La disputa por “la calle”: Todo es cancha
Durante los cuatro primeros gobiernos de la Concertación, sus diversas vinculaciones con las organizaciones sociales tradicionales, el mundo de las ONG y los llamados movimientos sociales, les permitió una gestión política que generó altos niveles de gobernabilidad. De ellos fue virtud una considerable capacidad de control de conflictos e incluso la anticipación.
La derecha, como se sabe, fue incapaz de tener esa llegada e impuso a su turno la doctrina ultraconservadora de Hinzpeter con sus resultados de persecución, montajes y criminalización de las luchas sociales.
Hoy estamos, sin embargo, ante un escenario nuevo. No tanto por obra de la Nueva Mayoría como tal, sino de un bacheletismo ampliado que la incluye pero va más allá de sus fronteras, activando un conjunto de prácticas políticas de mucha mayor capacidad para conectarse con las tendencias actuales.
La famosa “Marcha de todas las marchas” constituye un episodio quizás ejemplar. Pero no porque sea único, que no lo es, sino porque muestra con especial claridad una tendencia a la disputa de ese espacio que años atrás abrieron y formatearon las luchas de los movimientos sociales y que hasta ahora, podría decirse, les pertenecía casi exclusivamente. Como resultado, lo que era evidente se vuelve difuso: ahora se requiere aclarar si una marcha es en contra o a favor del gobierno (o ninguna de las dos cosas, como a más de alguno le gustaría).
Ahora “la calle” es pasto de una inédita disputa política. Ha cambiado aquello que se llamó “la brecha entre lo social y lo político”, esto es, la dura doctrina que durante todos los 90 y los dos mil proscribió cualquier relación entre la política formal y la movilización de lo social. Desde la revuelta de los pingüinos en 2006 hasta las grandes protestas del 2012, fueron desmoronándose golpe a golpe los bordes de ese marco. Se hizo presente un sujeto nuevo, masivo, activo, incontenible desde las máquinas políticas, que se extendió además por un territorio hasta entonces vedado: la calle, el espacio público, ese lugar que la democracia antipopular chilena pretendía mantener ordenado y limpio, cual paisaje monocromo de la productividad tecnocrática neoliberal.
Pero si ese gesto de los movimientos sociales abrió una dinámica y un espacio nuevos, lo hizo para todos. Como resultado, hoy parece ser un espacio en disputa, donde el bacheletismo, algo más liberado de sus viejos timoneles, siempre alérgicos al populacho, puede obrar con nuevos operadores mejor conectados a las subjetividades y los modos de acción de ciudadanos y organizaciones sociales.
Tras el ciclo de la movilización social y la crisis de los modos de organización de la política formal en la época posdictatorial, asistimos a una reconfiguración de los lugares de lo político, donde así como los gobiernos deben trasponer los opacos umbrales que guardaban sus procedimientos, los sujetos que antes crecieron en los extramuros de la democracia ven también asaltadas sus arenas. Ahora todo es cancha.
Quedamos deslumbrados por el asalto de los Boric, Vallejo y otros al Congreso, pero lo cierto es que los puentes se han abierto también de vuelta. Eyzaguirre comienza por nombrar asesores a Rocco y Crispi, y a ellos le siguen otros nombres vinculados a la movilización social en años anteriores. En ese escenario, la ampulosamente llamada “Marcha de todas las marchas” es un laboratorio que permite apreciar con claridad las tendencias. Claudia Dides, una de las convocantes, ha aclarado con certeras palabras lo que debiera ser su carácter. Pero es bastante seguro que la vocación que expresa la dirigente no sea la de otros organizadores, más cercanos a la dinámica de las negociaciones que a las transformaciones.
Bachelet, por su parte, no se imagina que pueda haber una marcha que no sea para apoyar el programa. Y aunque hay quien ha tomado sus palabras como una ironía, hay algo bastante literal en ellas. Desdibujadas las brechas, hoy es cada vez menos evidente, de cara a la ciudadanía, cuál es el espacio y cuáles son los contenidos que pueden animar la acción de los sujetos que no se reconocen en el bacheletismo pues, según el sentido común que se expande, no hay más acción transformadora que la que cabe en los marcos de un programa convertido por lo demás en un fetiche capaz de establecer, con amplia eficacia simbólica, la imagen de un amplio acuerdo –allí donde existen profundas diferencias–, al tiempo que fija una especie de frontera de lo posible.
Estamos entonces ante un momento de riesgo, habida cuenta de que los bordes de la política chilena no los corrieron ni la clase política ni los expertos que hoy rodean a la presidenta, sino unos sujetos movilizados cuyo reposo o desperfilamiento sólo podría anunciar retroceso.