La siesta ariqueña (antes de La Haya)
Hasta que una amiga periodista, me preguntó qué estaba haciendo en Arica justo en esta fecha, no había caído en la cuenta sobre lo de la resolución de La Haya y lo que eso significa para la zona. Estaba más preocupado de recorrer la ciudad, de gozar de sus jugos y comidas, y perderme al son de los tambores y silbatos, avanzando tras las comparsas que bailan por la peatonal 21 de mayo. Cuesta pensar en litigios territoriales, o como en este caso marítimo, desde la dimensión humana, la demografía de un lugar, que poco tiene que ver con las capitales de los poderes ejecutivos. ¡Nada ocurre en Arica!, lo afirmo como corresponsal, como ciudadano de a pie, como un capitalino que sabe –a quién puede caberle alguna duda– que las regiones y sobre todo los lugares más extremos de este largo pasillo con vista al mar, se consideran repúblicas independientes, más que apéndices del centralismo. Con todo, muchas si no todas las decisiones pasan por Santiago, pero ellos defienden su principio organizador y caótico de la frontera, como mejor saben hacerlo: conviviendo, intercambiando, solidarizando desde su propia distancia. Eso es Arica y Tacna una-sola-zona de comunión, donde unos tienen lo que el otro necesita y en ese afán han avanzado días, meses, años; edades ciegas/ siglos estelares.
“Volvemos a las 4 p.m.”
Viajé por trabajo, como lo he venido haciendo este último tiempo, y creo que, al decir de J.L. Martínez, el movimiento es lo único que me mantiene vivo, en medio de una rutina salvaje, de desplazarme en metro, subir ascensores, marcar el dedo, enviar correos, quemarme los ojos frente a un monitor por diez horas. Los trabajos y los días, sobre lo que habría escrito Hesíodo y que yo no me canso de referir en estas crónicas. Nunca había estado en Arica, como toda primera vez, me ganó el asombro y el impulso callejero. Ciertos raptos de anotar, pero mejor entregarme a las fotografías. Bajar y subir sus callecitas, pasajes de baratijas, juguerías, bisuterías, empanadas salteñas, más baratijas, música andina y tanta piel morena. Los rasgos afloran de inmediato, esa mixtura de las formas, semblantes y ritmos, indefinidos de las razas. Lo mismo que sus velocidades, tiempos, aromas. Y de olores, también. Algo que solo se reduce a ser ciudadanos andinos. Caminar sus calles es recibir de golpe sus colores. Ese baño de sol sobre las cosas, tamizando el paisaje y a su gente. Mientras el Morro, cual panel de fondo, cautela toda la vida cotidiana. En lo alto el graznido de los pájaros Yeco, posados (por no decir colgando) de las decenas de palmeras que estilizan la costanera. Arica, con una oscilación térmica sostenido de entre los 20° y 25° C, que me hace sudar –yo oriundo penquista aclimatado en Santiago– y obligarme a tomar tres duchas diarias, junto con cambiarme de ropa, camisas y poleras, mientras sobrellevo una curiosa jornada que, suspendida a la 1 p.m., asigna un tiempo distendido para el almuerzo, la sobremesa y el sueño, pues se ha acordado retomar a las 4 p.m., a nuestros afanes. Es la mágica siesta de Arica. La que si me apuro un poco, puedo constatar es la misma de muchas ciudades de las provincias. Un reponedor break, que hace a las mujeres aligerar sus prendas, llegar refrescadas luego de un paseo a la playa y hasta a algunos compañeros de labores, volver afeitados y peinados a una segunda tanda, la que muy pronto es cerrada por el vientecito de la tarde que se cuela por las ventanas, batiendo las cortinas como velas de un navío. De fondo siempre el Morro. Qué lejos de nuestro pulso. Lo que decimos como en broma, mientras vaciamos los platos a la restrictiva hora de la colación en Santiago: listo, y ahora a hacer la siesta. Acá nos resulta cierto.
Lo que los dioses unieron, que no lo separe el hombre
Luego de que mi amiga insistiera en lo de La Haya y me recomendara comprar La Tercera el sábado 11 de enero, poco sabía de los alcances: 38.000 km² de disputa marítima que puede extender el coto de pesca del Perú y en el caso de Chile ceder ese margen, donde faenan unos dos mil pescadores artesanales de la región. No sé qué tanto signifique para nosotros (asumiendo el nacionalismo) cuando se cuenta con 120.827 km². ¿Qué se pierde? Quizás en términos de relaciones internacionales, sea visto como un triunfo o un fracaso, pero lo que pierde Arica es mucho más, ya que entraña la posibilidad de un conflicto entre ciudades vecinas –otra vez la demografía– no de los países. Un tratamiento dental en Tacna cuesta un cuarto de lo que sale en Arica. De ahí que el Hospital Solidario en zona peruana registre casi un 60% de las atenciones médicas a pacientes chilenos. Ni hablar de la ropa, la comida, de los abarrotes del otro lado de Chacalluta y las ganancias que deja nuestro paso a los vecinos. No tiene sentido un conflicto. Para la gente de los almacenes, en el mercado, los taxistas, esta es pelea de las capitales políticas, una bulla que resuena en Lima y en Santiago, mientras que en la triangulación limítrofe de Visviri, nada salvo el zumbido del viento. En ciudad-capital hasta Bachelet ya empezó a compartir sesiones ejecutivas con Piñera a la luz de las circunstancias. De ambos lado de la frontera, los 54 kilómetros que separan a los países, solo las lagartijas y alpacas toman el sol. Pienso en los datos que recojo, cuando pregunto: unos hablan de cómo algunos peruanos residentes están pensando cruzar a su país cuando se aproxime el fallo; en el alcalde ariqueño que dice dispondrá televisores para esperar el veredicto; en que los soldados chilenos tienen prohibida sus vacaciones antes de fin de mes. Dentro de lo mismo, las puertas cerradas herméticas del regimiento Rancagua acusan movimiento de tropas en sus dependencias; en la baja de turistas chilenos a Tacna después de las fiestas de fin de año; sobre el costo de los mangos; las aceitunas de Azapa; de que camino al aeropuerto, desde la carretera se aprecian trincheras entre las dunas y los cerros que se permiten alterar el relieve, hasta que se pierde la vista entre la arena y rocas en el horizonte. No tengo fotografías. No hay registro, el taxi sigue raudo su marcha. Aunque me resulta ridículo pensar hoy en soldados en un hoyo comiendo tierra, mientras los conflictos armados en el mundo se desarrollan con bombardeos computarizados o por medio de francotiradores infrarrojos. ¿Cómo sería una guerra en el desierto? Porque ya tuvimos una Guerra en el Pacífico. Pero no hablemos de esas cosas, no decretamos con la palabra. El lenguaje construye realidades. No es este el caso. Conocí gente muy amable, linda y atenta en esas tierras soleadas, como para pensar lo peor. Lo que sí: me quedo con la gráfica de un plano de la ciudad, en que se ilustra hasta dónde podría avanzar el mar de haber un Tsunami; abarca gran parte del centro; el plan cívico y comercial sería arrasado por las olas que se traería un terremoto. Pero para que eso ocurra –ha sido cíclico el suelo a lo largo y ancho del país– falta al menos medio siglo, si la zona elegida es el extremo norte. No seamos pájaros de mal agüero.
Cruces blancas y guirnaldas
Mejor me quedo con lo que me dijo al presentarme una profesora, formada en la antigua Instrucción Primaria, en la recepción del Museo Arqueológico de Azapa, donde se conservan las momias chinchorros: “Usted no se llama solo Juan Domingo Urbano. Usted también tiene otro apellido, y eso lo hace distinto, Domingos Urbanos, pueden haber muchos, me dijo. El sello se lo da ese segundo apellido”. No pude evitar emocionarme. Y entonces me animé a sumar a la mano que me extendía, un abrazo y un beso en su mejilla. La tarde la cerré caminando a unas cuadras de allí, recorriendo las urnas y nichos de los extintos habitantes de este valle de aceitunas, San Miguel de Azapa, en un cementerio que data de 10.000 años, “el más antiguo del mundo”, como les gusta denominarlo a los ariqueños, en ese afán de records, que solo se entiende desde las ganas de figurar en algo. La belleza del lugar, pese a lo triste, es lo que queda. Contrario a lo esperado, este campo santo es una duna que aloja un verdadero pueblo fantasma, donde descansan sus huesos, bajo la arena acarreada de los cerros, unos mil difuntos, todos fijados en sus sitios con cruces blancas, como pintadas por la aridez del desierto y coronada de flores, artesanías y frutas plásticas. Como nada es coincidencia, subiendo hasta el último sector, donde se anuncia que no llega el agua –unas plantitas mustias y cactus lo demuestran– en el peregrinaje me encuentro en tres ocasiones con el apellido de mi abuelo materno. Me sonrío. Pero debí haberme sentado a rezar. No lo hago. Y al poco rato bajo con el sol cayendo en picada sobre mi nuca, hacia donde debo tomar el taxi colectivo, que me lleve de vuelta a Arica. Es la hora de la siesta, todo estará cerrado, lo sé. Al menos los yecos me recibirán.