Política
[caption id="attachment_17228" align="aligncenter" width="648"] Tomado de yurijojo.deviantart.com[/caption]
MV: Cómo sustraer nuestras lecturas de la Unidad Popular del signo de la catástrofe, cómo interpretar el acontecimiento que nombra Allende sin tocar esa herida o punzadura que acompaña su figura. A propósito de estas preguntas, y de la música de la palabra “compañero presidente”, Patricio Marchant elaboraba en Desolación. Cuestión del nombre de Salvador Allende (1990) toda una teoría del signo, de la puntuación, de la historia que habría que volver a interrogar con cierta urgencia. Y no solo porque cabe sospechar que en esa teorización se cifraba y adelantaba un pensamiento sobre el ritmo de la historia, sobre su respiración, sobre sus formas de exposición y representación. De algún modo, en el estilo tardío en que Marchant (re)comenzó su escritura a comienzos de la década de los ochenta, es posible volver a encontrar ese manojo de preguntas que tú adelantas sobre la memoria traumática del 11 de septiembre de 1973. Memoria de un golpe, de una política de la finitud que abre la pregunta por el acontecimiento y su inscripción. Ya sea que nuestras referencias orbiten en torno a los debates en que la crítica se compromete a propósito del Golpe de Estado, ya sea que nuestras referencias se orienten a la memoria visual que pacientemente el arte elabora durante los años de la dictadura, la pregunta que parece sobredeterminar el conjunto de la escena crítica chilena no es otra que la pregunta por la representación histórica. Pensada desde la perspectiva del acontecimiento se diría que esa pregunta buscaba representar el acontecimiento, señalar sus condiciones de inscripción. Decir el acontecimiento, ¿es posible?, ¿se puede pensar el acontecimiento? Contra lo que podría esperarse, estas dos preguntas no se organizan bajo un mismo tren de pensamiento. Por supuesto, un lector o lectora atenta al panorama filosófico contemporáneo podría reconocer fácilmente en ellas la huella del pensamiento de Derrida o Badiou. Tras estos envíos encontramos un común esfuerzo por pensar la política, por descifrar el secreto que como cripta o cifra la determina. La tarea es del orden del concepto de lo político, de lo que se agita en la actividad que comúnmente asociamos a esa palabra. Y no obstante ello, podría decirse que la pregunta por el acontecimiento cifra otras obsesiones, otros temores que abren la pregunta por el acontecimiento a la memoria de un duelo de la política que todavía parece velar nuestro sueño. En este sentido, llama poderosamente la atención la centralidad que una película como Blade Runner tuvo y tiene en la memoria de toda una generación. Esa memoria es una memoria de muerte, es cierto, pero también se puede ver en ella la memoria de un sueño de angustia, la huella de un im-presentable porvenir. De esa memoria visual, se destaca como un punctum el parlamento final que profiere antes de morir Roy Batty, el replicante: “He visto cosas que ustedes no creerían/He visto naves de guerra ardiendo más allá de Orión/ He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser/ Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia/ Es hora de morir”. Este parlamento ha obsesionado a toda una generación. Lo encuentras en exergo en las pinturas aeropostales de Eugenio Dittborn, en algunos textos de Pablo Oyarzún, en entrevistas de Raúl Zurita, etcétera. En extremo, podría decirse que las dos líneas finales del parlamento de Roy organizan cierto pensamiento de la política en Chile, cierto pensamiento crítico que no es ajeno a la lluvia, la caída, el clinamen. Ahora bien, si atendemos a la línea de muerte que corta la palabra del replicante, que la corta tildando una verdad, suspendiendo la declinación nihilista en que parece concluir todo acontecimiento, no es extraño advertir, entonces, que la política sea pensada bajo el signo de la desaparición.
OAC ¿Cómo nominar un acontecimiento en política? ¿Cómo sugerir qué es lo que en Chile habría sido un acontecimiento sin pasar por la lectura de los que en Chile tematizaron esta pregunta? Me vienen como evocación de esta pregunta muchos libros por los cuales ese debate al parecer en Chile no deja de pasar y de abrir heridas, pensamientos y formas de habla. Estoy convencido que aquí habría que abrir varios libros y escudriñar en varios debates que no están a mi alcance en este momento. Pero debo decir que entre esos libros no sólo pondría Sobre Arboles y madres (1984), Escritura y temblor (2000), Patricio Marchant. Prestados nombres (2013), Heterocriptas (2011), sino también todo lo que ocurrió en términos de una gran conversación entre los textos de Tomas Moulián, Nelly Richard, Willy Thayer, Carlos Pérez-Villalobos, entre otros, y que ya forman parte de los anaqueles de un debate y de posiciones con respecto a la relación entre acontecimiento, trauma, memoria, soberanía, artes visuales. Habrá que escudriñar aún más para saber qué es lo no se habría dicho sobre la relación entre política y acontecimiento. Con respecto a lo que llamas aquí, no sin evocar a Marchant, el acontecimiento que nombra a Allende, me atrevería a decir que la nominación de ese acontecimiento es doble y que está desplegada en las páginas de un debate que tiene más de 10 años. Creo que es interesante insistir sobre la palabra compañero que tomó lugar durante la experiencia de la Unidad Popular. Esta palabra “tocó sin tocar” la vertebra del esqueleto de la representación moderna en el sentido de que estuvo atada a un imaginario de experiencia común y, por lo tanto, de confirmación de que la política es una experiencia genérica, es decir, experiencia en comunidad. El carácter acontecimental de esta palabra articuló la experiencia de una comunidad que no había tenido lugar hasta antes de la experiencia allendista. De hecho, tal vez sea —y creo que así lo sugiere Marchant— la única experiencia política donde la lengua nomina desde cierta plenitud experiencial de los nombres. El presidente no es sólo el presidente, es también el “compañero Allende”. La organización del poder popular es impensable sin el vehículo de esa palabra que corta el sonido en dos; los que la escuchan y los que escuchándola la inmunizan, la niegan, la contienen. “Compañero” es una palabra de raíz latina que significa persona que comparte su pan y, sin duda, recorre todo un imaginario comunero y que, por supuesto, se encuentra en el cristianismo primitivo de los que compartían el pan y el vino como ritual de la eucarística. La “empanada y vino tinto” también acompaña el ritual de la configuración simbólica y comunitaria de la experiencia de la Unidad Popular. Hay un cristianismo residual en la política del nombre y en el sistema de habla de los militantes de la UP. Por eso, la palabra “compañero” estaría inscrita en el plano de inmanencia de cierta teología cristiana y de sus acontecimientos dentro de las formas en que la identificación con el cristianismo ha funcionado en la relación entre cultura “postcristiana” y política. Esta relación encontró en la nominación del nombre de Salvador Allende y de la palabra compañero lo que reunió, “recibió y dio forma” a la comunidad política de la UP. La palabra “compañero” nomina e inscribe a la comunidad en un contexto donde la verdad religiosa no es dominante. De manera que si bien no se trata de una palabra religiosa y su entonación tampoco es “pechonea” el “con pan” para las clases sociales más desposeídas y para las clases trabajadoras, su música como tú dices, los interpela desde el éxtasis del carnaval político. En este sentido, creo que la plasticidad de la palabra “compañero” trabaja en la composición de una política de los afectos y, de esta manera, no sólo compone la condición de una comunidad, sino también la de la política como acto del nombrar. ¿Qué es lo que se nombra? La reunión, la “eucaristía del cambio social” en el nombre de la “transmisibilidad” de la ofrenda de futuro y de la consigna que generó esa máquina semiótica de reproducción afectiva en las algarabías del grito: “crear, crear, poder popular”. Aquí el lenguaje y la palabra se encarna en el aullido de la condición mística con la que se va a polarizar el interregno político y económico. Así, la palabra compañero, del lado de las “pasiones alegres”, mueve los cuerpos de la comunidad reunida, desencajaba estilos y hasta reorganiza la moda en nombre de una unión conformada, como decía Allende, por “marxistas, laicos y cristianos”. Sin embargo, es también la palabra del antagonismo irresoluble, de la división política entre amigos y enemigos, del interregno desplegado de cabo a rabo y, entonces, de la movilidad hiperactiva de la sociedad. Por eso, toda la estructura afectiva de la palabra será confrontada, acosada con los enormes ladrillos de la contención y la defensa de los privilegios de clase. La violencia que asesina y golpea antes de la consumación de lo que ocurrirá por aire la mañana del 11 de Septiembre había, en todo caso, comenzado con el asesinato del General René Schneider, el cual fue planificado y perpetrado para impedir que Allende llegara al poder. La violencia desatada desde a penas comenzado el gobierno popular es también un intento por contener la palabra compañero porque desde la expresividad de la materia que la sostiene y la emite, la palabra interrumpe el orden pactado internacionalmente de la burguesía. No es casual que Patricio Guzmán titula a la segunda parte de La batalla de Chile (1979) “La insurrección de la burguesía”. Esta insurrección se levanta en nombre de lo que la palabra compañero encarna desocultando los pactos de la burguesía con el capitalismo internacional. La insurrección de la burguesía le cobra a la palabra su primer muerto. Una bala que sale de la sede del Partido Demócrata Cristiano mata al obrero Jorge Ahumada. Se podría decir con Borges In memoriam de J. A. que la bala que saca de su anonimato al que ya no puede seguir siendo interpelado por el lenguaje de la comunidad “es antigua”. Es la misma bala que había provocado la muerte de los obreros del salitre en la Escuela Santa María de Iquique (1907), la misma que asesinó a los obreros del cobre en el mineral de El Salvador (1966) bajo el gobierno de Frei Montalva y la misma que con mano asesina pondrá fin a la afectividad de la pasión alegre que compuso la “música ficta” de la que tú, junto a Marchant, hablas aquí. En efecto, la experiencia de la UP es el primer acontecimiento de la política como desborde del “pueblo emancipado” de los consensos que reproducen el orden. Este acontecimiento es el de la política como experiencia genérica de los militantes de un programa de gobierno que desborda la estructura jurídica de la soberanía liberal-burguesa y la hace reaccionar a la oposición hasta provocar el golpe de 1973. Este segundo acontecimiento es el de la rotura del hueso vertebral que sostenía la tradición democrática y constitucionalista de Chile. Es, como creo que tú también lo has sugerido, el fin de la representación moderna. El fin moderno del programa de gobierno de la UP es también el fin del siglo XX en la medida que el Estado-nación llega a su agotamiento como entelequia destinada a controlar los procesos de socialización y, por lo tanto, es el fin de un modo de “hacer política” que hoy ha cambiado. Este cambio, “postpolítico” hablaría de nuevos modos de expresividad de la política. ¿Por qué habría que seguir pensando la política como el arte del duelo? Pienso que en Chile ha cambiado completamente el escenario de las políticas del duelo y que la comprensión de la política ya no pasa por el saber de la memoria del golpe, sino por el encantamiento de los antagonismos como medios por los cuales la política vuelve a respirar o a despertar del pesado sueño de la memoria administrada como política de control y normalización.
MV: Y sin embargo, querámoslo o no, seguimos pensando la política a partir de la memoria del golpe. Ya sea como duelo cumplido, ya sea como pensamiento del acontecimiento, la punzadura de esa caída determina fantasmáticamente la memoria del porvenir. Dices que es necesario desplazar esa memoria, que debemos despertarnos de una vez del sueño de Allende. Pero, como atravesar el fantasma, como afirmar el imperativo de la vigilia, del yo soberano, de la conciencia vigilante, sin volver a hundirse nuevamente en la noche de la nada. Hay en todo despertar un deseo de Aufklärung que debemos interrogar sin descanso. Esa ilustración del sueño que demanda la vigilia de la razón amenaza siempre con traicionar la herida que el sueño vela. De igual modo, nunca se puede estar completamente seguro si hemos ya despertado o seguimos soñando. Esa zona umbral, de vigilia y sueño, es quiza la zona en la que habitamos. Un zona artificial, fascinante, alucinatoria que trae a la memoria la réplica de otras memorias, los espejos de otras zonas. Si todas nuestras memorias son falsas memorias, si ellas son en el sueño memorias de otros sueños, importa menos su virtualidad onírica que el hecho de que ellas nos habrán dejado pensar lo impensable. Obsesionado por estas preguntas, por los problemas a que dan lugar, Derrida sueña en Fichus con un sueño que fuese más vigilante que la vigilia, más pensador que la conciencia. Ahora bien, como no traicionar la memoria que el sueño vela, como no traicionar el sueño de la memoria al momento de afirmar la necesidad de contestar la demanda del fantasma. Pues, esa demanda, una demanda heterotestamentaria de justicia, se expresa hoy en la calle en los tiempos disyuntos que nos ha tocado vivir. Que esa demanda baliza una cripta, que está cargada de traiciones, vergüenzas y denegaciones, es algo con lo que debemos contar al momento de pensar la política. Por lo demás, la misma noción de acontecimiento —esencial a la comprensión de la política en la modernidad— incluye en sí misma las dimensiones de la vigilia y el sueño, de lo diurno y lo nocturno. Podría incluso afirmarse que es a partir de la oposición entre lo diurno y lo nocturno, entre la vigilia y el sueño, que la modernidad elaboró la noción política de acontecimiento. Noción espectral, en la cual el acontecimiento se encuentra suspendido en un tiempo de la memoria y de la espera. Tiempo de una evidencia inmemorial, a la vez que improbable. Solo hay acontecimiento auténtico, cuando se alcanza el punto crítico en que la memoria se une con la espera, cuando la experiencia va al encuentro de los hechos por venir. Este tiempo es un tiempo del testigo, ahí donde el testigo milita a favor de la doble temporalidad de la experiencia y de la espera. De ahí tambien que pueda advertirse en la condición moderna de la militancia la condición de testificacion de la política en la modernidad. El “ser del futuro” de la modernidad, o lo que puede describirse como la legitimación progresista del proyecto moderno, se construye mediante una doble testificación del pasado-futuro (las enseñanzas de Koselleck, son sin duda fundamentales). A esta doble testificación del pasado-futuro le es esencial la noción política de acontecimiento. Pues, pensar la política como acontecimiento es condición para pensar la militancia como testificación de una experiencia política de la temporalidad. Las famosas tesis sobre la historia de Benjamin pueden muy bien presentarse aquí como documentos probatorios de una noción de acontecimiento elaborada a partir de esta doble testificación del tiempo en la modernidad. Que el continuum de la historia sea identificado con el progreso, que sea esa noción de progreso la que debe ser interrumpida por el ahora inmemorial de la memoria de los vencidos, no viene sino a enseñar que la comprensión benjaminiana de la política se organiza a partir de una noción de acontecimiento suspendida entre el tiempo de la memoria y el tiempo de la espera. Por otro lado, estas formas de testificación del acontecimiento han dado lugar en la tradición de izquierda a viejas y nuevas memorias de la resistencia, a complejos bestiarios de la revolución que debemos revisar y discutir con pasión. Pensando en estos problemas Daniel Bensäid se atrevió a proponer en Résistances (2001) un ensayo de topología general del acontecimiento. En ese ensayo, el bestiario de la revolución —que está pensado a partir del acontecimiento y de la razón militante moderna—, es el bestiario de una única figura: el topo. En efecto, el topo, “el viejo topo” marxista, es para Bensäid la figura ejemplar de la resistencia y la revolución. Las toperas nos hablan de ese laborioso tiempo de espera, de ese trabajo incansable por el porvenir. Trabajo obstinado, paciente, subterráneo, trabajo de zapa. Y sin embargo, cabe preguntar si no debemos dar lugar en el tiempo actual a otras figuras, a otros bestiarios para pensar una práctica política sustraída de todo horizonte de futuro, nómade ella misma en un presente absoluto. Volviendo a las marchas y movilizaciones que hoy colman las plazas y alamedas de Chile, recuerdo un coloquio que sostuvieron hace poco tiempo atrás Alejandra Castillo y Willy Thayer en la Universidad ARCIS, donde discutían la necesidad de abrirse a nuevos bestiarios para pensar la política y las prácticas de resistencias. Nuevos bestiarios que desplazaran las metáforas militantes del topo y la topera para dar lugar a otros mapas zodiacales, a otros bestiarios y formas de acción política. Las ondulaciones de la serpiente deleuziana, el paciente trabajo de los caracoles zapatistas fueron citados en esa conversación en auxilio de un pensamiento que buscaba otras figuraciones, otras resistencias. Existir es resistir, dice la consigna. Existir pasa hoy en día por redefinir la relación entre política y temporalidad.
OAC: No estoy seguro de que hoy se piense completamente la política desde la memoria del golpe, aunque no hay duda de que esta ha sido crucial en el desarrollo de las políticas estatales y no estatales de la transición de la dictadura a la democracia. Como ambos hemos venido señalando, estas políticas están inscritas en la economía del duelo y creo que como tales pertenecen a efectos de memoria. Entonces, sin necesariamente estar en desacuerdo contigo, diría que la política se piensa desde al menos tres ejes de conformación política de la memoria y que estos, en sus efectos, están sujetos a una economía que no es ni unilateral ni homogénea, sino heterotópica y múltiple. Se trata de una economía que funciona como vertedero de residuos nemotécnicos y que sus formas de articulación dependen de las agencias políticas que estas encuentran. En el primer eje de esta economía está la apertura y desborde de la estructura parlamentaria que significó la experiencia popular durante los primeros años del gobierno de Allende. Se podría decir que la inscripción de este evento es la materia residual con la que se conforma la memoria política de una experiencia y de un experimento político inédito en el imaginario de la izquierda. Su condición inédita está dada por el hecho de que la izquierda estaba fuertemente dominada por el triunfo de la Revolución Cubana (1959) y la ideas guevaristas del foco guerrillero. Ni las técnicas de los barbudos ni el foco eran considerados por la UP. De hecho, los militantes del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionario) deben de sufrir de la enfermedad denunciada por Lenin en una célebre frase: “el ultraizquierdismo caballo de trolla del imperialismo”. La experiencia y el experimento allendista se despliegan en la interioridad del régimen parlamentario-democrático. Se podría decir que el triunfo popular es nuestro “mayo del 68” a la chilena y, si embargo, la especificidad de su experimentalidad es específica de una situación local que sigue las coordenadas constitucionales de su propio impulso democratizador. Dicho de manera muy rápida, si hoy la democracia parlamentaria es el “equivalente general” de la dictadura del capital, el socialismo liberal de Allende fue el intento más serio por llevar a cabo lo que Etienne Balibar, por ejemplo, llama “igualibertad” intentando resolver la paradoja insoluble con la que carga la democracia liberal al buscar la igualdad entre los hombres al mismo tiempo que la suprime en la inequidad generada por el derecho a la propiedad burguesa. El segundo eje es el de la cancelación del “experimento Allende”, es decir, el golpe como fractura de una tradición que con la UP se había radicalizado por la vía democrático-liberal. Con el golpe se esfuma la aspiración de resolver en términos “liberales” la relación entre igualdad y libertad dentro del paradigma de democracia-parlamentaria. Si el golpe es una alegoría apocalíptica del fin de la modernidad criolla es, precisamente, porque pone fin a la aspiración de la igualibertad desde el liberalismo parlamentario. Lo que tú llamas la punzadura de lo que determina fantasmáticamente el porvenir se pone en marcha como condición de una derrota, como pulverización del cemento de una efímera construcción y como legado tortuoso de varias generaciones que van desde los actores directos hasta aquellos hijos que por efecto padecieron la crueldad de lo que Moulián llama el dispositivo del terror (tortura y desapariciones, doctrina del shock) y del saber de la dictadura (1980-Pinochetismo-Guzmaniano). En efecto, las dimensiones de este evento político-militar-constitucional de cancelación y re-invención de todo el modo de producción en Chile se inscriben en la conciencia de la izquierda moderna como el gran evento traumático de pensamiento de la política. Hay muchas razones por las cuales creo que es necesario abandonar sin abandonar la herencia del trauma y de la condición postraumática de la economía del residuo de la memoria del golpe de Estado en Chile. Lo que no se puede abandonar, lo que no tiene transacción y podríamos decir que condensa la complejidad del drama y la derrota (el trauma) es el duelo imposible para las víctimas de la represión y la política de exterminio provocada por el terrorismo de la dictadura. Pero también y en esto hay que ser bastante claros hay que hacerse cargo de la comedia, de la conciencia melodramática (el postrauma) de la “postdictadura”. Desde que comenzó la llamada transición democrática la conciencia melodramática—lagrimón y clamor de la heroicidad del pasado—experimentó un enorme auge en nombre de la administración de la memoria del golpe. Creo que podemos reserva la palabra aflicción para este fenómeno ya que, como sabes, es una de las acepciones para la traducción del texto de Freud Duelo y melancolía (1915) que los expertos resisten. Esta palabra que designa a quien sufre, al que está afligido constituye una poderosa plaga emocional del comercio político y, en algunos casos, del ascenso a lugares de poder determinados por la burocratización de la política en manos de una casta de “viejos cuadros” de la izquierda. Así, los efectos de la heroicidad sin retorno se institucionalizan en el orden de la memoria pactada como criterio de estabilidad política y, por supuesto, como panteón de la estéril e impotente memoria institucional del Estado. El efecto perverso de esta memoria y de lo que “la izquierda afligida” ha hecho con ella lo conocemos a partir del boom de la “transición”, cuyo principal objetivo fue la naturalización del orden construido por el dispositivo de saber del pinochetismo-guzmaniano. Se podría decir muchísimo más sobre esto. No obstante, me interesa señalar que hay un tercer eje de la memoria y que pareciera estar en pleno apogeo y pensando en lo que mencionas de los “nuevos bestiarios” no estoy seguro que este tercer eje de memoria desplace la figura del marxista topo, creo más bien que la complementa. El tercer eje de memoria es lo que de manera provisional podemos llamar el eje de la memoria del pingüino, la cual es tan compleja en su composición como las dos anteriores. El pingüino de la rebelión estudiantil en su condición de estudiante secundario emerge desde las entrañas del giro visual y tecnológico de siglo XXI. No obstante, tiene, por un lado, ese extraordinario legado de la historia de la FESES que recoge magistralmente el documental Actores secundarios (2004) y, por otro, conoce, al igual que todos, residualmente los dos primeros ejes de la memoria debido a boom visual que, sobre todo, la segunda ha tenido en los últimos diez años en Chile. Al mismo tiempo, el pingüino tiene toda esa cultura iconográfica del video juego, el play station, el Internet, los dibujos animados japoneses, las películas de Hollywood como Vendetta, el video clip thriller de Michael Jackson, Pokemon, Gokú o los caballeros del Zodiaco. Son iconos movilizados desde la función des/apropiadora de la potencia política que encuentra en la llamada “cultura del espectáculo” la fuerza indiciaria de los universales en política. En otras palabras, estos íconos que la cultura de la izquierda tradicional condena a cultura chatarra para diagnosticar el aburrido tema de la sociedad de consumo son, paradojalmente, puestos al servicio de una política movilizadora y desnaturalizadora del orden. La política del pingüino que llegará a formar parte de la mochila universitaria contra el lucro en educación y a orientar estrategias de democracia asamblearia es en Chile un gran evento político que rompe la aflicción y las pasiones tristes de la izquierda tradicional. Efectivamente, este tercer eje requiere de la imaginación de una enciclopedia china al más puro estilo de Borges y de la risa que esta le causara a Foucault. Se trata de pensar la política buscando en el devenir-pingüino radicalizar la escisión entre las categorías del vocabulario de la izquierda tradicional-liberal y lo que actualmente sería la cuestión de la potencia política como cuestión de los “nuevos bestiarios”. En el desarrollo de ese bestiario que, como señalas, Alejandra Castillo y Willy Thayer han propuesto como invención de la política y de la militancia, habrá que seguir desde la condición horizontal el iniciado y encarnado por el propio movimiento estudiantil. A esta propuesta habría también que añadir el reciente artículo de Rodrigo Ruiz donde advierte del fin del desencanto como augurio de un “nuevo comienzo” de la política y de lo que aquí podríamos llamar el otro lado del espejo, es decir, el lado de los juegos encantados de Alicia y también del efecto Peter Pan como resistencia al orden de la realidad naturalizada en nombre de la temporalidad del desencanto de la política.
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Términos anteriormente publicados:
Conversación. 29. Abril.2014
Militancia. 6.Mayo.2014
Democracia. 13.Mayo.2014