¿Guerra?, ¿Cuál guerra?
Recientemente la Corte Suprema ha anunciado que concurrirá ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para defender la sentencia en la cual la Fiscalía de Aviación condenó por sedición a catorce ex suboficiales y oficiales de la Fuerza Aérea (FACh) -entre ellos al general Bachelet-, en los primeros días de la dictadura.
Todo esto se suscita porque habiéndose negado la Corte Suprema a anular los fallos de los Consejos de Guerra contra los afectados, éstos concurrieron a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la que en noviembre de 2013 indicó al Estado chileno investigar, juzgar y sancionar a los torturadores de los ex oficiales de la FACh. Indicaciones que no han sido cumplidas, y por lo cual ahora el Estado debe responder ante el organismo internacional.
Más allá de los “tecnicismos” en los que se ampara la Corte suprema y el Estado mismo, la noticia nos hace retroceder hasta el año 1991 cuando el Informe Rettig señalaba que la guerra civil a la que han aludido las fuerzas armadas y los adherentes al Golpe y la dictadura, era un “fantasma”, una “posibilidad” incluso un “clima”, pero nunca pudo comprobarse ni aseverarse que en el país de hecho se hubiese librado una guerra civil, para la cual la división de las Fuerzas Armadas era una condición, lo que nunca ocurrió.
Lo que si constató el Informe, fue que luego del 11 de septiembre de 1973 en Chile las Fuerzas Armadas junto algunos sectores de la sociedad civil, declararon y ejecutaron unilateralmente una “guerra antisubversiva”, cuyas consecuencias si han sido verificadas histórica, política, social y judicialmente a través de los miles de casos de violaciones a los derechos humanos cometidas contra ciudadanos chilenos, e incluso extranjeros, sindicados como “enemigos de la patria”.
En este contexto, la defensa de los fallos de los Consejos de Guerra reafirman la tesis de la guerra civil esgrimida por la dictadura para justificar su acción política, interpretación que sólo puede entenderse como una construcción de la memoria de ciertos grupos sociales, comprensible y analizable, pero inaceptable cuando se trata de enviar las señales éticas correctas a la sociedad.
En Chile el impacto social de la acción de la justicia ejercida sobre los crímenes de la dictadura ha sido escasamente estudiado, sin embargo puede anticiparse que la condena judicial contribuye a apoyar los procesos de condena social, enviando mensajes claros sobre la criminalidad de acciones que en el pasado fueron encubiertas, negadas, minimizadas o tratadas con eufemismos (“excesos personales”) por sus ejecutores.
Si es por discutir los “tecnicismos” recordemos que gracias a la introducción de la figura de “secuestro permanente”, casos de violaciones a los derechos humanos que se suponía no podían ser investigados pues caían dentro de la Ley de amnistía, pudieron comenzar a ser al menos indagados, para acceder así un poco a la verdad que nuestros “honorables” militares se han negado a contar (tal vez la verdad y la honestidad no sean valores muy apreciados en las filas).
De esta manera, si el Estado chileno insiste en defender la validez de los Consejos de Guerra, en vez de buscar los caminos para desconocer o anular esos fallos en virtud de que nunca hubo una situación bélica más que la creada por la propia dictadura y su legalidad criminal, provocará una contradicción, por decir lo menos, en la verdad factual acuñada por el propio Estado sobre el pasado reciente y una devaluación del poder de la legitimidad que esa verdad ha alcanzado en los últimos veinte años.