Si le suben el precio de los limones, usted le echa los tanques
A dos o tres días del terremoto de 8,2º en las cercanías de Iquique, la prensa titula terrible contra los repentinos usureros del norte, ese tendero menor que subió la botella de agua dos o tres veces su valor, el colectivero aprovechador, el que triplicó el precio del pan o de la harina. Una investigadora de Libertad y Desarrollo escribe en otra red social: “si tienes 10 naranjas y 100 posibles compradores ¿las sorteas, las pones en una piñata o las vendes al mejor postor?” Se dice que después pidió disculpas. No debería haberlo hecho. Nadie debería disculparse por decir en voz alta aquello en lo que cree: lo que ella pone en circulación no es más que el sentido común empresarial que se difunde con fuerza por la sociedad chilena.
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No muchos días antes me llegaba una información de algo llamado “Emprendimiento social estudiantes”, cuya definición explica que “el emprendimiento social es un campo en rápida evolución que aprovecha los principios empresariales para la solución de los problemas sociales y ambientales.” Me acordé de Cubillos. ¿De qué principios empresariales estarán hablando estos muchachos? ¿Los principios de, digamos Horst el empresario, que según se dijo en los días posteriores al terremoto de 2010 introdujo al país sin pagar impuestos una importante cantidad de mercadería rotulada como ayuda humanitaria, que terminó vendiendo después en sus supermercados, IVA incluido? ¿El sentido empresarial de los Luksic, que acaban de contratar de gerente legal de Quiñenco a Hinzpeter el montajista? ¿Es acaso el sentido de los pequeños miserables del comercio nortino que por estos días hacen su diferencia menor y se ganan el repudio de los medios? Habría que decir, en justicia, que la mezquindad de los deciles más bajos de la escala de los especuladores, no es diferente de la de los que habitan los deciles altos, salvo por una cosa: los medios la vuelven visible y condenable.
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Su excelencia se apresuró en destacar “el temple de los iquiqueños y ariqueños, que demostraron al país una gran responsabilidad cívica”, al tiempo que, según Emol, reiteró que la evacuación del borde costero luego de que se emitió la alerta de tsunami fue “ejemplar y con gran solidaridad”. No sé por qué pero, escuché “solidaridad” y me acordé de Don Francisco cantando “veinticuatro-mil-trescientos-raya-cero-tres”.
La solidaridad se ha vuelto en Chile un término desprovisto de toda densidad social, una noción individualizada que reproduce un código cristiano-empresarial a lo sermón de la iglesia de la Avenida El Bosque. No hay más espacio de sentido para el significante que el que le fija la Teletón. ¡Cuánta pobreza!
Entrevistado en el Canal del Senado –también en estos días–, por un Francisco Chahuán permanentemente al borde de las lágrimas, Kreutzberger el solidario decía que hay que avanzar hacia un país de mayores oportunidades pero ojo, hay que tener claro que en la cima no caben todos.
El país de Mario tiene una cima y una base ancha y supone que todo el mundo está en un permanente escalamiento. Recordé esa figura hindú del mundo que me maravillaba de niño: una inmensa planicie soportada por cuatro elefantes, parados a su vez sobre una gigantesca tortuga. Nada que escalar, un mundo sin emprendedores ni rentabilidades. ¡Qué aburrido! Con seguridad los del Global Entrepreneurship Monitor mandarían unas cuadrillas de la Universidad del Desarrollo a edificar la “pirámide social”, bien enfundados en sus jeans Americanino: Skinny para ellos, High para ellas.
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Lo otro que no tiene el país-pirámide de Mario, o que tiene poco, es organización, comunidad. Viene un terremoto y nos quedamos mirando al cielo esperando los helicópteros. Puede que haya un tipo con un pozo y una vaca a 2 kilómetros, pero vamos a esperar que el agua y la leche lleguen en bidones plásticos con timbres de la ONEMI. El 2010 veía por la televisión a la gente hambreada en la costa de la sexta o la séptima región, y me imaginaba a unos pocos kilómetros tierra adentro los campos con tomates, con choclos, con paltas, con agua y animales. Me imaginaba un grupo de vecinos organizándose, mandando a unos por agua, a otros por abrigo, a otros por comida, unos buscando un médico o una enfermera entre los demás damnificados, que pudiera atender a los heridos y los enfermos, un ingeniero, un maestro de la construcción y un arquitecto unidos armando refugios temporales, y así, sucesivamente.
O mejor aún. Me imaginaba los representantes de una organización social informándole al gerente de un supermercado que tomarían posesión de la mercadería y la repartirían equitativamente entre las familias damnificadas. Que le dejarían un vale firmado tal como han hecho con la gasolinera, donde fueron por parafina para las estufas y lámparas, para que una vez pasado el período de excepción el Estado se hiciera cargo. Pero no, si los hubo no lo supe. Quizás no quisieron mostrarlo. Después de todo, lo primero que el Estado subsidiario pone a resguardo ante una catástrofe es la propiedad privada. Antes de mandar un miserable bidón de agua enviaron un avión con 100 efectivos de fuerzas especiales, dizque porque se habían escapado las 300 presas con unas presumibles pésimas intensiones de convertir todo Iquique en un caos sin nombre. Al cabo de los días no hay agua, ni tampoco saqueos y las presas, bueno, como todos los demás, sólo querían salvarse.
El Estado subsidiario deviene Estado de Excepción y calabaza calabaza, me despejan el espacio público. Las Fuerzas Armadas toman el control, la población puede estar tranquila. Desorganizada, dependiente, inmovilizada, descolectivizada, impedida de toda participación, pero segura. Y si la señora del boliche de la esquina les sube el precio de los limones usted le puede echar los tanques.