La impunidad como legado (in) moral de la dictadura

La impunidad como legado (in) moral de la dictadura

Por: José Miguel De Pujadas | 04.12.2015

“El fuero para el gran ladrón, la cárcel para el que roba un pan”.

Pablo Neruda

La serie de acontecimientos relacionados con corrupción político-empresarial que se han  destapado durante el último tiempo, y que han ido dejando al descubierto de qué manera se ha articulado un mecanismo de defraudación generalizada en contra de la ciudadanía, amparado éste en el orden institucional impuesto a la fuerza en 1973 y defendido a ultranza por aquellos sectores que se han beneficiado del mismo en desmedro de la inmensa mayoría, nos sitúa como sociedad en un punto de inflexión histórica de especial relevancia respecto de cómo somos capaces -si es que lo somos-, de hacer algo al respecto. Los hechos objetivos, concretos, están sobre la mesa y existe un consenso transversal acerca de cómo son las cosas. Porque ya no se trata sólo de sospechas o “secretos a voces”: hay reconocimiento de delitos por parte de involucrados, existen confesiones gracias a la figura de la delación compensada. Como en la mafia. Ya no es sostenible acusar persecuciones políticas del bando contrario o el recurrido pretexto de aquellas soterradas “campañas de izquierda” destinadas a enlodar el “prestigio” y la “honra personal” de quienes, por sí mismos y sin ayuda de terceros, se han encargado de ensuciarla con acciones derechamente reñidas con la decencia moral y las “buenas costumbres”. El enriquecimiento, que sería lícito si fuese producto del trabajo y el esfuerzo honesto, como siempre se ha dicho por parte de quienes legitiman las diferencias sociales en comparación con quienes tienen menos, aparece por el contrario abiertamente cuestionable ante la forma en que la concentración y acaparamiento de la riqueza se ha producido en nuestro país, a través de distintos mecanismos que dan cuenta de una misma lógica de acumulación por desposesión que ha operado de forma bastante sucia y tramposa.

Lo cierto es que estas prácticas, a través del tiempo, se han ido extendiendo y naturalizando como algo normal, contando para ello con el silencio de una prensa coludida con estos intereses privados, de los cuales los monopolios mediáticos forman parte, desinformando estratégicamente a la opinión pública. “Todos lo hacen”, ha sido el lema usado para justificar el asunto, por lo que el hábito ha terminado por importar poco y nada. Del mismo modo, los cuestionamientos y críticas al respecto han sido calificados como “arranques de puritanismo”, haciendo gala de un cinismo y una falta de conciencia ética verdaderamente aberrantes. En efecto, personajes como Carlos Larraín, Axel Kaiser y Hermógenes Pérez de Arce, por nombrar a algunos de los más conspicuos defensores del actual modelo económico extremista, no han ahorrado esfuerzos dialécticos para intentar justificar de manera asquerosa lo injustificable, relativizando mediante pretextos acomodaticios una realidad que, salvo para ellos y unos cuantos más como ellos, no tiene nada de malo, reprochable o de lo cual debamos escandalizarnos. Se trataría tan sólo de algunos desajustes menores y que, por ende, no ameritan ningún cambio de fondo que pueda alterar la esencia inmoral del sistema. Por ende, quienes han sido participes de esto tampoco merecen grandes sanciones, como penas de cárcel por ejemplo. Han sido únicamente “errores”, lamentables por cierto, pero nada como para alarmarse o armar tanta alharaca, a pesar de las millonarias estafas perpetradas en contra de millones de chilenos y chilenas.

Este distorsionado concepto de decencia ética, determinado por el apego religioso a la doctrina neoliberal -de un fundamentalismo económico extremista-, encuentra su paradigma en el neoliberalismo como expresión radicalizada del capitalismo, en cuanto modelo orientado al crecimiento de la economía para la acumulación de la riqueza en el sector privado, que es donde se concentra la propiedad de bienes, servicios y recursos. Tal y como lo señaló en una entrevista el economista estadounidense Arnold Harberger, instructor junto con Milton Friedman de los llamados Chicago boys: "Si uno tiene que elegir entre crecer y reducir la desigualdad, uno elige crecer". De acuerdo con la muy desequilibrada distribución de la riqueza existente hoy en nuestro país, la sentencia del profesor explica la concentración acaparadora de la misma, favoreciendo así el incremento de la brecha social y generando, irresponsablemente, condiciones de tensión creciente. Sin embargo, ajenos a la realidad, desconectados del “bien común” como concepto de valor social, de conjunto, los muchachos que, aplicando lo aprendido, diseñaron las bases del modelo económico actual y las grabaron en la biblia fundamentalista nombrada como “El Ladrillo”, no entienden de estas cosas a pesar del prestigio académico otorgado por todos los posgrados obtenidos.

“Este país es otro país”, declama con orgullo y satisfacción Ernesto Fontaine, uno de los estudiantes chilenos becados en EE.UU. durante los años ‘50, en la película “Chicago boys”. Y tiene razón: los derechos sociales básicos de los chilenos, como salud y educación, arrebatados por la ideología de mercado, fueron luego ofrecidos como producto de consumo. El ciudadano pasó a ser cliente. Cómo no: las necesidades básicas de la gente siempre son el mejor aval para el éxito de cualquier negocio. “Lo que es de todos, no es de nadie”, argumenta en el mismo film Sergio de Castro, otro de los jóvenes aprendices y quien fuera ministro de Hacienda y de Economía de Pinochet, deslizando parte del porqué de la retroexcavadora privatizadora. “Lo que es de pocos, es de nosotros”, faltó decir para complementar. Con cara de genuino asombro, Rolf Lüders, ex Ministro de Hacienda y de Economía, Fomento y Reconstrucción de la dictadura, confiesa que no puede entender la razón por la cual la gente protesta, atribuyendo el descontento social a la envidia hacia la mejor situación de los que más poseen. El broche lo pone el mismo Fontaine al hablar respecto de la implantación del modelo. “No tengo idea cual fue la motivación, me cago en la motivación. Lo que importa es que Chile ganó con eso y yo gané mucho con eso”. Brutal. Pero sincero, al menos, para poder entender la escala valórica que sustentó los principios éticos del experimento, así como la construcción argumentativa de su justificación. Es a eso a lo que nos hemos enfrentado y nos seguimos enfrentando.

Coincidentemente, son estos mismos sectores los que durante años negaron de manera sistemática y tajante los crímenes cometidos por la dictadura cívico-militar, con la misma e irrestricta convicción con la que hoy defienden el modelo heredado de ella, y que luego -y sólo ante el peso insostenible de las evidencias- debieron finalmente aceptarlos, justificándolos o relativizándolos, rara vez condenándolos. Muy posteriormente, poco a poco, la extrema derecha chilena comenzó a distanciarse de la figura del dictador en la medida en que la identificación con el régimen y las violaciones a los Derechos Humanos se fue haciendo cada vez más impopular. De hecho, la UDI se ha ausentado de diversos actos y homenajes públicos recordatorios de la figura de Pinochet, intentando un lavado de manos en su rol cómplice. Sin embargo, en la práctica la adhesión a la obra de la dictadura -gracias a la cual políticos afines al régimen se enriquecieron, como les espetó televisivamente una asistente a la reciente celebración del natalicio del dictador, realizada en su parcela de Los Boldos- permanece inalterable, obstinada en la tarea de conseguir a como dé lugar que todo siga igualmente inalterable.

El legado que nos dejó como sociedad aquella etapa de nuestra vida política no sólo tiene que ver, en consecuencia, con los amarres de una Constitución diseñada perversamente para la mantención  de las actuales condiciones estructurales de inequidad en virtud de la apropiación privada y minoritaria de las riquezas del país, sino también con algo que, además de permitirla y fomentarla, permite su descarada permanencia, como es la impunidad. Se hizo algo tan común el hecho de que la justicia dejara pasar tantos crímenes sin castigo (partiendo por el no juicio a Pinochet como bandera negra de la victoria inmoral de la impunidad), que al parecer nos acostumbramos a la aceptación resignada de la injusticia. Anestesiados por el mercado, dispersados por el individualismo del consumo y la competencia, atrapados por la distracción televisiva, nos comenzó a salir lana -como en una viñeta del magistral dibujante argentino Quino- hasta transformamos en corderos pasmados.

La ciudadanía ha sido testigo, en sus narices, de un sinnúmero de casos en los que la impunidad se ha reído a carcajadas: la anulación de las multas contra Leonidas Vial y LarrainVial en el “Caso Cascadas”; el sobreseimiento definitivo de la causa contra los dueños de la mina San José los delitos de lesiones leves, prevaricación, cohecho y homicidio; la suspensión del proceso seguido por la llamada “Colusión de Farmacias”; el caso La Polar, en el que ningún ejecutivo pisó la cárcel, al igual que el sacerdote John O’Reilly, condenado por el delito de abuso sexual contra una menor; Martín Larraín, quien resultó ileso física y judicialmente luego de haber atropellado y dado muerte a una persona, huyendo del lugar; la reducción de la condena, luego del show televisivo inicial, a Carlos Alberto Délano y Carlos Eugenio Lavín, ejecutivos de Penta, a arresto domiciliario nocturno (es decir, y al igual que todo ciudadano honesto e inocente, la pena consiste en tener que dormir de noche en sus propias casas, pudiendo desplazarse libremente durante el día. Una burla); el reconocimiento del delito de colusión en el mercado del papel tissue por parte de Eleodoro Matte, sin sanciones equivalentes al robo cometido; la huida indigna del país de Sergio Jadue, ex presidente de la ANFP, confeso de crimen organizado y fraude electrónico; el caso Novoa, confeso de delitos tributarios asociados al financiamiento de campañas, sin cárcel; el “Milicogate” y su gran robo al fondo reservado del cobre, absolutamente acallado por los medios coludidos. Etcétera.

Y sin embargo, no pasa nada. No hay reacción. Parece que da lo mismo, porque “siempre ha sido así”. Si no hay una conducta diferente por parte de los perjudicados, es entendible que nada haya cambiado demasiado. “Hay que levantarse igual a trabajar al otro día”, esa es otra. Pero para el abuso se necesita de alguien dispuesto a ser abusado. Cuesta entender tanta obsecuencia, por ende, pues de ella se nutre el corrupto para hacer lo que quiera sin temor al castigo. Luego de un asalto a una joyería en el mall Alto Las Condes, el ministro Burgos valoró el actuar de carabineros, afirmando que "está quedando claro que la impunidad es cada día más difícil". Yo no sé si vivo en otro país o si estoy muy equivocado, pero me parece que lo que pasa es precisamente lo contrario: cada vez está resultando más fácil.