Enrique Santos Discépolo y la década infame
a Rodolfo Salazar
En un conocido libro de Sergio Pujol, “Discépolo: una biografía argentina” (1997), se reabre una penetrante intuición cuando él autor nos recuerda la “crisis de creatividad” en la obra del dramaturgo argentino bajo los “años dorados” del Peronismo (1946-1955). Si bien “algo” de esto ya intuíamos desde los trabajos pioneros de Emilio de Ipola (1986), nos referimos a la condición peronofila del hijo de Santos, la tesis aún no nos terminaba de convencer completamente. Según ambos autores, el “filosofo del tango”, habría padecido una “crisis” de experimentación que se puede atribuir a la magnificencia estética del peronismo histórico –al cual suscribió sin miramiento de pasiones. No debemos olvidar que Discépolo comprometió una activa participación pública con Juan Domingo Perón bajo la sátira radial de “mordisquito”. Su enconada intervención contra la oligarquía argentina fue desenfadada. En aquel tiempo, la elite criolla había convenido un envilecido acuerdo con Inglaterra, el famoso pacto Roca-Runciman de 1933, que motivo letras tan afectivas como dramáticas. Tras los años 30’, la argentina se asumía como un enclave de la piratería inglesa y ello pavimento el camino a una crisis moral donde el poeta pronosticó (advirtiendo desde un estado de desencanto) la condición fatídica de los tiempos modernos.
Una década más tarde tuvo lugar un “boom” de la institucionalización tanguera que se prolonga desde 1940 hasta 1955, donde las orquestas típicas y los creadores sellan un programa nacional-popular con el gobierno de Perón. Aquí la “maquinaria” peronista materializa un programa de visibilidad que incluía la difusión radial del tango. El tango como fenómeno de masas se hace parte de la industria cultural bajo un celebrado cancionero popular. Ello se traduce –entre otras cosas- en la rica filmografía argentina, donde no es difícil encontrar una amalgama de actores y personajes del tango como Hugo del Carril, Ángel Vargas, Aníbal Troilo, Tita Merello, Raúl Berón y la propia compañera de Discépolo: Tania, motivo soterrado del tango Martirio. Esta suerte de pacto nacional-popular viene a representar un tiempo majestuoso, que inadvertidamente cursaba un tránsito a la primera crisis de la escena originaria. La consolidación de la industria cultural (for export) atentaba contra la condición desarraigada de comienzos del XX: esa actitud originaria destaca por la inmigración de “tanos” refugiados en prostíbulos y otros desgarbos melancólicos. Bajo la “década infame” (y el naufragio de la Argentina en los años 30’….) destaca la queja contra la patronal que heredamos del canto-protesta de Agustín Magaldi. De ahí en más, la industria del tango está vinculada a la masificación de orquestas típicas: de Angelis, Biaggi, Troilo, Calo y otra cantidad enorme de orquestas que forman parte de este proceso de serialización estética que el tango experimenta (4 0 5 bandoneones, en algunos casos dos pianos, tres violines, dos contrabajos, etc).
En virtud de este proceso de “formalización”, Discépolo escribe en los “años dorados del peronismo” una de sus últimas obras póstumas, Cafetín de Buenos Aires (1948). Aquí el poeta del tango explota fundamentalmente el expediente de la nostalgia. La interrogante casi inmediata tiene que ver con la importancia que ahora adquiere la nostalgia. Más allá de creación de Cadícamo, ¿por qué retomar el conocido recurso de la nostalgia en medio del progreso social? Quizás Cafetín representa una inflexión respecto de los más notables registros existenciales de Santos Discépolo. No debemos olvidar que fue el mismo poeta que mediante frases memorables al estilo del tango ¿Qué vachache? (1925), sentenció la irreversible debacle moral de occidente. En su célebre Cambalache (1935) acusaba los vicios inexcusables de la modernidad; “El mundo fue y será una porquería ya lo sé, en el 506 y en el 2000 también…”. En otras letras nos decía, “…..yo siento que mi fe se tambalea que la gente mala vive Dios… mejor que yo, si el ‘honrao’ vive entre lágrimas ¿cuál es el bien? (Tormenta, 1939)”. Qué duda cabe, lo más prolijo de la producción Discepoleana está concentrada en aquella Argentina de la “década infame” (Uriburu, Justo). De un lado, tenemos el tango burlón (Chorra, Victoria, Justo el 31), y de otro, el colosal drama existencial frente a la modernidad “….de llorar la biblia frente a un calefón”. Toda esta expresión está reflejada en letras de bronce como Desencuentro, Yira-Yira, Martirio, Confesión, Canción Desesperada y Desencanto. Todo indica que la producción tanguera más fecunda del autor se ubicaría en el periodo 1925-1939. En este periodo el autor de Cambalache se nos presenta como un moralista decepcionado que declara desahuciado el proyecto moderno, merced a los vicios de los años 30’.
De ser “cierta” la tesis inicial, la crisis de creatividad debería explicarse por el proceso de institucionalización que experimenta el tango en el primer peronismo. Idea abierta por De Ipola y ratificada bajo otro expediente por Pujol. Por ello cabría ir más allá de una apropiación “kish” de un conocido refrán tanguero, cual es “un pensamiento triste que se baila”. Cabe agregar que el tango es “una metafísica que se baila”. Deberíamos re-significar esta máxima y enfrentarnos a otra interrogante fundamental, ¿cómo es posible que un pensamiento triste se baile en medio de una institucionalización carnavalesca? Esa es, quizás, la intuición discepoleana más fundamental; la fatídica relación entre masificación estival y una pesadumbre que atraviesa a los tiempos modernos. Ese es el aporte más agudo que debemos subrayar, la angustia existencial, la incertidumbre, la acritud que cae sobre la modernización de las palabras y las cosas. Si bien, bajo el peronismo se baila tango en los salones y en los Estadios, de aquí en adelante -más allá del fetiche cultural- será difícilmente tolerado como una expresión genuina de compadritos, de malevos….al estilo del guapo Cruz Medina. Fin del aura. No cabe duda que la progresión dramática del hijo de Santos está relacionada con la década infame (1930-1943). Hay múltiples indicios que nos indican que la escenificación de la orquesta típica es el comienzo del fin y el inicio de vanguardias y ciclos de experimentación de incierta maduración.
En 1951 perdimos a dos creadores fundamentales. Enrique Santos y Homero Manzi. Ambos peronofilos. Ambos nos enseñaron que cada día que pasa cultivamos ese gesto socarrón hecho a imagen y semejanza de nuestro propio cadáver.
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Mauro Salazar es profesor asociado de la Universidad ARCIS.