La firma de la Reforma Tributaria: el amor por los 90
De pronto la niebla de la Nueva Mayoría se disipó para mostrar el camino obstruido por el bulto deforme de la Concertación. A muchos se nos vino a la cabeza –maliciosamente, de qué otra forma podría ser– la imagen de las manitos levantadas tras el acuerdo que puso fin a las movilizaciones de los secundarios el 2006. Llega a ser aterrador: siempre que estas gentes se sonríen unas a otras y se sientan a la misma mesa con las plumas destapadas, algo grande y hermoso se va a la mierda.
El asunto es doblemente complejo si se piensa que en 2006 Bachelet llegó prometiendo un “gobierno ciudadano”, que antes de intentar estrenarse fue rápidamente depositado en una bolsa negra y olvidado en los sótanos de La Moneda. En el segundo ciclo bacheletista, el novomayoritismo bienpensante se ha rendido en un gesto algo naif ante la propensión al cambio declarada por la presidenta y su programa. Para su desgracia, y por más que sólo lo digan en voz baja, la escena de la firma ha sido un golpe bajo para ese acto de fe, principalmente porque la gestión del acuerdo para la reforma tiene tanta importancia como la reforma misma. No es sólo llegar a firmar, es importante cómo llegan y quiénes llegan a la mesa.
Criticado por amplios sectores vinculados a los movimientos sociales e incluso por el PC, el consenso de la reforma pone sobre la mesa los peores aspectos de la vieja política de los acuerdos, partiendo por la absoluta falta de voluntad del gobierno a ejercer las mayorías de que dispone, agrandando en el discurso el fantasma de una derecha terrible que, vaya curiosidad, ellos siempre ven más grande y peligroso que los demás. Y es que la política de los acuerdos es como un baile de salón: requiere de una invitación muy exclusiva y se baila de a dos. En última instancia, a la Concertación –uso el término con toda (mala) intención– no le conviene que desaparezca la derecha, o que llegue a debilitarse tanto como para volverse prescindible. La estructura misma de la gobernabilidad –esa que afanosamente cuidan los señores de las plumas–, se vendría abajo.
Pero el asunto no concluye en la relaciones derecha-Concertación. Dado su fundamental sentido económico, el episodio nos pone ante una arista absolutamente clave a la hora de evaluar la potencia transformadora del bacheletismo, que interpela su real voluntad de afectar el poder omnímodo del empresariado chileno. Dicho en breve, no es posible ninguna agenda de superación efectiva del Estado subsidiario chileno, por mínimas que fueren sus expectativas, que no asuma un curso de colisión con el gran empresariado. Decir que el neoliberalismo es un régimen de mercado es menos cierto que postular que es uno donde se ejerce la absoluta primacía del gran capital como clave universal de la vida. Ahí está pues, el adversario directo de cualquier agenda de transformación que se proponga avanzar, aunque fuese un milímetro, en la dirección de la justicia social; y es precisamente ahí donde el proyecto inicial de la reforma, por efecto de su ingreso en la máquina de los acuerdos, recibe uno de sus embates principales.
En tercer lugar, el episodio muestra la persistencia de un sentido común que cruza de borde a borde el modo en que se entiende la representatividad en las cúpulas oficialistas. Según las afirmaciones de la propia presidenta, estamos ante una muestra concreta de la voluntad de diálogo declarada por el gobierno: “y ese es el mismo espíritu que va a llevar adelante el gobierno con todas sus reformas”. Si nos apegamos a sus palabras, los procesos de reformas que vienen nos pondrán frente a la misma mesa, los mismos ternos, las mismas coaliciones noventeras y la misma hipocresía, por medio de lo cual estará asegurada tanto la sacrosanta unidad nacional como la exclusión de los que siempre han estado fuera de la política formal.
A contramano de todo, de paso, el país habrá vuelto a esos mezquinos años 90 que por obra de la industria televisiva se vuelven ahora algo para amar. La propuesta que nos llega no es otra que valorar lo malo por encima de lo pésimo, la política de los acuerdos por sobre el Estado de sitio, la vil gestión civil del neoliberalismo por sobre la cruel administración del Estado subsidiario con carapintadas en la calle, la colusión de los grupos económicos por sobre las tanquetas, el tartamudeo del ministro Rojas por sobre la vocecilla infame de Pinochet; en fin, tratar de encontrarle el lado bueno a la época del gran bostezo, educar al país en el olvido de las utopías para pasar a la valoración de los “bienes superiores de la patria” (aquellos que se invocaron para eximir de culpa al Pinochet de los pinocheques), difundir la vulgata que predica con voz de templos que las mediastintas siempre son mejores que la lucha de un pueblo por su verdadera emancipación.
Por eso la comparación que no procede aquí es la de los 90 versus los 70 y los 80. Estamos sencillamente ante un tiempo nuevo, cuyo juicio principal se entabla en torno a las posibilidades y los signos que debe tener un proceso de apertura de un auténtico nuevo ciclo político. Ese tiempo, esas generaciones, no refieren sus expectativas a la superación mezquina de la dictadura, e interrogan los 90 desde las preguntas y las urgencias que instaló el 2012. Es allí donde la fea imagen de la firma de la reforma tributaria nos hace pensar, de nuevo, en las siempre ominosas bolsas negras.