Nuevo Libro “Delincuentes, bandoleros y montoneros. Violencia social en el espacio rural chileno (1850 - 1870)”: Más allá de la Ley y la Historia
Chile, país de historiadoras… Tan sólo un breve vistazo a las más interesantes y recientes obras históricas publicadas en nuestro país, ya sea por su tema, su trazo histórico, sus sujetos protagónicos o sus audaces líneas de argumentación, nos hará reflexionar (sin ánimo socarrón) sobre la pertinencia de nuestro antiguo adagio que advierte que esta tierra es propicia para poetas. Ese viejo adagio decía con razón Chile, país de poetas. No obstante, poco a poco y con gran fuerza semántica, podríamos advertir que no sólo por el saber-hacer que encierra, sino que también por una cuestión de género, se trata en verdad de un adagio que debe aprender a conjugarse desde otros horizontes.
Uno de ellos debiera ser sin duda este: Chile, país de historiadoras. Un breve vistazo decimos, nos muestra una serie de extraordinarias nuevas investigaciones historiográficas, todas hechas por historiadoras, de gran nivel epistemológico, y con una visión de la historia de Chile renovada, que descubre sobre la base de un serio trabajo de fuentes, nuevas y más complejas interpretaciones de lo que hemos sido o creído ser.
Ahí están por ejemplo Los debates republicanos en Chile: Siglo XIX de Ana María Stuven, La historia de la educación en Chile de Sol Serrano, el extraordinario Por la salud del cuerpo de Soledad Zárate, o qué decir el Con las riendas del poder: la derecha chilena en el Siglo XX de Sofía Correa Sutil. ¿Chile, país de poetas? Pues bien, se suma una nueva publicación, no por cierto menos interesante e incluso inquietante, a esta sin duda pléyade nacional; se trata de una obra escrita por la historiadora Ivette Lozoya que se titula Delincuentes, bandoleros y montoneros. Violencia social en el espacio rural chileno (1850 - 1870) y que arroja una luz renovada sobre esta nueva triada de sujetos históricos en nuestra historiografía, que aunque presentes en nuestra cultura, son y han sido considerados al margen no sólo de la ley, sino también de la misma historia.
En efecto, una triada ya reconocida en nuestra historia reciente fue tematizada por Gabriel Salazar en su obra Labradores, peones y proletarios. En ella, recordemos, se dota de historicidad a las clases populares procurando sobrepasar las nociones de pueblo-nación y pueblo-desgarrado y así darles una voz y una conciencia particular. En respuesta a ella, Alfredo Jocelyn-Holt elabora su propia tríada en el tercer volumen de su historia de Chile que tituló Amos, señores y patricios, donde se dota esta vez al sujeto criollo de un poder casi filosófico en la construcción de la sociedad y el Estado chileno, que independiente de la revolución que sea, por un efecto lampedusiano, lo mantendrá y detentará sin grandes variaciones de fondo.
Ambas triadas en verdad se necesitan dialécticamente la una a la otra, como el amo necesita al esclavo y éste a su amo para ser y constituirse cada uno en su propia identidad. El sujeto popular de Salazar es un protagonista, un interlocutor, junto a ese sujeto dominante de Jocelyn-Holt que diseña, ordena y gobierna. Pues bien, la evidente esfera de racionalidad de este clásico círculo de normalidad societal y cultural, en Delincuentes, bandoleros y montoneros de la historiadora Lozoya, se cuestiona radicalmente en el desarrollo precisamente de esta otra triada, que expresa aquello que estando fuera de los márgenes, siendo transgresora, y fundamentalmente violenta, también puede constituirse en una clave identitaria y de valor ontológico.
Ahí lo inquietante de la tesis. ¿Cómo es posible que la acción violenta del sujeto popular, al margen de la ley, sea también una acción dadora de sentido y racionalidad? Sin duda, una reflexión naturalizada de la violencia, que no escudriña en su complejidad histórica, obliga a pensar a quien la comete como un sujeto fuera de la ley, pero lo que sorprende de esta obra es que también haya sido pensado –y no sólo a causa de la producción historiográfica- como un sujeto fuera de la historia. Darle un sentido a la acción violenta del sujeto popular, pero sin ningún Deus ex machina de por medio, es un mérito no menor de Delincuentes, bandoleros y montoneros, pues atraviesa el ámbito propio de la historia para adentrarse en los de la filosofía política o en los de las ciencias sociales a fin de darle una mayor plausibilidad a lo que el efecto de las mismas fuentes ya había otorgado. Se percibe por lo mismo, en esta obra de Ivette Lozoya la conjunción y la herencia de la mejor tradición de historia social de nuestro país, que tienen al mismo Gabriel Salazar y a Julio Pinto entre sus más notables historiadores, y que comúnmente realizan un tránsito natural hacia diferentes saberes disciplinarios en sus obras.
Tradicionalmente, nos advierte la autora, la violencia ejercida por los sectores populares es interpretada desde las irracionalidad de las emociones, pero cuando esa violencia es esta vez materializada por las élites en forma privada o a través del Estado que fundamentalmente los representa, la violencia es interpretada como racional, dadora de sentido, de orden, de estabilidad y por supuesto de legalidad. Mientras una es rápidamente desarrollada en la perspectiva de la criminalidad, la otra es naturalizada como resguardo del orden político, social y económico. Por esta razón, es posible que la violencia de los sectores populares también sea interpretada como una respuesta visceral, como una reacción, al abuso percibido y proveniente de las élites.
Ni la una ni la otra es la tesis que late con primacía en el fondo de este libro, sino una alternativa, que hace referencia a que en las acciones de violencia social popular es posible encontrar motivaciones y aprendizajes continuos que generan en los sujetos una identidad colectiva, pues a través de ella nutren, no solo la experiencia cotidiana de explotación y represión, sino también su experiencia de transgresión. De esta manera, la violencia es tematizada como transgresión, pero no en abstracto, sino como transgresión de los patrones de moralidad y símbolos que son leídos como hegemónicos, como construcción colectiva, como dadora de un ethos fundacional a una colectividad que en rigor lo que hace es reorientar la violencia vivida por la exclusión que su condición social conlleva. En consecuencia, la violencia y la transgresión en el mundo popular rural, no son sino, un verdadero discurso oculto que construyen los desposeídos del campo en su relación de conflicto con el poder.
El caso de la transgresión cotidiana femenina es particularmente esclarecedor. Una mujer popular campesina, al pasar la frontera del deber ser cuando decide amancebarse con un gañan, cuando presta refugio, comida y cama a un bandolero, cuando roba a su patrón o cuando vende esos objetos robados; es decir, cuando la mujer popular transgrede los cánones de la bondad, la caridad y la sumisión que le son propias de acuerdo a la moralidad decimonónica, ella al mismo tiempo de ser condenada por la justicia, va construyendo su propia identidad, y es vista e interpretada así por la colectividad, como ícono que nutre una rebeldía soterrada pero consciente, que aprende de la experiencia del error pero que persiste en la configuración de su ethos. Es sin duda una conciencia más acá de la conciencia de clase social, pero al fin es una síntesis que le permite reconocerse y elaborar su propia moralidad, reñida por cierto, pero dadora de sentido. No es sólo por el afán de subsistencia, se trata más bien de acciones violentas (leídas como violentas y criminales) que dotan al sujeto de un contenido diferenciador.
De esta manera, lo que encontramos en Delincuentes, bandoleros y montoneros. Violencia social en el espacio rural chileno (1850 - 1870) de la joven historiadora Ivette Lozoya es una extraordinaria ocasión para discutir el fondo de una historia que hoy sigue siendo causa de conflicto y contradicción epistémica, sobre todo cuando de lo que se quiere hablar es de algo extremadamente complejo y sutil, por muy paradojal que suene, como lo es la violencia del sujeto popular. Es en rigor lo que hace un buen libro de historia, nos obliga a mirar el presente, aunque de lo que se está hablando sea la existencia de un pasado del que sólo tenemos rastros, ruinas o rumores.