Pensando como las araucarias: Desarrollo y conservación en otras escalas de tiempo
Los incendios de grandes extensiones de bosques en el sur de Chile y Argentina, que están ocurriendo en marzo de 2015, han causado justificada alarma. En el caso chileno se han quemado más de 6 mil hectáreas en la Reserva Natural China Muerta y el Parque Nacional Conguillío, mientras que en Argentina ardieron más de 1 600 has en el parque Los Alerces.
Bajo esta dolorosa pérdida en el patrimonio natural austral, hay un aspecto que apenas asoma y no es sencillo de abordar, pero es de vital importancia. Me refiero a las escalas de tiempo que manejamos nosotros, como seres humanos, frente a los ritmos temporales de la Naturaleza, que son muy distintos.
Las araucarias que están ardiendo en el sur chileno o los alerces en la Patagonia argentina (también llamados lahuán), pueden tener edades centenarias, y algunos de ellos alcanzan o superan el milenio. Como bien dice el ingeniero forestal Sergio Donoso, en una entrevista en El Desconcierto, muchos de esos árboles están allí antes de la creación del estado chileno, e incluso preceden el arribo de los conquistadores españoles. Advierte que estamos frente a “una dimensión en tiempo que escapa a nuestra comprensión. Desaparecen bosques que cargan con historias centenarias, en escalas de tiempo mucho más extendidas que las que tenemos cada uno de nosotros”. Las araucarias pueden tener mil años, habría lengas y coihues con 400 años de edad, mientras que los alerces patagónicos pueden superar los 3 mil años (algunos indican que sería la segunda especie de árbol más longeva).
Por lo tanto, la pérdida de esos bosques exige que se implantan tareas de restauración ambiental que deberían medirse en siglos, e incluso alcanzar un mileno. Esto significa la necesidad de acciones y medidas, tanto en los gobiernos como en la sociedad, apuntando al año 3015.
Tiempos fracturados
Comprometernos para el año 3015: ¿habla usted en serio?, se preguntarán muchos. Estamos frente a un problema fenomenal, ya que nuestros ritmos de vida prestan atención a las horas, los minutos e incluso los segundos, las actividades personales y familiares se planean en escalas de semanas o meses, y los gobiernos casi nunca planifican, y cuando lo hacen, a duras penas pueden pensar en los próximos 4 o 5 años. No existe una institucionalidad que piense las políticas futuras para las próximas décadas, y postular un plan de desarrollo para el próximo siglo resultaría un despropósito para unos cuantos políticos y académicos. Nuestra política y mitologías del desarrollo no piensan como araucarias o alerces.
En efecto, nuestro sentido del tiempo es incompatible con los ritmos de esos árboles centenarios o milenarios. La política de los humanos marcha a un ritmo de vértigo y es fugaz desde el punto de vista de la “política” de las araucarias. Estamos frente a una fractura en cómo discurre el tiempo para la Naturaleza y como corre para nosotros.
Las implicancias de esa divergencia temporal son enormes. Lo que nosotros vemos como un lento devenir en los árboles no es una amenaza para la humanidad, sino que, por el contrario, los necesitamos para asegurar funciones ecológicas indispensables planetarias para nuestra sobrevida, como reducir los gases con efecto invernadero. Pero, a la inversa, la vertiginosa marcha de los humanos sí es un peligro para los árboles, ya que sus acciones desembocan, por ejemplo, en estos incendios. Desde el sentido del tiempo de los árboles de la Araucanía o la Patagonia, nuestra presencia apenas acaba de ocurrir, es como un destello fugaz, pero que puede acabar con todos ellos. Nuestra capacidad de destrucción ambiental es casi instantánea medida en esos ritmos ecológicos. Por lo tanto, no sólo estamos frente a dos ritmos en el tiempo casi opuestos, sino que sus consecuencias y peligros también son casi opuestos.
Es que los desarrollos no sólo actúan modificando los territorios, lo que es muy evidente por ejemplo por la imposición de concesiones mineras o la repartición mercantil de las cuencas hidrográficas, sino que también alteran, deforman y recortan nuestros entendimientos sobre el tiempo. Son concepciones con una cadencia temporal que siempre está corriendo, y que cuando se enlentece, es cuestionada política y socialmente. Por ejemplo, en Chile, esa cultura está detrás de los reclamos por lograr la mayor tasa de extracción minera, forestal o pesquera.
Las concepciones del desarrollo no sólo se mueven muy rápidamente, sino que deseo llamar la atención que toda su institucionalidad y bases conceptuales están organizadas para impedir que abordemos los problemas que eso acarrea. Aprovechamos cada vez más recursos naturales, a ritmos más vertiginosos, y somos incapaces de reconocerlo. Las advertencias sobre el próximo agotamiento de recursos no renovables o sobre el desplome de poblaciones animales o vegetales por sobreconsumo, son sistemáticamente ignoradas. Los humanos no sólo están acelerados, sino que producen una cultura del desarrollo que activamente les impide comprender que están en una carrera desbocada.
Dicho de otra manera, las variedades de capitalismo, desde la más convencional en Europa o aquella en manos del Partido Comunista de China, encogen el tiempo, hasta casi anular algunas de sus dimensiones, y el futuro se lo restringe a expectativas de crecimientos y consumo. La bolsa de valores hace transacciones en fracciones de segundo, y los precios internacionales cambian de hora en hora, mientras los consumidores esperan satisfacciones inmediatas y son incapaces de sopesar las implicancias de sus comportamientos sobre las opciones de vida de sus nietos o bisnietos.
Minimizando el tiempo ecológico
La minimización de las implicancias temporales de los incendios forestales es muy evidente. No faltan los ejemplos que los presentan como “accidentes”, lo que de alguna manera implicaría que son ajenos a las intervenciones humanas o escapan a sus controles. Esta es una posición que no resiste un examen serio, ya que es frecuente que los incendios comiencen por acciones humanas, intencionales o no, o bien son posibles por el deterioro de los bosques, la presencia de residuos, productos inflamables, etc., todos ellos factores originados en intervenciones humanas. A todo esto se suman las ineficiencias e incapacidades gubernamentales para controlarlos y apagarlos.
También existe una minimización a partir de torcer la evidencia científica que muestra que ciertos bosques requieren de incendios de tiempo en tiempo para asegurar su regeneración y recomposición, e incluso para permitir la liberación de semillas. Este hecho, señalado inicialmente para América del Norte, ocurría en grandes superficies boscosas, bajo condiciones muy distintas a la de los bosques fragmentados actuales. Decir que habría unos incendios más “naturales” que otros olvidan esas particularidades ecológicas, y sirve para ocultar las responsabilidades humanas.
Los grandes incendios tienen además unos impactos acumulativos. Aunque en nuestra escala de tiempo sean ocasionales, pongamos por caso uno cada diez años, para los ritmos de las araucarias eso sucede rapidísimo, y se acumulan las pérdidas antes que nuevos árboles puedan completar sus ciclos de vida.
Queda en claro que las medidas de control y conservación ambiental disponibles en la actualidad no están pensadas desde las necesidades de las araucarias y alerces, sino que están acotadas al ritmo vertiginoso de los desarrollos contemporáneos. Lo que se hace en cuestiones ambientales en Argentina, Chile y el resto de América Latina, sigue siendo paliativo, y está cada vez más rezagado en poder frenar la pérdida de biodiversidad o destrucción de ambientes naturales.
Las razones de una política ambiental pensando como araucarias
Si asumimos una política ambiental en serio, en el sentido que realmente asegure la sobrevida de las especies animales o vegetales, son necesarios unos cambios radicales. Debemos pensar (y sentir) como alerces o araucarias, y colocar los objetivos en futuros mucho más distantes, en escalas de siglos o milenios. Es por este tipo de razones que necesitamos una política de conservación desplegada hasta llegar al 3015. Hay dos grandes tipos de razones y justificativos para este reclamo. Unos se basan en los conocimientos actuales de la ecología y la biología de la conservación, y los otros en la necesidad de una nueva sensibilidad y ética para salvar al planeta, y a nosotros mismos.
En el primer caso, la base científica en ciencias ambientales muestra que un problema cada vez más grave es que la fragmentación de ambientes naturales, o el paulatino encogimiento de las poblaciones de plantas o animales, hacen que sus riesgos de extinción en el largo plazo cada vez sean más altos. Apelando a un ejemplo, si el número de jaguares que vive en una selva tropical es pequeño, y a su vez están atrapados en distintos fragmentos de bosques, separados uno de otros, la posibilidad que se extingan puede ser pequeña en las próximas décadas, pero si se la evalúa para los próximos siglos se vuelve casi una certeza. Algunos estudios predicen un grave encadenamiento de extinciones en los próximos siglos por la fragmentación de los bosques y la reducción de su superficie total.
Por lo tanto, una verdadera y efectiva conservación es la que asegura la permanencia de un ambiente o una especie en el largo plazo, y una buena medida es ubicar esa meta en un milenio. Esta no es una cuestión de romanticismos desubicados, sino de la más reciente y rigurosa ciencia de la conservación.
El segundo tipo de razones avanza desde otro flanco muy distinto. Apunta a las necesarias transformaciones en las ideas sobre el desarrollo, ya que allí están las bases que explican la depredación de la Naturaleza, el encogimiento capitalista de algunas escalas temporales, y la aceptación de una cierta crueldad. Es que hay un componente de crueldad en tolerar que se mate, porque eso es lo que está ocurriendo: la muerte de seres vivos que han estado en nuestros territorios desde lo que nuestra mirada entendería como una eternidad.
Debemos buscar una alternativa al desarrollo que por un lado recupere nuestra capacidad de indignación y repulsión ante la destrucción ambiental, y que permita recuperar el control sobre nuestros sentidos del tiempo. Necesitamos enlentecernos para una mejor calidad de vida, y para evitar el colapso ecológico. Debemos despojarnos de los mitos y prejuicios de los desarrollos, para pensar y sentir un poco más como los alerces y las araucarias.
*Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES), en Montevideo. Twitter: @EGudynas y blog en: www.accionyreaccion.com