiento forzó la conversión en ciertos sectores, también hubo mucho de sentido de oportunidad. En efecto, los partidos de la centroizquierda arriesgaban un suicidio político si no abrazaban las demandas de los estudiantes. A su vez, éstos no buscaban necesariamente aliados dentro del sistema político, como lo demostraban los mensajes contra los representantes del denostado duopolio en las manifestaciones. Pero los partidos de la entonces oposición a Piñera necesitaban alinearse con una opinión pública que se expresaba muy nítidamente a favor del movimiento estudiantil. La cuestión no era tanto satisfacer a los estudiantes –los técnicos electorales saben que los jóvenes votan muy poco, y que las principales clientelas de la centroizquierda se encuentran en los adultos (mayores especialmente), las mujeres de los sectores populares, los empleados públicos –. Más bien, se trataba de alinearse con las aspiraciones de una opinión pública que, con su respaldo al movimiento estudiantil reforzaba una tendencia anterior a 2011, registrada en estudios de opinión pública, en la línea de reclamar un estado más activo y protector. Sin dudas, Bachelet fue la candidata que mejor sintonizaba con esas aspiraciones y deseos. Por lo demás, entre 2011 y 2013 ningún líder político podía disputarle su lugar en la pole position con propiedad y opciones reales de ganar unas elecciones. Por eso el PC no levanta un candidato propio en las primarias de la NM. Al transformarse en uno de los apoyos más leales a la candidata, el partido intenta cobrar caro por sus votos. Es el modo para reforzar su propio papel, para maximizar su contribución electoral a un eventual triunfo de la NM en 2013, y así incidir en el programa de gobierno.
En un sistema presidencialista como el chileno, el presidente es el centro de la acción gubernamental. Por razones que son difíciles de comprender sin introducir el factor “acto de fé”, el PC confió que Bachelet utilizaría el poder presidencial para arbitrar a su favor en el contencioso con los sectores más conservadores en la coalición. Esto suponía que la presidenta utilizaría su capital político, su legitimidad y apoyo popular, para indicar el camino de las reformas y vencer las resistencias enquistadas en la propia concertación. Los componentes de la ecuación virtuosa, entonces, eran los siguientes: un liderazgo presidencial progresista y relativamente autónomo de las redes de poder de la vieja concertación, sumado a un polo izquierdo reforzado dentro de la NM, con una opinión pública que respaldaba, tal vez no el detalle, pero sí al menos el sentido de las reformas.
El ‘caso caval’ fue una verdadero misil en la propia línea de flotación de ese diseño. Bachelet dilapidó casi todo su capital político en el curso de pocas semanas, y terminó transformada en una política como el resto. El aurea que la protegió de todos los incidentes previos desapareció. Y con ello se desvaneció el impulso que más o menos dominó el primer año del gobierno. La caída de Peñailillo y el petit comité que, vía financiación ilegal, apoyó política y logísticamente la operación retorno y la campaña presidencial, puso una lápida al diseño reformista. Los casos de financiación ilegal de campañas políticas durante 2015 abrieron camino a la restauración conservadora, cerrándose en la práctica el contencioso interno entre facciones pro y contra reformas. Ejemplos a este respecto hay varios, como la propuesta de reforma laboral del gobierno, el proyecto de control de identidad preventivo, el regreso de un enfoque de ley y orden para el conflicto en la Araucanía (y la derrota del enfoque de Huenchumilla), o las defensas corporativas transversales a los políticos implicados en casos de financiación ilegal. A partir de ahora, se trata de llegar a la orilla, de minimizar los costos, de proteger o intentar salvar (lo que queda de) la imagen de la presidenta para la posteridad. Es lo que algunos comentaristas definen como síndrome de pato cojo, pero recargado.