Sobre la denegación en filosofía

Sobre la denegación en filosofía

Por: Zeto Bórquez | 16.12.2015
En el léxico del psicoanálisis una denegación se produce cuando se traba relación con lo reprimido aunque sin admitir que es precisamente eso lo que se ha vuelto representable.

En el léxico del psicoanálisis una denegación se produce cuando se traba relación con lo reprimido aunque sin admitir que es precisamente eso lo que se ha vuelto representable. Es lo que en efecto desarrolla Freud en Die verneinung (1925), también traducido como La denegación.

Aceptando las dificultades de presentar una hipótesis de un trabajo filosófico en curso en un espacio limitado y habiendo decidido dejar todos los desvíos para otro momento, intentamos pensar lo que significa denegar cuando una determinada cuestión es presentada con argumentos filosóficos. Tratándose, en rigor, de la denegación en cuanto operación, sería la posibilidad de poder o no hablar públicamente lo que está en juego en este problema.

Queremos sostener que la denegación constituye una habilidad que ha permitido llevar a la práctica todo un modo de trabajar filosóficamente en Chile. Modo o manera de trabajar que en este país es parte de la formación de los filósofos de ayer, de hoy y de los que vienen. En efecto, en la denegación, en su operación o en su ejercicio, se jugaría una cierta “idea de la filosofía”. Y esta es una “idea” que puede estar tanto a la derecha como a la izquierda del pensamiento.

¿Qué sucede cuando un trabajo con la filosofía implica a la vez una crítica a sus propios fundamentos?

Esto ocurrirá cada vez que lo que podamos descubrir con la filosofía nos lleve “más allá” de ella. Y nos veremos entonces enfrentados al problema de si acaso ese ir más allá de la filosofía implica dejar de depender o no de ella para seguir pensando lo que quisiésemos pensar. ¿Podríamos acaso acoger algo que necesitamos desplazar sin hacerlo desparecer? Esto, que podría llamarse “denegación”, leyendo no tan de cerca a Freud, no lo sería más que en apariencia. Por el contrario, la denegación, frente a la misma disyuntiva, si bien acoge lo que desplaza, no lo hace para que siga apareciendo, sino para que deje de hacerlo. Para que deje, en resumidas cuentas, de molestar o perturbar.

Entre los  modos de comprender el trabajo filosófico en las últimas décadas, la desconstrucción tal y como ha sido desarrollada por el filósofo francés Jacques Derrida, plantea una aproximación a los problemas que ni rechaza a la filosofía ni la aísla respecto a aquello que pudiendo no reconocerse como filosofía tendría que implicar dejar de pensar filosóficamente. Es lo que precisamente discutirá Derrida, por ejemplo, al filósofo norteamericano Richard Rorty, mostrando que preocupaciones como la ficción o la literatura están lejos de implicar, en su trabajo, un abandono de la filosofía y de una problematización del y en el espacio público. Lo señala en el texto “Notas sobre desconstrucción y pragmatismo” (1993):

“Para mí, los textos que son aparentemente más literarios y más atados al fenómeno del lenguaje natural, como Glas o La tarjeta postal, no son evidencia de un retiro hacia lo privado, son problematizaciones performativas de la distinción público/privado… Sostengo que soy un filósofo y que quiero seguir siendo un filósofo y esa responsabilidad filosófica es algo que dirige mi trabajo.

Algo que he aprendido de las grandes figuras de la historia de la filosofía, de Husserl en particular, es la necesidad de formular preguntas trascendentales para no quedar atrapado en la fragilidad de un incompetente discurso empirista y, por lo tanto, para evitar el empirismo, el positivismo y el psicologismo, es que resulta interminablemente necesario renovar el cuestionamiento trascendental”.

Tomando en consideración este tipo de complicación, la desconstrucción se torna difícil de ser recibida tanto por los enemigos de la filosofía como por los que defienden su integridad y su identidad; aquellos que, de uno u otro lado, se definen por un estar a favor o en contra de la filosofía. No obstante, todo indica que estar en contra de la filosofía es casi siempre impugnar la profesionalización de la filosofía o “filosofía universitaria”, aunque no siempre ese estar en contra implica rechazar la filosofía.

La cuestión podría decirse también así: sólo parece haber enemigos de la filosofía universitaria donde no es posible desligarse completamente de la filosofía en general. O sólo se puede ser enemigo de la filosofía cuando se es enemigo de la filosofía universitaria, aunque  ese tipo de hostilidad presupone que no se puede dejar de trabar relación con ella. Porque aunque existen iniciativas (siempre aplaudibles) por desmarcar la filosofía de los espacios universitarios y por ampliar los arcos de interés y de los métodos de análisis, el espacio alternativo tampoco puede tomarse todo el espacio. De este modo, la complicación que nos muestra una filosofía como la de Derrida –presidida por este movimiento doble donde criticar no equivale a suprimir– es que debo precaverme contra un rechazo que no podré nunca volver una anulación completa, y que debo hacerlo para que la no aceptación de lo que difiere de mi posición no se transforme en simple resentimiento. En último término, es una cuestión de responsabilidad.

Ahora bien, precisamente en ese no poder dejar de relacionarse con la filosofía se juega lo que entendemos como una operación de denegación.

Una complicación se juega aquí. Algo que de buenas a primeras –es decir, espontáneamente– parece no poder resolverse. La solución a esta complicación filosófica ha de buscarse. Pero al confrontar esta complicación, se trataría menos de obtener un resultado que de hacer el intento de admitirla sin ser sofocado en el mismo movimiento. Entonces se podrá establecer relación con la complicación a través de una estrategia. Y si no es posible dar con la estrategia más justa, no quedará más recurso que la maniobra, la operación, la manipulación, el manejo. Dicho de otro modo: la denegación de la complicación.

Reconocer un nivel sintomático con respecto a lo que entendemos como una complicación filosófica, aunque digno de análisis, es quizá menos grave que lo que se sigue de él. Para decirlo del modo más abreviado: es sobre la base de esa incomodidad, del inconveniente que la complicación propicia, que, como señalábamos al comienzo, toda una manera de concebir el trabajo filosófico ha encontrado asidero en Chile. ¿Desde cuándo? Habría que decir que desde hace tiempo. Dejando en suspenso una delimitación periódica necesaria, lo que nos importa, en todo caso, es que se trata de una cuestión que recorre el momento mismo donde nos preguntamos por su incidencia.

¿Qué ha sido entonces de la complicación? En un trabajo reciente publicado en la sección “Intervenciones” de la revista Demarcaciones, he propuesto  una lectura circunscrita de la denegación filosófica [http://revistademarcaciones.cl/wp-content/uploads/2015/11/El-kawchu-Ruminott_ZB-con-sello.pdf]. El texto lleva por título «El kawchu Ruminott», en referencia al trabajo del académico chileno radicado en los Estados Unidos, Sergio Villalobos-Ruminott. Con kawchu el escrito pone en juego una intriga sobre el origen pre-hispánico de la palabra “caucho”, cierta problemática en torno al “español latinoamericano” que se hace a partir de ahí concernir (en la importancia de esto ha reparado Andrés Ajens, aunque no notaba que una referencia faltante no hacía más que confirmar la intriga con respecto a la determinación de la procedencia y la des-apropiación del nombre). Kawchu hace referencia allí a la acción de un material elástico que permite disolver lo diferente adaptándolo a una rigidez aislante. El trabajo de Villalobos-Ruminott, dependiente de una herencia conceptual bicéfala: entre la “crítica cultural” chilena (proyecto encabezado por Nelly Richard) y un pensamiento filosófico chileno de izquierda vinculado a una dimensión estética y política (proyecto encabezado por Pablo Oyarzún), ha tenido el sentido de un modelo teleológico  para abordar el problema de una complicación filosófica que es controlada por una maniobra de denegación.

En este sentido, nos interesábamos por el modo difícil en que el filósofo Jacques Derrida presenta la complicación, orientando la pregunta por su rechazo como no-filosofía en la filosofía: cuestión en la que autores como Richard Rorty o John Searle se mostraban comprometidos (es decir, cierta tradición “pragmatista” y “analítica” en filosofía). Todo ello en vistas de una indagación hacia una explicitación en particular de la denegación filosófica: la que se produce allí donde se hace un reconocimiento explícito (una suerte de apología agradecida) de lo que no se quiere admitir (la denegación en su sentido más preciso y profundo, pero también quizá el más perverso). A este respecto, el trabajo de Villalobos-Ruminott en cuanto modelo de denegación se mostraba en toda su envergadura. El modo de inclusión excluyente en sus publicaciones, tanto de Derrida como del filósofo chileno Patricio Marchant, hacía ostensible la gravedad de la complicación y de la producción de la denegación filosófica.

Pero también observábamos en «El kawchu Ruminott»  que esto se había explicitado en un hecho reciente: una escena de defensa doctoral de una tesis en torno al problema de la “ficción histórica” en Derrida (redactada por el profesor chileno Iván Trujillo) y la realización de un coloquio internacional en la Universidad Católica de Chile, organizado por el académico italiano de esa casa de estudios, Andrea Potestà, que también manifestaba el rasgo de un rechazo compulsante. Habiendo participando Potestà de la comisión examinadora en la defensa doctoral de Trujillo y manifestado en su informe su profundo reconocimiento por la tesis realizada, no invitará a su autor a presentarla en el coloquio organizado por él algunos meses después (octubre de 2015), con un título que pareciera calcarla: “Jacques Derrida, la ficción, la historia”.

Ahora bien, es precisamente en «El kawchu Ruminott», donde, en una larga nota, he esgrimido argumentos para mostrar en qué sentido, en el informe doctoral de Potestà, el rechazo compulsante quedaría de manifiesto. ¿Y qué podría esperar de ello si no la irritación de Potestà? Para esperar otra cosa habría que asumir dos cuestiones: que la irritación no será lo único que se presente en una lectura que la pone en juego, y que siempre es posible debatir las ideas que uno sostiene. Pero esto último sobre todo no es tan claro, y es lo que debe hacerse explícito: no es claro que cualquiera pueda, hoy en día, en el mundo chileno de las ideas, debatir públicamente aquello que sostiene.

¿Quién podría prohibirle a Potestà la posibilidad de irritarse? Sin embargo, como diría Sartre a propósito de Baudelaire, responder a la mirada de los otros con una “actitud de resentimiento y no de crítica” es deleitarse demasiado con el gusto de la irritación. Y este deleite sólo puede encontrar complicidades que son del orden de lo privado.

En efecto, el patetismo de una reacción irritada ha sido también parte de la “recepción” que mi trabajo ha tenido en Sergio Villalobos-Ruminott, lo cual ha implicado que él opte por la omisión de los posibles alcances de mi lectura y por la rescisión de todo posible debate. Sin ninguna duda «El kawchu Ruminott» propicia el pathos. Juega al trauma, multiplica los desvíos y los simulacros. Pero esto debe ser cruzado por la complicación de la que se hace eco el escrito y que moviliza una serie de interrogaciones que aquí no hacemos más que repetir.

Por ejemplo, ¿cómo es que un discurso como el de Villalobos-Ruminott, que parece hacer todo lo posible por aportar un punto de quiebre que quisiera resistir a las lógicas de dominación que imperan hoy en el mundo termina convirtiéndose en el parapeto de un ejercicio de denegación que opera sobre la base de la omisión y de la invisibilización de la teoría, que renuncia, por lo tanto, a una idea de la filosofía vinculada con el espacio público? Autor que asume puede hacer uso de una violencia sin conceptos porque interpreta en primer lugar que una interpelación a su trabajo teórico no puede ser otra cosa que la expresión ponzoñosa de alguna puya subjetiva o, como correlato de ella, de un atletismo exegético.

No obligado a responder cuando se le critica está cualquiera en cualquier circunstancia, pero, en este caso, gesto de respuesta ha habido. De otro modo, Villalobos-Ruminott no habría publicado un texto donde se esfuerza por volver explícita una revaloración de su propio trabajo en el espacio que los editores de Demarcaciones le ofrecieran para “responder” a mi escrito si así lo deseaba, sólo que –tal vez cabría decirlo así– de una manera insostenible por la brutalidad en que la denegación explicita su motivo. Movimiento avalado por tres profesores con una producción escrita y un rol en las universidades chilenas digno de ser destacado, pero que sólo se podría comprender han firmado y aportado al empalme de una denegación filosófica por carecer de una puesta a punto de ese problema.

Este texto, que antes que responder invisibiliza un debate, se presenta como una “conversación” entre Rodrigo Karmy, Gonzalo Díaz Letelier, Carlos Casanova y Sergio Villalobos-Ruminott, en la cual se juega una ponderación del libro de este último: Soberanías en suspenso. Imaginación y violencia en América Latina (La Cebra, 2013). En párrafo de presentación del texto titulado: “Soberanía, imaginación y potencia del pensamiento. Un intercambio entre Rodrigo Karmy, Carlos Casanova, Gonzalo Díaz y Sergio Villalobos-Ruminott” [http://revistademarcaciones.cl/wp-content/uploads/2014/01/Conversaci%C3%B3n-Final-primera-parte.pdf], se señala que la conversación ha tenido lugar “entre abril del 2014 y marzo del 2015”, lo cual no puede ser del todo verdad. Y no puede serlo porque como tendría que resultar evidente para quien lea los pasajes de «El kawchu Ruminott» donde aparezca el título “Soberanías” (es decir, el titulo de ese libro), Villalobos-Ruminott “responde” –y las comillas aquí no son un agregado antojadizo– a mi lectura de su libro en varios pasajes del intercambio (sobre todo, pareciera, a cierta intención que me atribuye), es decir a un trabajo publicado en noviembre de 2015. Pero es una “respuesta” de extraño cuño, que omite la existencia de un interlocutor y de un texto. Por lo cual hay una voluntad explícita, de entrada, en omitir que se está en algún punto discutiendo con mi trabajo: no se refiere ni al nombre del escrito del que se defiende ni se utiliza el recurso a la cita. Todo funciona como si ni el texto ni el autor que lo escribió existiesen o hubiesen alguna vez existido. Y sin embargo, el escrito que se decide omitir define varios pasajes del intercambio donde Villalobos-Ruminott presenta una imagen de sí mismo. Si a alguien esto no le parece al menos preocupante quizá tendría que darse la oportunidad de preguntarse por qué podría no parecerlo de entrada.

Por otra parte, la publicación del texto «El kawchu Ruminott» ha puesto a rodar la idea de que habría allí una suerte de servicio comisarial a Iván Trujillo. No puedo negar mi agradecimiento intelectual con Trujillo ni la importancia de su trabajo para desarrollar el mío. Pero afirmar dependencias genealógicas sin hacer objeto de análisis el problema mismo de la descendencia conceptual, podría llevar entonces a decir –de una manera concluyente porque demasiado idiomática– que un texto filosófico ha sido dictado por alguien más con pretensiones de sicariato, o que se trata del mordisco de un animal rábido cuya cadena se le ha soltado al amo.

Se implica allí no sólo un sentido muy mezquino de la responsabilidad sino de la filosofía misma, en todo lo que todavía puede aportar a quienes cultivan y a quienes no cultivan su ejercicio. Insistimos en esto porque de esto se trata: en no relegar a lo privado y en no condenar al silenciamiento el debate posible de cuestiones donde se ven comprometidos aparatos de poder, abiertos para ser interrogados por cualquiera, sea en su especificidad o en sus relaciones con otras dimensiones de la vida en común. Restringir el uso público de la razón es facilitar que lo que llamamos «la denegación filosófica» se vuelva el primer motor del pensamiento.

Créase lo que se crea en primera instancia sobre un escrito filosófico, la evaluación de su tentativa no puede arraigar en la afirmación indemostrable o en un tono apasionado que no puede ver nada más que su afección porque no deja espacio a ningún análisis. ¿Cómo debemos decidir la omisión o el rechazo de un texto filosófico? ¿Cómo hacerlo cuando sabemos que en ponernos del lado de lo irrepresentable radica la peor violencia? Preciso es entonces –ante la contrariedad polémica– elaborar una lectura y justificar una dirección de la mirada. Y eso, antes que ser un pathos determinado sería la responsabilidad ante él.

De otro modo, cualquier problematización filosófica queda entregada al control pero no a la comprensión. Vuelta de página sobre la inutilidad de algo que se rechaza o se censura por medio de un golpe de fuerza. Optar por el ejercicio de la denegación y no por la filosofía.

No será un misterio para nadie que de exclusiones arbitrarias está lastrada cualquier institución y que la institución filosófica no está libre de aquello. Pero hay que comprender que esas exclusiones no pueden ser leídas con un criterio transhistórico. Un análisis de la coyuntura teórica y política debe estar presente. Vale decir, del entramado de fuerzas que atraviesa este mismo escrito y que es susceptible de encontrar allí algún tipo de referencialidad.

Reconocido el problema hace falta todavía analizar su metástasis. Ante ello permanecemos en un oscurantismo tan imprudente como inexplorado, para empezar, por los propios filósofos. Hace falta interrogar el uso de nuevas maniobras de censura para las cuales tal vez todavía nos faltan los nombres. Maniobras exponencialmente más retorcidas y difíciles de detectar que hace veinticinco o treinta años.

El problema de la denegación de la filosofía, de la condición de una complicación filosófica que produce una denegación en la cual estriba la naturaleza de su dificultad; práctica, habilidad, maniobra de manipulación, de manejo y de control que obedece a una sedimentación histórica que ameritaría varios análisis, constituye un modo de concebir el trabajo filosófico que viene formando a “estudiosos” de la filosofía obsecuentes con el modo en que la denegación como práctica permite la subsistencia de determinados espacios de poder. El premio a una obsecuencia de este tipo, en Chile (y sin duda no sólo en Chile), es y ha venido siendo la valía filosófica. Eso que se llama a veces “amistad”.