COP 21: ¿Éxito histórico o fracaso planetario?

COP 21: ¿Éxito histórico o fracaso planetario?

Por: Prof. Dra. Anahí Urquiza | 23.12.2015
Se hablará sin lugar a dudas por mucho tiempo sobre este hito, y se hará necesario analizar en detalle lo logrado y también las acciones que se lleven a cabo a partir de ahora, para entender el alcance y las limitaciones de este histórico acontecimiento.

Por estos días presenciamos múltiples posiciones frente al resultado de la COP de París y el acuerdo alcanzado el día 12 de diciembre pasado, donde 195 países lograron un pacto global para enfrentar el cambio climático. Se hablará sin lugar a dudas por mucho tiempo sobre este hito, y se hará necesario analizar en detalle lo logrado y también las acciones que se lleven a cabo a partir de ahora, para entender el alcance y las limitaciones de este histórico acontecimiento. Sin embargo, ya a estas alturas se pueden apreciar algunas importantes consecuencias.

Lo primero, es que el cambio climático es un problema social –además de ambiental- debido a su origen, sus importantes impactos en los modos de vida a nivel global y también porque las medidas para enfrentarlo han de ser tomadas en instituciones sociales. La dimensión política del problema ha quedado de manifiesto en la discusión llevada a cabo durante las dos semanas del encuentro y las negociaciones han dejado en evidencia la compleja trama de intereses políticos, económicos e incluso religiosos que están cruzando las diferentes posiciones.

Si bien se puede sostener que se trata de un hito histórico -ya que 195 países se pusieron de acuerdo sobre un problema global- es prematuro aún rotular este acuerdo como un rotundo éxito.

Es evidente que el acuerdo logrado no cumple con las expectativas en varios ámbitos. Como parte de las negociaciones – y seguramente para lograr que el acuerdo fuera inclusivo y respaldado por los 195 países- se dejaron de lado aspectos muy importantes, como los temas de género, equidad y justicia climática. Pero la principal debilidad se relacionaría con el carácter voluntario (no vinculante) de las contribuciones nacionales comprometidas (INDC). Múltiples representantes de la sociedad civil han manifestado su decepción al respecto, ya que al no constituirse en una obligación, el acuerdo puede ser visto como una declaración de buenas intenciones, de aspiraciones globales y no de obligaciones de las partes.

Por otra parte, las contribuciones declaradas hasta ahora indican que si los países cumplieran sus compromisos (a pesar de no estar obligados a hacerlo), el aumento de temperatura alcanzaría los 2,7 °C, muy lejos de los 2°C definido como máximo y a un distancia abismante de los 1,5 °C que se espera alcanzar.

Sin embargo, frente a esto todavía se puede ser optimista y esperar que la obligación de revisar las contribuciones de forma periódica permitirá ir aumentando el nivel de ambición de este acuerdo. Esto, por supuesto, confiando en que los avances en la tecnología y el funcionamiento de los mercados mejorarán las condiciones para aumentar el compromiso durante las próximas décadas.

También se puede sostener que sin lugar a dudas este acuerdo es una oportunidad para que a nivel local se enfrenten múltiples problemas ambientales y sociales relacionados con el cambio climático y las medidas que se desarrollen, tanto para mitigación como para adaptación. Esto sobre todo considerando las múltiples otras iniciativas y acuerdos que se lograron en el marco de la COP y donde Chile se mostró entusiastamente comprometido (por ejemplo: I+D en ERNC, precio del carbono, transporte sustentable, coalición del aire, etc.).

Además de hacer el ejercicio de mirar este acuerdo desde la mitad vacía y la mitad llena, quisiera invitar a una reflexión sobre las implicancias de este consenso en el contexto de una sociedad mundializada como la nuestra, donde decisiones como esta se entrelazan con otros sucesos sociales muy distantes, gracias a complejas redes de causas y efectos a nivel global: ¿qué significa un acuerdo a nivel planetario de estas características?

Si se analizan las contribuciones nacionales declaradas, se ve una importante discrepancia entre estas (que se acercarían a los 2,7 °C) y el acuerdo de París (donde se espera mantener la temperatura bajo los 2°C y acercarse a los 1,5°C), lo que deja al acuerdo en el plano de lo meramente ideal, de una aspiración. Esto se refuerza aún más si ponemos atención a lo que se plantea en el ámbito científico, donde hay cierto consenso en que ese 1,5 ya no es posible de ser alcanzado, ya que para ello deberíamos estar reduciendo significativamente desde ya las emisiones mundiales y este acuerdo, por su parte, considera una reducción de menos ambición y que solo entrará en vigencia a partir de 2020 (por lo tanto es demasiado tarde). Diversos especialistas han planteado en múltiples ocasiones que esto se ve como una meta inalcanzable bajo las condiciones actuales. Desde este punto de vista, el de París es un acuerdo idealista (que además todavía debe ser ratificado por los diferentes países involucrados).

Si esto es correcto, entonces vale la pena preguntar: ¿cuál sería la función que puede cumplir un acuerdo de estas características? (no vinculante en sus aspectos críticos e idealista en sus metas). Si somos realistas tendríamos que decir que ya sabemos que el acuerdo será defraudado, ¿entonces porque nuestros representantes celebran el hito y hasta los más críticos indican que es un avance?

Si se quiere tratar de comprender esto, hay que mirar la complejidad que implica la política en la sociedad mundial. Durante las últimas décadas, a la luz del inmenso desafío que plantea el cambio climático, ha quedado en evidencia la necesidad de avanzar en la coordinación internacional y desarrollar decisiones vinculantes a nivel global. Durante dos décadas se trató de avanzar en esto sin mayor éxito. Construir estructuras políticas estables a nivel internacional enfrenta múltiples desafíos, y uno de los principales se relaciona con que los políticos representan, ante todo, intereses nacionales.

Considerando que no hay una relación directa entre las emisiones de un país y los efectos que este país sufre, y tampoco entre lo que emite una generación y la generación que vivencia los efectos, el compromiso de las naciones tiene un carácter en alguna medida altruista, ya que requiere el sacrificio de unos para el beneficio de otros. No debemos olvidar que la gran mayoría de los representantes nacionales fueron elegidos en sus países, por lo tanto se deben a sus ciudadanos y sus intereses. Para la política actual, los votantes son todavía el factor decisivo. Considerando esto, no sería exagerado señalar que nos enfrentamos a un tipo de “dilema del prisionero” a nivel global, ya que quienes deben hacer los sacrificios (modificar sus conductas, negocios, etc.) no recibirán directamente los posibles beneficios de estas acciones (y sabemos que las personas quieren sacar partido de sus actos y disfrutar sus frutos, los gobernantes también). Aquí la tentación de comportarse como hacen los parásitos y esperar que otros reduzcan sus emisiones es muy alta, aunque evidentemente la mejor –y en realidad única- alternativa es actuar colectivamente. Para lograr motivar el cumplimiento de compromisos como los de la COP, es necesario contar con incentivos selectivos (que van desde un estilo de vida o satisfacción emocional, a nivel personal, hasta respaldo ciudadano o posicionamiento internacional en el caso de los gobernantes), lo que además debe ser acompañado de esfuerzos colectivos que permitan presionar para modificar las estructuras necesarias (acuerdos vinculantes, mercados verdes, etc.).

Aquí se ve la importancia del carácter vinculante de los acuerdos y también la influencia de la sociedad civil en la opinión pública de cada uno de los países. Solo con un electorado preocupado del problema del cambio climático, se logrará tener gobernantes que estén dispuestos a desarrollar compromisos significativos de reducción de emisiones. Sin embargo, lamentablemente este tema no es aún prioritario en la gran mayoría de los países. Esto se complementa con el escepticismo que existe aún hoy en torno a este tema en la opinión pública de los diferentes países. En algunos es un tema muy importante, en otros se ve más bien indiferencia (hay problemas más “urgentes”) y en otros simplemente reina la incredibilidad (sin ser ingenuos debemos reconocer también que hay muchos intereses involucrados que han invertido en influenciar la opinión pública de algunas naciones – por ejemplo en EEUU). El impacto de esto quedó en evidencia cuando fue necesario cambiar el verbo “deber” por “debería” (shall – should) para evitar que el congreso de EEUU –uno de los países con mayor cantidad de emisiones- rechace el acuerdo.

A pesar que el comportamiento individual es fundamental y promover conductas cotidianas responsables con el medio es una importante tarea, la mayor parte de las emisiones dependen de decisiones colectivas, y esas decisiones colectivas solo se podrán lograr con la presión de los ciudadanos. La necesidad de avanzar en este camino es fundamental. No debemos olvidar que si seguimos como vamos podemos superar los 4°C de aumento de temperatura (aunque en realidad no lo sabemos con certeza, ya que un aumento mayor a los 2°C abre un escenario de incertidumbre debido a efectos sistémicos impredecibles e irreversibles), con gravísimas consecuencias a nivel mundial y afectando principalmente  a los países más pobres (ya que tienen una mayor vulnerabilidad). En ese camino habrá regiones del mundo que se tornaran inhabitables, el cambio climático será una de las principales causas de migración (¡masiva!) y un importante problema geopolítico de alcance planetario.

Frente a la urgencia del problema -y tratando de ver los aspectos positivos del avance logrado-se puede valorar que la meta ideal planteada, a pesar de ser irreal, permitirá motivar que los países avancen hacia metas más ambiciosas, marcando distancia con lo actualmente acordado. Es una importante señal simbólica, que releva la importancia de la descarbonizacion mundial y además instala el bienestar futuro en las decisiones presentes.

Hasta ahora las negociaciones habían sido muy lentas, y por 20 años fueron detrás de muchos cambios en la sociedad. Solo ahora adquieren mayor sintonía, al punto de que pueden generar efectos en diversos ámbitos de la sociedad, como por ejemplo en los mercados: al día siguiente del acuerdo, los mercados reaccionaron con una baja en las acciones relacionadas con combustibles fósiles y un alza en aquellas relacionadas con energías renovables.

Para terminar quisiera destacar que los desafíos que impone esta nueva era geológica -que varios expertos han denominado “Antropoceno” debido a la predominante influencia humana y social en la transformación de la naturaleza- nos evidencia que somos ciudadanos de una sociedad mundial que requiere pasar a una nueva era en la política internacional (quizás Paris es uno de sus primeros hitos). Hoy día existe la necesidad de actuar colectivamente a nivel planetario, lo que es aún más difícil cuando se trata de problemas que pueden ser considerados altruistas (al menos en lo inmediato) y también cuando el beneficio involucra un colectivo que va mucho más allá de aquellos a los que estábamos habituados en la sociedad moderna (como los Estados nacionales).

La opinión pública internacional jugará un rol muy importante en esta constitución global de lo político. En Paris esto ha quedado ya en evidencia. Los múltiples actores que participaron en las delegaciones y en las diversas iniciativas desarrolladas, representan variados intereses que en muchas ocasiones son compartidos en mayor medida por otros actores internacionales que por sus propios representantes nacionales. El desarrollo de esta opinión pública internacional está fuertemente influenciada por las redes sociales en las plataformas digitales, gracias a las cuales se desplegaron múltiples iniciativas presionando a los representantes nacionales, desarrollando nuevas formas de abordar medidas para enfrentar el cambio climático y también informando a la comunidad internacional.

Por último comienza a aparecer la necesidad de establecer una ética global. Una ética que permita avanzar en un altruismo internacional y además intergeneracional. Una ética que oriente las comunicaciones en una mirada de más largo plazo. Pero para ello se requiere que el interés colectivo sea más amplio que los votantes actuales. Esta ética global puede influir en un cambio cultural que acelere los cambios (principalmente a través de la política y el mercado – cambio de comportamiento como ciudadanos y como consumidores), lo que quizás – y diciéndolo con mucha esperanza- nos podría acercar a la meta propuesta el pasado 12 diciembre.