Los desafíos pendientes frente a las demandas históricas de los pueblos indígenas
Recientemente el designado Intendente de la Región de la Araucanía, Francisco Huenchumilla, pidió perdón al pueblo mapuche “por el despojo que el Estado hizo de sus tierras y sus bienes”, así como también “a los colonos y sus descendientes”, quienes a su juicio han sufrido las consecuencias de haberlos traído a un “lugar inadecuado en un momento inoportuno”.
Este reconocimiento, por una parte, del proceso usurpatorio mediante el cual es Estado chileno se impuso en los territorios que ancestralmente han habitado los pueblos indígenas, y por la otra, de “la raíz (histórica) de nuestros males presentes”, en alusión a los problemas de convivencia interétnica que hoy se verifican en esa región y que algunos de forma inapropiada denominan conflicto mapuche, como si éstos fueran el origen del problema, constituye sin duda un primer paso –aunque hasta ahora solo sea un gesto individual- hacia lo que debiera ser el espíritu que motive todo diálogo para reparar el daño causado y que oriente la política pública en la materia.
Y es que la solución definitiva a los conflictos que han marcado la relación entre el Estado y los Pueblos Indígenas a lo largo de dos siglos, y que continúa agudizándose, como lo demuestra la reprimida movilización del pueblo Rapa Nui o la defensa jurídica con que los pueblos del norte procuran evitar el aniquilamiento de sus comunidades y costumbres debido a la escasez hídrica, agudizada por un descontrolado extractivismo minero, únicamente se puede alcanzar si tiene como base la actitud decidida del Estado de asumir su responsabilidad frente a estos abusos y la violencia que ello origina.
Lo anterior, como punto de partida del diálogo. Seguido del reconocimiento de la preexistencia de estos pueblos a la conformación del Estado, del cese inmediato de la criminalización de sus demandas y el uso de la violencia policial para combatir su protesta social, que ha alcanzado a mujeres, ancianos y niños con total desproporción. Además de garantizarles a nivel interno los derechos individuales y colectivos que se encuentran consagrados en el derecho internacional de los derechos humanos e indígena, en particular a la autonomía, a la libre determinación, a la consulta previa y a definir sus propias prioridades en materia de desarrollo.
Solo así se estará en pie de iniciar la reparación de una deuda histórica que el Estado mantiene olvidada, y que continúa por lo mismo siendo el principal desafío de toda administración, sea cual sea el signo político de quienes la encabecen.
Reconocimiento constitucional
Chile, junto a Costa Rica y Uruguay (donde el genocidio indígena fue prácticamente absoluto), son los únicos países de América Latina que teniendo existencia de pueblos indígenas no les han reconocido en su Constitución Política. Determinándose aquellos que así lo han consagrado como estados multiculturales o plurinacionales, generando de este modo relaciones de mayor simetría de poder al momento parlamentar y definir prioridades.
Si bien en nuestro país existen desde hace años esfuerzos legislativos que han procurado buscar este reconocimiento, estos están muy lejos de avanzar en la dirección correcta, por lo que han concitando un rechazo categórico tanto de organizaciones indígenas como de la sociedad civil. En ellos se insiste en instaurar la noción de que “Chile es una Nación única e indivisible”, por lo que toda aspiración de autonomía o libre determinación por parte de alguno de estos pueblos atentarían contra las bases de la institucionalidad, que es el capítulo de la Constitución donde se estipularía dicho reconocimiento. Abriendo nuevas puertas a la represión de dichos pueblos.
Si bien en su propuesta de gobierno Michelle Bachelet reconoce este punto como “un desafío impostergable”, plantea que ello será en el marco de la discusión por una Nueva Constitución. Planteamiento que minimiza su importancia, al circunscribirlo a una deliberación más amplia; impone ese espacio como mecanismo para su consagración sin hacerse cargo de la obligación de consultar previamente a los pueblos indígenas, como lo establecen tratados internacionales vigentes; y tampoco aclara que más allá de un asunto de voluntad política, este reconocimiento es un compromiso incumplido por el Estado hace más de una década, contraído en el marco del acuerdo de solución amistosa firmado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, ante la denuncia presentada a dicho organismo por el desplazamiento obligado de comunidades y la inundación de un cementerio indígena por la central hidroeléctrica Ralco.
Criminalización y militarización
La improcedente aplicación del poder punitivo y policial del Estado para perseguir las legítimas demandas de los pueblos indígenas, incluido uso de leyes especiales como la ley antiterrorista, fue planteada con preocupación ya en el año 2003 por el Relator Especial de Naciones Unidas sobre derechos de pueblos indígenas, Rodolfo Stavenhagen, tras su visita oficial al país. En dicha oportunidad denunció que esta “criminalización de la protesta social indígena” constituía una violación de derechos humanos y conminó al Estado chileno a modificar su actuar, además discriminatorio.
Tras este claro primer pronunciamiento, diversos han sido los órganos de Naciones Unidas que han hecho recomendaciones en el mismo sentido, incluido el Comité de Derechos Humanos de la ONU en el marco de los dos Examen Periódico Universal (EPU) que Chile ha rendido a la fecha (2009-2014), donde dos tercios de las reconvenciones al Estado se relacionan con la situación de los pueblos indígenas, y principalmente el Pueblo Mapuche. También organismos internacionales como Human Rights Watch, la Federación Internacional de Derechos Humanos y Amnistía Internacional se han sumado a estos pronunciamientos de alerta. Mientras que la Corte Interamericana de la OEA está ad portas de entregar su fallo –obligatorio para el Estado- por tres denuncias interpuestas por falta al debido proceso en juicios a personas mapuche.
No obstante esta condena internacional la situación lejos de resolverse, ha recrudecido. A los brutales allanamientos masivos de fuerzas especiales de Carabineros desde inicios del 2000 en tierras mapuche, han seguido los secuestros, los interrogatorios ilegales, la tortura e incluso el asesinato por parte de agentes del Estado. Siendo lo más grave, que todos estos delitos no han afectado únicamente a adultos, incluidas mujeres y ancianos, sino también a niños, con las consecuencias traumáticas irreversibles que ello representa. Por otra parte, sus territorios han sido objeto de un proceso de “militarización”, instalándose puestos permanentes policiales que buscan intimidar a las comunidades, y que generan mayores grados de violencia.
A 10 años de la visita de Stavenhagen, esta agudización del conflicto fue evidenciada por la visita oficial de otro relator especial de la ONU, Ben Emmerson, a cargo de la protección de los derechos humanos en la lucha contra el terrorismo. En su informe, Emmerson sostuvo que “la ley antiterrorista ha sido aplicada de manera desproporcionada y discriminatoria contra el pueblo mapuche”, por lo que llamó a las autoridades a cesar de inmediato su uso. Exhortando además al gobierno a situar la situación mapuche entre las principales prioridades del diálogo político y trazar un Plan Nacional para resolver la demanda territorial de los pueblos indígenas. Pues “en ausencia de una acción rápida y efectiva a nivel nacional, esta situación podría escalar rápidamente y convertirse en disturbios y violencia generalizada”, sentenció el relator. Hechos recientes demuestran que tenía razón, pero sigue pendiente la restitución territorial por parte del Estado.
Consulta de buena fe
El Convenio 169 de la OIT, ratificado y vigente en Chile, consagra el “derecho a la consulta de buena fe” ante medidas susceptibles de afectar a los pueblos indígenas (artículo 6) y a “definir sus propias prioridades en materia de desarrollo (artículo 7). Sin embargo la suscripción de estos estándares internacionales, en el contexto de ausencia de reconocimiento constitucional y de criminalización de sus demandas antes descritos, más allá de importar mayores grados de respeto a los derechos de estos pueblos ha generado un nuevo foco de tensiones.
En efecto, si antes se les consideraba el origen de las situaciones de conflicto y violencia que se experimentan, hoy se les acusa además de oponerse el desarrollo del país, al exigir la garantía de estos derechos ante los tribunales de justicia frente a mega proyectos extractivos (mineros, forestales, hidroeléctricos, geotérmicos, y de piscicultura, entre otros) que proliferan en sus territorios, varios de los cuales han sido detenidos por resoluciones judiciales. Visión que ha sido alimentada a su vez por los medios de comunicación, donde abundan la referencias a una supuesta “judicialización” e “inseguridad para invertir” en Chile, atribuida a estos pueblos.
De mantenerse este abordaje erróneo de una situación histórica de usurpación no resuelta, nunca se comenzará a abordar el problema de fondo, que no es otro que la disputa por la tenencia de la tierra y la restitución territorial a sus propietarios ancestrales: los pueblos indígenas.
Por lo mismo, las medidas anunciadas por la administración de Bachelet resultan insuficientes. Puesto que la creación de nuevas institucionalidades, sin facultades mayores ni asignación de recursos económicos suficientes para dar respuesta a estas demandas, comprometidas algunas de ellas para los primeros 100 días de gobierno, no hará más que abultar estructuras inoperantes frente a los grandes desafíos que la situación actual requiere de modo urgente.
Todos los actores involucrados (Estado, Pueblos Indígenas y ciudadanía en general) debieran ver en el reconocimiento de los daños infringidos, en el rechazo a la violencia, en el respeto a la diferencia y en la valoración de su existencia, así como en las herramientas que ofrecen la democracia y el derecho interno e internacional, una oportunidad inmejorable, y tal vez la única posibilidad, para encontrar una convivencia justa y pacífica. Mediante la implementación de un proceso político de buena fe que permita alcanzar el pleno respeto a los derechos de los pueblos indígenas y de todas las personas, y una sociedad más inclusiva y menos discriminatoria.
Esperamos que así sea.