Ciencia y feminismo: cerebros brillantes, lenguajes opacos
Siempre se dice que el lenguaje de la ciencia es complejo y que, por esta misma razón, es tan difícil difundir los conocimientos y avances en bio-medicina, genética molecular, farmacología aplicada o nanotecnología por poner solo algunos ejemplos. Pensar esto es un gran error. Creo que el lenguaje de algunas prácticas artísticas, de la performance, de la literatura, del teatro o de las artes visuales ha llegado a un nivel de complejidad mucho más intenso y rico que el de la ciencia. El lenguaje de la ciencia es simple y directo, tan simple y tan directo que pierde sabor, localidad, textura, pliegue y pertenencia. Tan simple y directo que se vuelve insípido, opaco.
Lo que sí sabe la ciencia es de dar especificidad en el lenguaje, en la incorporación de categorías disciplinarias —siempre en inglés— que nos permiten establecer ese añorado vocabulario internacionalista, una escritura soberbia y engañosamente libre de metáforas (de ciertas metáforas), higienizada o inmunizada de su contexto. Como si el que escribiera detrás de esa pantalla en un laboratorio de investigación no tuviera sexo, raza, nacionalidad, idioma o una clase social determinada. Como si quienes estamos trabajando en las ciencias no pudiéramos exhibir obsesiones, pasiones o deseos. Como si no fuéramos, como todo el mundo, sujetos llenos de opacidades.
Aun así, siempre me ha interesado la ciencia por esa producción de categorías o parámetros para describir procesos, armar esquemas, buscar patrones o construir puzzles moleculares. Esto último me fascina. He vivido gran parte de mi juventud construyendo puzzles moleculares: sobre-expresando, inhibiendo, seleccionando, reduciendo, amplificando, evaluando rutas moleculares que explican procesos tan complejos como la migración o la activación de receptores de la superficie celular. Así entiendo yo la transducción de señales entre células: como un complejo puzzle que requiere de mucho compromiso y dedicación, colectividad, ayuda mutua y una sorprendente capacidad para soportar el menoscabo reinante en el ambiente científico. Y a pesar de eso, llevo 8 años de mi vida estudiando los mecanismos celulares y moleculares por los cuales las células cancerosas emigran de su nicho primario, diseminándome en un fino proceso hacia otros espacios donde proliferan y promueven el crecimiento. Estudiando paso a paso qué es lo que te puede matar en un mes o en diez años,qué situaciones se alteran o cuáles mecanismos se descontrolan.
La práctica científica me seduce como desafío, sin embargo mi mayor problema sigue siendo con el lenguaje. Escribo por una absoluta decepción de la manera como se permite escribir en ciencia. Recuerdo que una vez me dijeron que tenía que decidirme: o escribía poesía o escribía ciencia, que ambas cosas no se pueden hacer, que no hay poesía en la ciencia, o al menos no en su lenguaje, no en cómo se escribe. No en la ciencia del siglo XXI. Y me lo dijo un señor con bastante poder académico, tanto como para frenar mi carrera de científico.
Pienso cuánto hemos perdido por utilizar el lenguaje sólo como un "medio para" y no como un sustrato de producción de conocimiento. Porque escribir de otra manera te permite a su vez pensar de otra manera, leer de otra manera, mirar de otra manera, "thinking otherwise" dicen las feministas postcoloniales. Mi conflicto sigue siendo con el lenguaje, porque no hay que ser ingenuos: la manera en que actualmente leemos y escribimos está íntimamente implicada con un sistema patriarcal que describe el mundo bajo ciertas retóricas, sino machistas siempre conservadoras y jerárquicas. Tenemos un mundo que describir que está embebido de las metáforas que marcaron nuestros últimos siglos sobre la tierra: la inmunología bajo los signos de la guerra, la endocrinología y el mundo de las hormonas bajo las narrativas de la diferencia de sexo, el sexismo y el control de la natalidad, la genética como un discurso que muchas veces legitima el racismo, la ecología bajo los presupuestos antropocéntricos y androcéntricos de la competencia y la evolución humana.
Desde una perspectiva feminista de la ciencia, basta con leer la última y reciente investigación de la bióloga israelí Daphna Joel que demostró que no existe el “cerebro masculino” ni el “cerebro femenino” sino que una especie de mosaico fluido activándose en cada cuerpo de manera diferente. ¿Quién nos dijo o quién demostró que los cerebros del hombre y la mujer son diferentes? Nunca se nos dijo, pero los supuestos científicos lo hicieron real. Tampoco se demostró esta diferencia sexual de los cerebros porque eso está tan imbricando en nuestra cultura que se da por dado. La hipótesis básica del conocimiento occidental es que hay sólo dos sexos. Y nos siguen diciendo que la ciencia es objetiva.
Con todo esto quisiera afirmar que antes que todo, la ciencia es una práctica política y social.
Yo trabajo por una ciencia parcial que no tema en incorporar los recursos del lenguaje y de la cultura cotidiana en su manera de ver el mundo. Una ciencia feminista sería es una que se atreva a desmantelar las divisiones binarias y las construcciones culturales que jamás se han puesto entredicho como por ejemplo el binomio hombre/mujer. Para esto un lenguaje semiótico-material que no tema a la experimentación de la escritura ni a la formulación de espacios alternativos de difusión de sus resultados y discusiones es fundamental.
Existe un muy interesante grupo de feministas científicas que están insistentemente interrogando los postulados contemporáneos de la ciencia en relación particular con la idea de diferencia sexual y su relato de lo endocrinológico o lo neuronal. Nombres como Anne Fausto Sterling, Donna Haraway y Catherine Malabou completan sus investigaciones agudizando el nexo entre lo científico, lo social y lo político.
Mientras ensayo con mis retóricas retorcidas trato de avanzar o retroceder en una especie de conjuro semántico, esperando que alguna vez el paper decline su supremacía y los puzzles moleculares feministas tengan la misma posibilidad de difusión y discusión que los otros, que "los conservadores" aún tienen. Mientras ensayo estas retóricas retorcidas zigzagueo entre las estructuras heterosexuales de la ciencia y el mundo del activismo artístico de la disidencia sexual tratando de correr los marcos de lecturas con teorías subalternas y feministas conjurando un ojo desviado o desviante.
Quisiera pensar que esta columna es parte de ese conjuro, tal vez parte de un ruido dentro de las señales biológicas que buscamos, esas señales que todos los días tratamos de descifrar quienes apostamos unas vidas, nuestras vidas y nuestros tiempos a la investigación en las ciencias biológicas.
(La imagen es parte de la serie “orgullo y prejuicio” del artista Chileno Sebastián Calfuqueo)