Crónica de viaje: Cuba desde los ojos de una chilena
Viajar a Cuba con la intención de conocerla exige de preparación y estrategia. Para un viaje de placer, en la web, la información turística de la isla da cuenta de hoteles all inclusive (suelen ser cuatro días La Habana y tres en Varadero), playas de agua transparente, delfinarios, lujo y guías que recitan de memoria la importancia de cada espacio.
No eran mis planes. Durante años, esperé acercarme a tierras cubanas con la idea de descubrir ese enigmático espacio donde, 56 años atrás, se había levantado una revolución a punta de fusil. No ese que me obsesionaran particularmente los fusiles, pero la potencia de dicho capítulo escrito en la historia me apasionó tanto como la idea de poder observar dicho pueblo de cerca, libre de la miopía o de las deliberadas falsedades del periodismo tradicional.
La primera noche en La Habana, caminando por el infinito malecón, logró asustarme. Los edificios del centro de la capital no se caracterizan precisamente por su belleza estética. Abandonados, a punto de caer, en construcción o a medio construir, dan cuenta de cinco décadas duras y el eco de aquellas dificultades se percibe también en los almacenes, paladares (restaurantes) y escasas tiendas fuera de los circuitos más turísticos. Para el consumidor chileno promedio, las posibilidades del comercio cubano casi parecerían insultantes, ridículas. La comida, con la variedad de ingredientes y recetas que conocemos en Chile, tampoco abunda. Así, con prácticamente todo cerrado, pasé mi primer bajón con una pizza para el olvido (no es que sea la mejor receta de su cocina).
Impredecible la isla, me envió una lluvia de esas que parecen una ducha interminable. Caminé bajo ella observando la propaganda comunista. Fidel y Raúl, a distintas edades, con el Che, con Camilo, por aquí y por allá, repitiendo que "la revolución es invencible" o "nuestro socialismo es imbatible" y también que "seguiremos unidos y combativos". A mí todo aquello me pareció mucho más soportable que la perorata de la publicidad chilena, pero nunca supe qué opinaban los cubanos de todo eso. Ni de los cientos de monumentos, ni de las definiciones de revolución escritas en extensos párrafos en terminales y museos.
Revolución es...
La Habana, como capital que es, tiene de todo para ofrecer a los viajeros curiosos. En su centro histórico, el Museo de la Revolución y el Memorial Granma cargan con una buena dosis de historia e información para entusiasmar a cualquiera. Hay otros espacios interesantes, como en la calle Obispo -donde el turismo internacional se siente y el asedio a los turistas, también-, donde se encuentra el Museo 5 de septiembre, que describe el trabajo y desarrollo de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR). Un punto necesario de información para profundizar en la política interna del Partido Comunista Cubano.
Unas callecitas más allá, en plena Habana Vieja, cubanos y cubanas ofrecen sus souvenirs a precios módicos, pero las tienditas comienzan a mezclarse con la vida cotidiana de los barrios. Familias, niños jugando fútbol -se están aplicando con el balompié y pueden disfrutar del fútbol europeo por señal abierta-, barberías y heladerías por doquier. El helado, como pude comprobar en el transcurso de mi viaje, en Cuba sí que nunca falla y entusiasma en exceso a grandes y chicos.
En otras ciudades, sin embargo, también hay fascinantes espacios de memoria por descubrir. Por ejemplo, el cuartel Moncada, ubicado en Santiago de Cuba, epicentro del mítico 26 de julio o el Mausoleo del Che, en Santa Clara, que incluye un interesante museo sobre Guevara y una visita privada al espacio donde descansan los restos del revolucionario junto a sus compañeros.
Más allá de los monumentos, sin embargo, y de las playas de azul turquesa, vale la pena mirar. Cuba no es La Habana y menos, Varadero. De hecho, éste último fue uno de los espacios más decepcionantes que pude recorrer. Obviando lo maravilloso de sus playas, Varadero es un enjambre de hoteles de insultante lujo, a costa del trabajo y la explotación de cientos de cubanos. Cuando anochece, la fiesta ni se compara al de otras ciudades y los policías observan de cerca cualquier acercamiento con un cubano.
En una de esas noches conocí a Nelson, un joven cubano de 19 años. Decepcionado, desesperanzado, de su boca escuché lo peor sobre Cuba. "Fidel dice que podemos entrar a todas las playas, pero acá, si te ven, te detienen", me explicó. Le comenté que en Chile no todos pueden estudiar, que tarda años pagar la universidad. "¿Tú no estudias?", pregunté. "Para qué", me dijo. "Si con los sueldos que le pagan a un maestro o a un médico aquí no te alcanza para nada".
Pasamos el resto de la conversación comentándonos las aberraciones de nuestros países. Aunque intenté, creo que nunca pude lograr que entendiera que en Chile podemos comprar, estudiar, viajar e ir al hospital según nuestras posibilidades de endeudamiento. Pagando por cada cosa y por cada derecho. Quizás era demasiado joven para entenderlo y el desgaste del castrismo, según percibí, apaleaba fuerte las ilusiones de los su edad. Los jóvenes eran precisamente los más pesimistas ante el legado de la revolución.
Días antes, en La Habana, Laurita, dueña de la casa particular donde pasé mi primera noche, me había preguntado por Salvador Allende, como todos los cubanos y cubanas. "Fue tan triste eso que les pasó, acá llegaron muchos de ustedes", me comentó en referencia al golpe. A los minutos ya había confianza para hablar de Fidel, quien no era santo de su devoción, pero tampoco un enemigo. "Al menos debo reconocer que acá, no hay rincón sin un maestro y médico y eso que no lo niegue nadie", recalcó.
En medio de esas contradicciones se desarrolló mi viaje. En mi cabeza, la madeja de mi propia opinión política se desenredaba un poco y volvía a enredar. En el camino comprendí, más allá de la visión de los propios cubanos sobre la revolución, Fidel, Raúl y el socialismo, que no se habían sentado a esperar. Cinco años de bloqueo e independencia habían forjado un espíritu de lucha permanente, la capacidad de inventar la forma, como dicen, para salir adelante. "A mí me tocó revolución y bueno", me resumió el conductor de un bicitaxi, médico veterinario de profesión. Y no, no era precisamente resignación lo que escuché.
Cuba y el futuro
En La Habana compré un libro sobre unas giras de Silvio Rodríguez por los barrios más pobres de la ciudad. En la publicación, la periodista encargada le consultaba qué diría el argentino sobre la revolución por estos días. El famoso cantautor cubano respondía así: "Ahora se está pidiendo, desde el socialismo, otra mentalidad, una evolución que deje atrás conceptos obsoletos y prácticas erróneas. Ante esta autocrítica que, creo yo, se la está haciendo lo mejor del gobierno (actitud muy guevariana por cierto), me crecen ganas de contribuir. El gobierno, por supuesto, debe dejarse ayudar porque el país es de todos los que nacemos en él y lo defendemos".
Esa crítica entre líneas de Silvio es, lo que según observé, inquieta a cubanos y cubanas. En la isla, son pocos los que se dejan mandar y la burocracia de años ha golpeado fuerte el centro de su espíritu político. Lo importante, sin embargo, es que al contrario de lo que los medios internacionales describen, la mayoría no ha perdido la dirección. Saben que tienen algo que cuidar, que está por encima de los bajos sueldos y las tentaciones de consumo del mundo que los rodea.
Ahí, donde el Internet aún casi no existe y las redes sociales son una rareza, ahí donde los malls brillan por su ausencia y las familias se divierten conversando en las noches, observando desde los balcones, sentados en la vereda, ahí mismo es donde incluso una extranjera como yo puede quedarse pasmada observando cómo la solidaridad, el poder del colectivo y la defensa de la dignidad se hacen sentir y querer. A sus 56 años, quizás, la revolución aún es joven para pretender algo más, pero hay algo de lo que ellos parecen estar conscientes: los cambios necesarios no vendrán de la mano de mejores relaciones con Estados Unidos. Más bien deben partir por casa.
De vuelta a Chile, lo más complejo de todo ha sido poder digerir y comunicar la emoción que me inundó por esos días, cuando pude entender que la felicidad del pueblo cubano resiste y se mantiene firme ante el bloqueo, el desgaste político, la pobreza, los límites de la autoridad y tantas otras tristezas. Resiste, combate, cae y se vuelve a levantar porque hay herramientas, un horizonte hacia dónde mirar, derechos básicos garantizados, sentido de clase y el ejemplo revolucionario de cientos de valientes tatuado a fuego en la piel. La verdad es que resiste y con mejor salud que por estas tierras, por si alguna duda cabe.