Militancia
MV: ¡Bartleby, el comunista! Sin duda sería un buen título de lectura. Un título que podría sumarse a esa pequeña biblioteca borgeana que hemos iniciado con El derecho de los animales mudos a la conversación. Ahora bien, comenzar a leer estas figuras de la resistencia, de la subalternidad y de la negatividad supone necesariamente llevar adelante un doble trabajo de duelo. Que este trabajo de duelo se identifique con la política y la historia no es novedad. Tras el fin de la larga década de los años sesenta hemos entrado en ese doble trabajo de duelo que suele identificarse con la postmodernidad. Trabajo de un duelo interminable que compromete la idea misma de duelo normal elaborada por Freud en Duelo y melancolía (1917), y que junto con introducirnos a una experiencia otra de la temporalidad parece transformar la noción misma de muerte en las sociedades contemporáneas. La muerte como el futuro ya no es figurable. Esta afirmación, si quieres, es posthistórica, en el sentido que presupone no solo un agotamiento del régimen de historicidad moderno, sino también de la escritura de la historia que organizaba su representación. François Hartog ha caracterizado a la experiencia del tiempo que sigue al agotamiento de la creencia en la historia como “presentista”. En efecto, vivimos en una suerte de eterno presente, de un presente absoluto que se dilata conjuntamente hacia el pasado y hacia el futuro. El tiempo presente es el tiempo de la memoria, del archivo, del patrimonio. Y sin embargo, es también el tiempo de la militancia absoluta, el tiempo del voluntariado, de las resistencias, del paso al acto. ¿Cómo explicar esta paradoja? Es decir, cómo explicar la idea misma de militancia, de voluntariado, de movilización, de paso al acto sin recurrir a la idea de futuro o de salvación que parece informarlas desde la modernidad. Cómo afirmar, en otras palabras, el derecho a la militancia, al acto y a la movilización si ya no es posible inscribir estas determinaciones bajo la idea moderna de lo póstumo, del “duelo normal”, de la distinción soberana entre lo vivo y lo muerto. El tiempo presente no es solo un tiempo sin horizonte de futuro, también es un tiempo de “sobre-vida”, que se alimenta de su propio recuerdo. Comentando esta experiencia de la temporalidad presente, Willy Thayer ha llamado la atención sobre un hecho de lengua significativo. El castellano, advierte Thayer, confunde en la palabra “escatología” la ciencia de la ultratumba y de las postrimerías del hombre y del mundo, con la ciencia de los excrementos y los residuos. Escatófago, en consecuencia, es quien se alimenta de restos y de espectros. Bajo esta doble determinación habría que examinar las prácticas de la militancia contemporánea con el fin de distinguir en ellas aquello que pertenece al orden de la ontoteología (de la decisión soberana), de aquello que pertenece al orden de la pulsión. En otras palabras, si la militancia fundada en la utopía moderna ha dado paso a una política de la espectralidad, a una especie de mesianismo sin mesías que demanda una militancia universal, una especie de nueva internacional por venir, no habría que olvidar que esta otra militancia es primeramente práctica y ciencia del residuo, de lo excremental.
OAC: Tragedia y mesianismo como modos de la militancia sería el tema para un libro, seguramente, ya escrito en muchos registros. Hay mucho para comentar, pensar y seguir una larga conversación en todo lo que propones. Déjame empezar evocando la “crisis” que azotó a EE.UU. en el 2008 y la emergencia del movimiento Occupy Wall-Street. Es interesante recordar que en este movimiento se reconocieron en el escribano que amablemente rechazaba revisar/escribir documentos relacionados con gente rica de Nueva York. Hijo figural de la mejor literatura americana del novecientos Bartleby es todavía una figura cristiana e incluso diría que es la figuración de la aflicción y del sufrimiento de un tipo de militancia acéfala en la que el desencanto, la tristeza, el agobio de los nadie se reconoce. Pero, como un nadie, Bartleby es una figura trágica y, como tú indicarías, mesiánica. En esto último consiste el carácter excepcional de lo que suponemos viene a anunciar. Su negación al trabajo lo lleva a la cárcel acusado de vagabundaje donde se entrega a la huelga de hambre hasta que muere. Muere como un nadie, muere en el anonimato absoluto de la negación de toda comunidad de inscripción. Por eso, no se trataría de la pulsión heroica de ninguna epopeya revolucionaria, sino de una especie de cristo solapado en la oscuridad de la pulsión melancólica que anuncia el fin de lo que ata la escritura y las leyes del capital. Bartleby es la ausencia completa de inscripción en la comunidad de la política, es decir, en los partidos que durante el siglo XIX y XX gozaron de popularidad. Por eso no sabemos exactamente en nombre de qué o de quién muere. Creo que en la figuración del hombre dócil y amable que es Bartleby hay toda una teoría de la militancia basada en la imposibilidad del duelo y en la idea de un sujeto que palideciendo en el espesor de su melancolía actúa sin actuar; actúa sin el comando de un programa o de un partido, actúa desde la condición acéfala. La no-acción es la pulsión que provoca la intensidad de un cuerpo que es movilizado desde la pasividad de la violencia que ejerce, digamos, un cuerpo inmóvil. Todo el paradigma de la memoria de las huelgas de hambre y de la violencia pacífica que desde Gandhi hasta los movimientos de Derechos Humanos suponen poner el cuerpo como negación y creación de una situación de ingobernabilidad de alguna manera, tenue o fuerte, pertenecen a la figura del escribano de Wall-Street; Bartleby alegoriza el paro de la producción y, quizá, su atractivo y su especificidad sea el hecho de que también alegoriza el fin de la escritura como suplemento de la juricidad de la propiedad capitalista. Esto, sin duda, es una alegoría del duelo que no se completa, es decir, del duelo en el que no hay ninguna sustitución, ninguna utopía que pueda funcionar como espacio de transferencia. En el caso de este monstruo inventado por Melville la melancolía como política es imposible y, quizá, en esta imposibilidad, resida su mejor posibilidad. Desde un punto de vista teórico, todo esto es muy complejo. Una política de lo imposible fundada en la melancolía como negación de las condiciones actuales debería “hacerse cargo” de pensar las condiciones de posibilidad de una melancolía sin objeto de pérdida. Tal vez en Bartleby hay precisamente eso, melancolía sin objeto, sin pérdida del origen, negación ex nihilo como movimiento oscuro de la materia que resiste su subordinación a la estructura de dominación del trabajo. Pero aún así, debo confesar que no veo en la muerte de este personaje la negación del principio de articulación de la realidad sino, más bien, la patética de su continuidad. Sin embargo, me interesa su muerte porque ésta lo fuerza a completar la resistencia sin un saber de la política y habiendo rechazado el principio de realidad como deseo de muerte. A pesar de que muere como un nadie, muere como alguien que de manera ejemplar activa “la comunidad de los que no tienen comunidad”. Su muerte se explica en relación a la negativa del trabajo de la escritura y de la escritura como trabajo capitalista. ¿Pero, qué hay en este mesías trágico? No hay una política convencionalmente moderna; hay sí tanatopolítica desde el momento mismo que se ata a la intensidad de la melancolía perdiendo así el vínculo con lo social. Permíteme arriesgar esta hipótesis: Bartleby no es un militante político, sino el extremo de un narcisismo que coincide, precisamente, con lo que rechaza. Rechaza el orden de la producción capitalista, pero luego su acefalía termina en la fuga melancólica que lo confisca en la cárcel. Por decirlo de manera rápida, en términos teóricos su muerte es espectacular, es en tanto infigurable el reverso de la excepción soberana en Schmitt ya que decide morir en la pasividad de la negación tanatopolítica y en la negación de la polis (lo político) que marca su destino como puro abismo. Como un tema que sigue esta estela, aquí es importante notar que la condición de lo infigurable absoluto, la muerte, es lo que va a inaugurar la economía política moderna. Esta idea, como sabes, es de Michel Foucault quien diría que lo infigurable es lo que va a descubrir David Ricardo cuando este piensa la teoría del valor, la cual según Foucault es una invención de él y no de Marx. La pregunta por lo infigurable a Ricardo le habría permitido inventar la teoría del valor. Recordarás que la pregunta que él se hace es la siguiente: ¿por qué trabaja la humanidad? Su respuesta es de una simpleza aterradora: “la humanidad trabaja por su relación con la muerte”. La economía política no sólo piensa lo infigurable, sino que además lo habita como condición de la dominación. Creo que es aquí donde un filósofo como Walter Benjamin vio que definir la soberanía/el soberano como la instancia que decide sobre el estado de excepción tiene un antecedente, es decir, está inscrito al igual que la historia moderna de las militancias ontoteológicas en la condición estructurante de la historia de la dominación capitalista, es decir, en el estado de excepción como regla generalizada. Esta historia es la historia que nos trama desde el presente y por cierto desde pálidas nociones de militancia, democracia, etc., etc. Tú tienes toda la razón en de-enunciar que el presente es el de la hegemonía de la memoria, el patrimonio y sus archivos desde el agotamiento de los regímenes modernos desde lo cuales esta posthistoria, la historia que se encuentra agotada, hacen infigurable el futuro. No obstante, me interesa insistir en esto porque creo que has dado en el clavo al formular que las militancias también pertenecen a un régimen de agotamiento de lo moderno. En esta conversación será inevitable pensar a Freud de la mano de Schmitt para, precisamente, pensar en el por-venir no moderno de la militancia. En otras palabras, en la condición postmilitante y de un pensamiento de lo militante que debe hacerse cargo de aquello que advierte Willy Thayer en las regurgitaciones de la palabra escatología. Cierro arriesgando esta afirmación; la condición postmilitante de la militancia no puede estar sujeta ni a la ley ni al deseo. ¿No te parece?
MV: ¡La modernidad como un largo trabajo de duelo! Ricardo, Hegel, Marx, Nietzsche, Heidegger, Freud, Derrida… serían solo algunos de los momentos privilegiados que una analítica del duelo debería necesariamente considerar. De hecho, encontramos pasajes de esta analítica aquí y allá, en trabajos recientes de Catherine Malabou, en las lecturas de Alberto Moreiras sobre la condición postdictatorial latinoamericana, en las obras de historiadores como François Hartog o filósofos como Frank Ankersmit. En el conjunto de estas lecturas lo que insiste con fuerza es cierta imposibilidad del duelo, cierta incapacidad de figurar el paso propio de la supervivencia. Extremando el análisis, podría decirse que el mismo hecho de la traducción se ha vuelto imposible como trabajo de paso, como acto de pasaje. De ahí que habría que revisar con detenimiento todas aquellas figuras de la militancia y de la política que se figuran a sí mismas como operaciones traductivas, como formas de paso, como performances. Edmond Jabès en Le retour au livre ya advertía que “morimos de traducirnos”. Pues bien, esa experiencia de lectura y escritura, esa experiencia política del paso, es la que parece haber llegado hoy a su fin. Si al agotamiento del régimen de historicidad moderno le es coextensivo un agotamiento del régimen historiográfico, es decir, el agotamiento de un régimen de escritura de la historia, entonces es necesario observar las figuras en las que despunta ese agotamiento, ese paso no paso. Obsesionado por estas cuestiones, François Hartog busca en escritores como W. G. Sebal, Olivier Rolin, Don DeLillo o Cormac McCarthy las ruinas del tiempo de la historia (Croire en l’histoire, 2013). Busca, es decir, traduce, practica operaciones de paso entre la historia y la literatura, entre dos regímenes de escritura, entre formas de historia. Pero, si traducción y supervivencia forman parte de un mismo movimiento, deviniendo metáforas la una de la otra, cómo entonces afirmar esta búsqueda sin apoyarse a su vez en la posibilidad de la traducción y de la supervivencia. Se acostumbra a señalar con insistencia que Giorgio Agamben devela la condición excepcional de la modernidad, el estado de excepción de la soberanía devenido regla. Esta interpretación se elabora a partir de las conocidas tesis sobre la historia de Benjamin y tiene quizá en Homo sacer I su texto principal. Sin embargo, hay algo que se deja de lado o que no se remarca con suficiente insistencia en la lectura de Agamben. Y es que Agamben advierte en la superviviencia el arcanum imperii de la modernidad. Esta lectura, que uno puede derivar de Homo sacer III tiene una importancia capital, me parece. Y no solo por el elemento biopolítico que se puede advertir en ella, sino, sobretodo, porque nos pone sobre la pista de un desplazamiento, de una alteración sin precedentes. En efecto, podría decirse que esta alteración, que este desplazamiento, es de orden temporal, que atañe a una determinada experiencia del tiempo, y que se enseña o muestra en el paso de la voz supervivencia a la voz sobrevivencia como descriptor de la experiencia del tiempo presente. Se podría decir que la figuración del futuro que animaba y organizaba la política y el pensamiento utópico moderno ha sido desplazada por las figuras de un presente postapocalíptico. Si la supervivencia suponía una operación traductora, el ejercicio de un paso a través, la sobrevivencia supone la suspensión de todo paso, la afirmación de una anterioridad de la catástrofe, o si prefieres, de un tiempo del después inscrito ya antes en el antes. En este contexto, debemos interrogar con detención todas aquellas operaciones políticas que se piensan a su vez como estrategias de supervivencia y como operaciones traductivas. Homi Bhabha viene aquí a la mente, pero también cierto Rancière y sus intentos de captura de Bartleby. Y si bien, puede leerse a Bartleby como una especie de mesías, como alguien cuyo sacrificio esta al servicio de la “comunidad de los que no tienen comunidad”, también se le puede leer como la “figura oscura” que interrumpe un régimen de creencia (esa es la lectura que ensaya Borges). Bartleby como la figura del último militante, como el ejercicio de una militancia postmilitante. Esta posición, que puede reconocerse en la interpretación que ensaya Bruno Bosteels en The Actuality of Comunism (2011) y que describe genéricamente las categorías de lo impolítico (Roberto Esposito), de la infrapolítica (Alberto Moreiras) y de lo político (Jacques Rancière), es una posición elaborada “contra la militancia”. Ahora bien, surgen aquí dos preguntas, dos problemas que abren o bifurcan la discusión. Por un lado, uno puede interrogar el axioma que enseña que no hay política sin aparato. Esta interrogación es una interrogación sobre las prácticas organizativas, sobre su efectividad, sobre su necesidad, sobre la racionalidad que despliegan. Sin duda, tras esta pregunta por el aparato, por la forma-partido, está la pregunta por el Estado, quizá el aparato de los aparatos, y por las formas de artefactualidad de toda actualidad. En sí, es un problema enorme. Todo parece jugarse ahí. Por otro lado, uno puede interrogar el régimen de creencia que animaba la política moderna, la futuridad que organizaba su acción. Esta posibilidad de figurar el futuro es condición de posibilidad de la política en la modernidad, es la ley y la condición de la razón militante. Pero, ¿cómo afirmar la condición militante, cómo sostener y sostenerse en la militancia, si esta condición se ha develado imposible? Sin duda, una vía de escape de la aporía del tiempo presente es sostener la militancia en el aparato, reconocer quizá lucidamente que la militancia se reduce esencialmente al aparato, al control y mantenimiento del aparato. La razón militante sería una razón del aparato. Ahora bien, quizá las formas de militancia postmilitantes que observamos hoy en escena no sean sino reacciones a las aporías en que se presenta la pregunta por la militancia. En este sentido, se podría decir que las formas de acción y ocupación territorial que caracterizan ciertas prácticas políticas radicales buscan sustraerse a la doble aporía militante del aparato y del tiempo. El comunitarismo, el comunalismo, en efecto, podrían ser formas de militancia postmilitantes en el tiempo de la sobrevivencia. Y sin embargo, no habría que leer en estas militancias futuro alguno (ni ley, ni deseo, como afirmas). Hacerlo sería traducir, reinscribirlas en el tiempo de la soberanía y de la supervivencia. La tarea, por el contrario, sería pensar estas figuras más allá de la escena “onto-historiológica” que las constituyó (la expresión es de Philippe Lacoue-Labarthe), y cuya historia tiene poco más de dos siglos.
OAC: ¡Por supuesto! Los libros que mencionas, a los que habría que dedicarles la pausa reflexiva de lo seminarios y del tiempo de la gratuidad, son muy relevantes. El libro de Bruno Bosteels es un libro de intervención, un libro valiente en la búsqueda de sus articulaciones, de su actitud con respecto a la Idea del comunismo, de su actualidad. Es un libro que a mí me gusta mucho. Además del libro de Bruno, entre muchísimos otros, los libros que pueden ayudarnos a pensar con cierta agilidad la densidad de la materia en cuestión son La teoría del partisano (1995) de Carl Schmitt, Teoría del Sujeto (1982) de Alain Badiou, Le Change Heidegger (2004) de Catherine Malabaou, Fanaticism: On the Uses of an Idea (2010) de Alberto Toscano, Políticas de la amistad (1994) de Jacques Derrida y en especial el libro de Alberto Moreiras que mencionas. Línea de sombra es uno de los intentos más serios por problematizar e incluso salir de las militancias ontoteológicas. Y además, agregaría, tres más que para mí son claves por su estructura analítica: Filosofías de la conspiración. Marxistas, peronistas y carbonarios (2004)de Horacio González; sin duda, Moral burguesa y revolución (1963) de León Rozitchner y Elogio de la política profana (2009) de Daniel Bensaïd. Ahora, para hablar un poco de lo que aquí has llamado figuras de la militancia y de su posible agotamiento creo que es importante recordar que por militancias onto-teo-lógicas entendemos la historia de las sustituciones, de sus duelos. Diría que el duelo que organiza las formas de dominación está relacionado con la muerte del dios como “origen ficcional” y, por lo tanto, con esos otros duelos que provienen del “mal de origen”. Estos duelos encarnados en luchas, en irresolubles antagonismos han permitido organizar el poder en lo que creo que podríamos llamar las grandes figuras de la renovación; el rey, la nación, el Partido, el Estado. Respecto de este origen ficcional y, por cierto, no se trata de cualquier origen, sino del origen que compone la estructura misma de las ideologías dominantes de occidente, habría que preguntarse si la razón militante ha sido realmente deconstruida, no sólo en el ámbito de la teoría sino sobretodo en el ámbito de su repliegue en la facticidad contemporánea. Habría que preguntarse si la estructura misma de las militancias no es más que la estructura de las guerras celestiales y entonces de la voz del comando que reza más o menos así: “obedecerás, sin cuestionar el comando, obedecerás sin razonar”. Pensando de manera hiperbólica la historia del militante—y esta es también la historia de las instituciones escolares y de educación—es la del soldado que responde a la estructura de la autoridad de un comando, la dicción fuerte de una voz que se debe, es imperativo hacerlo, seguir sin cuestionarla. Todo el problema, quizá, de “la racionalidad con arreglo a fines”, la de “el fin justifica los medios” y sobre todo la racionalidad cínica del presente dominado tecnopolíticamente pasa por la estructura de la voz que autoriza o desautoriza desde su condición soberana o postsoberana en el último caso. Así la “razón militante” es inherente a la historia de la soberanía y a sus devenires coloniales, postcoloniales, nacionales, postnacionales, “comunistas fácticos” y postcomunistas como rearticulaciones del aparato de Estado en la condición neoliberal. En estos devenires con mucha dificultad podríamos encontrar la salida al comando que subordina al militante a las leyes de los “aparatos” y al deseo de estos por completar la finalidad, el telos de la razón militante. Sin embargo, sabemos que Emmanuel Kant pensó una salida a lo que aquí estamos llamando razón militante. La pensó desde cierta idea de madurez y como condición de la diferencia entre lo público y lo privado, entre el uso privado de la razón y el uso público. Contra la beatitud irreflexiva del comando y para salir de “la minoría de edad”, el hombre debe ser capaz de hacer uso público de la razón. En clave kantiana hay que ser valiente para servirnos de nuestro propio entendimiento. De hecho, diría que hay en el texto ¿Qué es la ilustración? (1784) una especie de nuevo comando que desestabiliza la razón del militante entendida como mera subordinación a lo que tú llamas en clave althusseriana los “aparatos”. Creo que en el texto de Kant se ofrece una salida a la militancia entendida como ontoteología. Cuando en las líneas del primer párrafo del texto Kant escribe que es uno mismo el culpable de la minoría de edad por “la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia del [entendimiento], sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.” Estos enunciados, como sabes, conmovieron a Foucault porque vio en el texto de Kant toda la problemática de la “ontología del presente” que no es otra cosa que el modo o en plural que los modos de dominación expresados en esta culpable incapacidad. Hay todo un tema aquí que habría necesariamente que distinguir de la apropiación liberal o incluso anárquica de la ilusión hedonista de nuestro presente donde lo que se impone es el “free speech”, la libertad de expresión que hoy funciona precisamente como el fármaco de nuestros tiempos “postmilitantes” y como importante agencia del deliberado vínculo entre capital y democracia parlamentaria. Pensar la militancia en un contexto de toma completa del capitalismo es también pensar deconstructivamente el paradigma cristiano, continuidad de sus comandos, la de sus lógicas imperceptibles en la espiritualización de los sistemas crediticios y de mistificación de la lógica de la deuda. Es también pensar en las desviaciones, los umbrales que aparecen en el interior del entramado ideológico que ha dominado, desde su condición greco-romana y judeo-cristiana, prácticamente todos los movimientos de emancipación. En este sentido, diría que revisar las figuras de la militancia es también hacerse cargo de un legado, de un archivo, de una memoria que es anterior al archivo y a la memoria de la modernidad. De ahí que el tema no podría agotarse en la historia moderna de la militancia y habría que buscar en la historia judeo-cristiana tal y como creo que lo hace ejemplarmente el Rozitchner de la La Cosa y la cruz (1997) cuando desoculta toda la trama agustiniana de las formas contemporáneas de la dominación. En otras palabras—y no sé si estarás de acuerdo conmigo en esto—habría que sospechar del hecho de que la historia de la modernidad es un rotundo quiebre secular en la configuración subjetiva de lo moderno, de sus instituciones sociales y políticas. El entusiasmo por la revolución moderna, por la “polis democrática” y el devenir que este ha tenido en el imaginario moderno es el que está agotado. Ahora, no debemos entender el agotamiento a la ligera porque no se trata de abandonar la lucha política, la lucha por la toma del Estado, la lucha por las elecciones parlamentarias, la lucha por el presente, la cual no tiene hoy ninguna necesidad de apelar a ninguna figuración de futuro. El interregno (post)militante definido como el espacio de la sobredeterminación de todos los antagonismos contra los aparatos del capitalismo no precisa de la figuración del futuro, no requiere de una morfología de la historia para vehiculizar sus movimientos desterritorializadores en la inmanencia de las instituciones del capital. Lo que hay que abandonar, sin embargo, es la Idea de la democracia como lugar figurable de la justicia, como lugar de realización de “la moderna idea del bien común”. Hay que abandonar la idea de que se puede seguir pensando que la legitimidad de la democracia es el único porvenir de las luchas por el presente. Hoy la cuestión de la militancia pertenece a un régimen postmilitante en la medida que militar significa participar del movimiento real de lo común. Lo común es para mí lo que hay que pensar en la inmanencia de prácticas políticas irreductibles a las figuras modernas de la militancia. De manera que lo común no puede estar motivado por una política de la supervivencia, la cual como tú indicas se relaciona con el arcanon imperii. Hay que tal vez arriesgarse a pensarUna política que desplace el duelo y haga de la melancolía sin objeto, sin pérdida del lugar originario alguno una posición política que desde la apertura de la lucha común por lo común piense la militancia más allá de su genealogía cristiana y más allá de las figuraciones militantes que conocemos desde el interior del imaginario moderno y de lo que ya conocemos con todo lo que la práctica militante de izquierda a derecha significó durante todo el siglo XX. Por otro lado, y para ir cerrando mi intervención, estaría totalmente de acuerdo en sugerir que la descomposición de la militancia entendida en su sentido moderno es algo de lo que hoy da cuenta la literatura. Por ejemplo, en Chile este fenómeno puede ser leído en dos novelas que si bien no pertenecen a escritores que circulan de manera masiva o que pertenecen al canon del archivo literario ya establecido, son “novelas ejemplares”. La primera es La oficina (2013) de Felipe Victoriano y la segunda Me dijo Miranda (2013) de Federico Galende. Ambas serían novelas de la descomposición, novelas que hablan de la condición apocalíptica de la militancia y, por lo tanto, novelas que alegorizan el fin moderno de la militancia… ¿No te parece?
MV: Sin duda, se pueden leer las novelas de Galende y Victoriano como novelas de descomposición, novelas que se organizan en torno a cierto núcleo de traición común a la estructura militante. En este sentido, son relatos de hombres comunes que se organizan desde el principio como criptorelatos de traición. En el caso de Galende, esta condición parece reivindicarse desde el principio, en exergo. Y sin embargo, diría que la gran novela de la militancia chilena es Jamás el fuego nunca (2007) de Diamela Eltit. En ella nos enfrentamos a una mirada de la militancia donde la traición está siempre presente, donde la condición militante se expone en un tiempo sin tiempo, en un presente vaciado de todo futuro o porvenir. La traición es aquí otro nombre de la sobrevivencia. No es casual por ello que se haya presentado a esta novela como un examen del tejido medular de las subjetividades que trenzaron las utopías y sentidos del siglo XX. Dicho examen lo es primeramente del cuerpo que excede ese tiempo, de un cuerpo sobreviviente, ni muerto ni vivo, nómade en un presente absoluto. Ahora bien, ¿cómo pensar una política, un paso al acto, por fuera de esta escena de representación? Es decir, ¿cómo salvaguardar o vindicar la condición militante en tiempos de postmilitancia? ¿Es acaso necesario? Sin duda, pueden reconocerse en las movilizaciones en curso la emergencia de formas nuevas de organización, de prácticas, de aparatos que difícilmente se podrían adscribir a las formas típicas de la militancia moderna. Estas movilizaciones, estas resistencias que muchas veces devienen en revueltas o estallidos de violencia urbana, no se constituyen desde aparatos formadores propios a las escuelas de cuadros, no se organizan bajo una estructura de mando unitaria, no permanecen en el tiempo y menos tienen como programa devenir estado. Y sin embargo, precisamente por estas y otras características, podríamos ver más bien en esas movilizaciones el síntoma de una disolución, la escena de un estado excremental que alimenta la espectralidad de una política otra, de una monstruosa ejemplaridad. Ya Freud había advertido que tres cosas se habían vuelto imposibles en el siglo XX: educar, gobernar y psicoanalizar. Tres cosas que a su modo organizaban los fines y la actividad de la práctica militante. Tres cosas que tienen que ver con el encadenamiento de pasado y futuro, con cierta ligadura de experiencia y temporalidad. Tres cosas que se condensan en el problema de la transmisión. No es casual, por ejemplo, que toda auto-aclaración de Badiou con Rancière pase necesariamente por una discusión en torno a la transmisión. Es más, ambas posiciones podrían muy bien ser presentadas como filosofías de la transmisión, como tratados grandes o pequeños sobre la transmisión, sobre su prestigio, sobre sus límites, sobre su autoridad y efectos. La máxima kantiana que mencionas, condensa bien todos estos problemas, pues ella misma se presenta como una imposición, como una especie de bando pedagógico que nos conmina a pensar por nosotros mismos. La ilustración, como bien lo advirtió Kant, es este eslabonamiento, el eslabonamiento de razón y emancipación. Ya no solo es el trabajo el que nos hará libres, también la razón es la vía romana a la emancipación. Por este motivo, el militante es un actor que entra a escena investido con los ropajes de la razón, de la historia. La escena moderna sobre la que se erige la razón militante es por ello una escena onto-historiológica que se constituye sobre la invención de la historia (de las filosofías de la historia) y sobre la certeza de que la cuestión fundamental de que trata la historia es en su esencia trágica, es decir poetológica. Desde el punto de vista de la estructura, la escena de la política moderna está fundada sobre la regla de la oposición trágica, sobre la distinción entre dos espacios teatrales (la platea y el foro), dos lenguajes o dos tratamientos del lenguaje, dos principios de acción. Esta tecnología crítica está al servicio de la razón militante, o, si quieres, al servirla se sustrae a ella como su condición de posibilidad. Y es justamente esta tecnología, la memoria retórica de esta composición, la que ha comenzado a ser fuertemente cuestionada. Incluso más, se puede sostener que este cuestionamiento expresa un malestar en la transmisión. No solo la transmisión se ha vuelto imposible, sino que de algún modo no terminamos de morir de transmisión. En otras palabras, tras la disolución del eslabonamiento moderno de razón y emancipación, se plantea la pregunta por la transmisión, por cómo asegurar la transmisión. Esta pregunta es política en tanto se organiza en torno al problema de cómo establecer un principio de sujeción universal organizado a partir de las relaciones entre fuerza y consentimiento, coacción y persuasión, sociedad política y sociedad civil, orden y disciplina. La fórmula con que la modernidad buscó resolver este problema es del orden del sujeto, es decir, es del orden de la ley. De ahí que si el sujeto moderno se piensa a partir de la decisión y de la responsabilidad, de la autoría que singulariza una decisión y de la responsabilidad que ata a ese sujeto de decisión a un principio universal de encadenamiento, esta doble singularización subjetiva se asegura necesariamente a través de un orden de transmisión. Los valores militantes del partido, de la disciplina, de la organización, de la movilización se sostienen sobre una relación de transmisión. En la modernidad esta relación de mando y obediencia (de obediencia consentida, es decir libre), de fuerza y consentimiento se estructuró a partir de un vínculo temporal, de una orden manifiestamente futurista. Progreso, desarrollo, porvenir, futuro, fueron nombres que condensaban y aseguraban esa relación. De algún modo, si quieres, se militaba a favor del futuro, se tomaba partido por lo nuevo. Es justamente esa razón de militancia la que se encuentra en ruinas hoy, y de la que da cuenta ejemplarmente una novela como Jamás el fuego nunca.
OAC: Sí, estoy de acuerdo de que la novela escrita en el primer decenio del siglo XXI, Jamás el fuego nunca de Diamela Eltit, ocuparía un lugar central. Novela por cierto que lleva la insignia del homenaje a César Vallejo uno de los más grandes poetas del siglo XX y en quién podríamos encontrar la figura del poeta trágico y del militante como héroe de una “época” en que la supervivencia estaba desplazada por el imaginario fuerte de la utopía comunista. De todas maneras me quedo pensando en las novelas de Victoriano y Galende como estelas literarias del ocaso de la militancia entendida en su sentido moderno y desinscrita del paradigma de la soberanía del Estado-nación. Lo que se me ocurría y creo que también es así en la novela que mencionas de Eltit es que La oficina y Me dijo Miranda son alegorías de lo siniestro y de la naturalización de la destrucción. Estas novelas, creo, operarían como hiatos, grietas, heridas en una lengua que ha dejado de ser trágica. Las novelas de Victoriano y Galende habitarían una lengua que pertenece a la muerte de la tragedia y, así, sólo pueden hablar desde la muerte de la epopeya militante. En este sentido, se me ocurría pensar que se trata de literaturas de la descomposición de la “razón militante” y de las filosofías de la historia que la suplementaron. En Chile anteriores a estas novelas hay muchas y sería larga la lista. Quizás una forma de hacer justicia a todas aquellas novelas que no estamos mencionando aquí sería indicar el que posiblemente sea uno de los mejores libros sobre este tema; me refiero al reciente texto de Alessandro Fornazzari, Speculative Fictions: Chilean Culture, Economics, and the Neoliberal Transition (2013), donde se discuten las novelas de José Donoso, Eltit, etc. como novelas en resistencia o de la resistencia a la dictadura. De todas formas, se podría decir que toda la novela social chilena desde Baldomero Lillo hasta la novela del ocaso de la estructura militante—con A partir del fin (1981) deHernán Valdés—, pasando por Luis Enrique Delano que escribió La base (1958), es novela epopéyica, es decir, una literatura con héroes subalternos y líderes sacrificiales. A partir del fin, posterior a Tejas verdes (1974), inauguraría, precisamente, la lengua de la postmilitancia como lengua de lo que tú llamas el problema de la imposibilidad de la transmisión. En A partir del fin el autor hace decir a uno de sus personajes: “Allende porque nos dejaste”, “Allende porqué nos abandonaste”. Este enunciado es clave en la literatura de las militancias ontoteológicas porque nos devuelve a pensar en el hecho de que la epopeya militante, su estructura teatral como has precisado aquí, tenía claros vestigios teológicos donde “el paso al acto” se dirimía en el sacrificio auscultado por un “gran profeta”. Toda la cuestión sacrificial, todo el resabio de la política pastoril y toda la cuestión cristológica en América Latina son extraordinariamente fuertes con respecto a la estructura sacrificial y pastoril de la militancia. De los curas Hidalgo y Morelos en 1810 pasando por la consagración de la cristología del Che-Guevara hasta el suicidio altruista como consumación de un acto ético en Salvador Allende, la izquierda militante ha sido pastoril y confesa o inconfesamente cristiana. Hay todo un tema aquí al que podríamos dedicarle mucho más tiempo y que aún así no agotaríamos. En todo caso, volviendo a la relación entre militancia y literatura se me ocurre por “asociación libre”, ya que aquí estamos dejando sin mención nombres importantes de la literatura chilena, que la gran novela de la trasmisión de la militancia en Chile es Hijo del salitre (1956) de Volodia Teitelboim. Se trata de la historia de los obreros del salitre y de la epopeya de Elías Lafertte quien fuera uno de los dirigentes sindicales más importantes de la historia de la militancia obrera. Habría mucho que decir de la ejemplaridad de esta novela como dispositivo de la transmisión, pero debemos ir cerrando esta sección constatando que la conversación es infinita.
Hay algo en tu intervención que quedará pendiente y que podríamos retomar en la siguiente palabra. Cuando tú señalas la interrogante sobre la cuestión del “paso al acto y de la representación” estás con ello realmente dando con el gran tema de lo que es contemporáneo a la pregunta por la militancia. Si la militancia en términos hegelianos es la lucha por el reconocimiento y este no puede darse sino en el ámbito de la representación, todo lo que habría que pensar entonces es la condición teatral de la política. La idea de que la política es teatral complica prácticamente todo el razonamiento militante cuando surge la pregunta que tú en varias ocasiones levantas: ¿qué significa pasar al acto? Si la política es el juego de las identidades y las diferencias en el teatro de la representación, el paso al acto quizá sea el acto de la puesta en crisis de los protocolos que defienden los escenarios de la actuación, es decir, que definen y organizan las formas de representación política y, por lo tanto, el juego de posiciones actorales. Pero pensar militantemente el paso al acto es también pensar la posición actoral dentro del modelo que hoy sostienen las democracias parlamentarias cuya característica principal es que carecen de legitimidad. La democracia como escenario político inherente al capitalismo tardío ha perdido su legitimidad y, por lo tanto, ha perdido el verosímil de la actuación teatral del militante y de aquellos que sentados en la platea vitoreaban o abucheaban al luchador de la democracia. Por lo mismo, creo que hoy el único concepto posible de militante es aquel que está definido por la apertura a su condición múltiple y a su potencia des-identificadora con respecto a las naturalizaciones del orden del capital. El militante de la condición postmilitante de nuestro presente es aquel que se auto-provoca y provoca el paso al acto. La expresividad de este “paso al acto” no es representacional y constituye la condición de la desnaturalización de lo que compone nuestra “ontología del presente”. Por eso, sólo se es militante en el destrabajo del trabajo del capital y en la afirmación de lo común como impulso del “paso al acto”.
MV: Mucho se ha hablado sobre la “gran novela” de la postdictadura. Algunos críticos todavía esperan esa gran novela de la militancia chilena, esa novela de la descomposición, monstruosa en todo aquello que en ella anunciaría el nacimiento de un mundo que aún no acaba de nacer y de otro que no termina de morir. La ausencia de esa novela política es también síntoma de una ausencia de democracia. Al menos, en el deseo que testimonian escritores, críticos y editores esa ausencia parece expresar por momentos la necesidad de nuevos anudamientos entre democracia y literatura. A propósito de estos anudamientos, habría que volver a insistir, como bien lo haces, en la necesaria militancia de la literatura con la democracia. Insistir en esa alianza, aún en tiempos postmilitantes y postliterarios.