La Araucanía, nuestra propia franja de Gaza
Sin embargo, el ímpetu colonizador del Estado chileno y sus administradores muchas veces se ha ejercido con violencia sin freno. No es posible calcular siquiera el número de mapuche asesinados desde que el año 1861, Cornelio Saavedra y sus muchachos comenzaron su ofensiva para avanzar la frontera del nuevo país hasta el río Malleco. Cuando se aplastó la resistencia mapuche, en el año 1883, los muertos se contaban por miles.
En recuerdo de esa epopeya celebrada por la sociedad chilena de entonces y de ahora como una victoria de la civilización sobre el salvajismo, no faltarán los mandos políticos, militares y/o policiales que arderán en deseos de meter una columna de tanques Leopard y un preciso ataque de F 16 para restablecer el orden natural de las cosas: los blancos mandan, los indios obedecen; los ricos ganan, los pobres pierden.
Hace unos días, y en una demostración palmaria de que las instituciones funcionan, un diputado ultraderechista interpelaba al Ministro del Interior del segundo gobierno de Michelle Bachelet.
El tema que llevó al Ministro a responder en la Cámara de Diputados, fue lo que se llama el conflicto mapuche, eufemismo que esconde los efectos de lo que realmente sucede: la ocupación militar del territorio para reprimir la lucha mapuche por recuperar los territorios ancestrales arrebatados por los poderosos de siempre.
Los sucesos violentos en ese territorio se suceden a diario. Y no solamente provienen de la puntería de policías, uniformados o civil, o del celo racista de fiscales y de terratenientes usurpadores.
Los métodos invasores que por más de ciento treinta años han intentado hacer desaparecer a una nación, llegaron aparejados con la escuela, las iglesias y el aparato del Estado, cada cual cumpliendo un rol en el intento de legitimar una ocupación militar, utilizando el cínico expediente de llamarle Pacificación. Esa lógica de asimilación y exterminio mediante el cerco cultural y territorial, no ha cejado ni un minuto.
En el territorio mapuche, del mismo modo que ocurre en Palestina, lo que está en disputa es un territorio que intenta ser arrebatado por medio del genocidio disfrazado de defensa legítima.
Hay en la sociedad chilena un sustrato racista inoculado por el Estado que ha dejado una centenaria herencia de ignorancia y una supuesta superioridad del mestizo chileno de apellido europeo por sobre el mapuche. Durante ciento treinta años se ha intentado convencer a la sociedad que esas personas que habitan esos territorios son tan chilenas como cualquiera, por lo que no tiene derecho alguno sobre esas tierras feraces.
De hecho, la historia que se enseña en las escuelas es desde el punto de vista de las imaginaciones de Alonso de Ercilla o de Pedro de Oña, ya deformadas por las innumerables reducciones de los textos escolares que ensalzan a los ganadores y disminuyen a los perdedores, como toda historia que se precie.
Una forma de colonización que intenta desplazar la historia guardada por la memoria obstinada de los abuelos sobrevivientes del genocidio llevado a cabo por el Ejército chileno.
Pero la guerra de ocupación de los territorios de una nación despedazada por los cañones Krupp y los fusiles Comblain, deformada por las iglesias que se lanzaron al asalto una vez arrinconados los sobrevivientes, y modelada por la escuela que llegó para los efectos civilizatorios del nuevo Estado, ha resultado un fracaso.
El desprecio racista que ha impedido por siglos ver al mapuche, ha cobrado su precio. Por cada vez que el indio ha sido avasallado por medio de la violencia de las balas de militares y policías, ha vuelto a levantarse con una porfía que no ha sido aquilatada en su complejidad por la sociedad supuestamente blanca, efectivamente usurpadora, históricamente déspota y profundamente ignorante de su propia historia.
Por eso el castigado pueblo palestino se hermana con el pueblo mapuche en tanto víctimas del odio racista más feroz y la codicia, fundadas en razones de una manipulada historia, tanto como en miserable intereses económicos.
Los criminales sionistas, asesinos de niños, impunes por la cobardía de una comunidad internacional transformada en cómplice del genocidio, se han metido en un fango del que les costará salir, a menos que consideren el uso de armamento atómico.
Sus bajas aumentan, y ya son sólo los más recalcitrantes fanáticos son los que los apoyan, encabezados por el premio Nobel de la Paz, que oficia de presidente de USA. Los cobardes que asumen que se puede ser neutral ante el genocidio, incluso entre nuestros políticos sinvergüenzas, ya son menos frecuentes.
Cuando hay firmeza en las convicciones, un combatiente hasta con un viejo fusil puede resistir, como asegura uno que sabe de estas cosas. Y esa máxima también sirve para nuestra propia Gaza, más allá del río Biobío.