Kampala Road, ONG limitada
Después de ver tres inconfesables películas, en el vuelo de Estambul a Entebbe, finalmente entablé un diálogo con la mujer sentada a mi lado. Una alemana de pelo rubio y breve de unos cuarenta y poco, que había intentado dormir sin mucho éxito. Para ella también era su primera vez en Uganda. Pero el motivo de su viaje resultó ser muy diferente al mío.
- Llevo tres años trabajando en este proyecto. Vivo en Berlín. Y ahora me ha tocado al fin venir —me dice de un modo tan germánico que no sé si es una buena cosa o no el que esté volando hacia el Ecuador.
- Es un programa para aliviar la pobreza en las zonas rurales —continúa con la certeza y propiedad del primer mundo.
- Hermoso trabajo —digo por decir algo y porque llevo más de veinte horas volando.
- No, no es mi trabajo. Aliviar la pobreza es mi hobby.
Sí, lo dice así en inglés. Suena extraño, pero yo puedo decir mucho. Yo vengo de vacaciones.
Marx, en un pasaje muy citado, reflexiona sobre todo lo que produce el crimen: leyes, abogados, profesores, cárceles… toda una economía que se elabora en torno a ese quiebre de un supuesto funcionamiento ideal. Aquí en Uganda (como en muchos otros lados) la pobreza y aquello que todavía llamamos subdesarrollo produce una economía comparable: proyectos, organizaciones no gubernamentales, personas que trabajan para esas organizaciones, personas que vienen por periodos breves a ayudar a las personas que trabajan para dichas organizaciones, congresos, simposios, encuentros para arreglar los males de estos países. Lo sé, pareciera haber un dejo de cinismo en mis palabras, pero desde quiere afirmar que lejos de mi tal intención: lo que hay es una sorpresa tardía, una ingenuidad recuperada. No tengo ninguna solución mejor que sea inmediata. En Kampala está repleto de ONGs. Bueno, al país le ha tocado duro. Los ingleses, para variar, lo dejaron mal o peor, los gobiernos independientes hasta el último alcanzaron niveles de brutalidad que quizá comente en otra crónica (¿alguien recuerda a Amin?), y el de ahora Museveni, que en sus inicios fue loado como el revolucionario y demócrata, pareciera haber devenido en algo menos grandioso, luego de su cuarto triunfo y de, como me decía un taxista, creer que sin él se acaban las sonrisas (no sé lo suficiente para juzgar el gobierno de Museveni, pero arrestar al líder de la oposición durante las semanas previas a la elección-las del 2006-no es algo que pinte muy bien. Pero estaba hablando de las ONGs y de Kampala, una ciudad verde sin ser fantasiosa y con las calles lustrosas a pesar de la contaminación, montada sobre siete colinas (OK, ya no son siete, pero en algún momento lo fueron). Y con la melodía de Dylan, sigo caminando por Kampala Road.
Las sonrisas de la gente. En sus bora-bora, motocicletas que sirven de taxi y que llevan, en otras ocasiones, cargas inverosímiles. Camiones que llevan sonrisas y el verdor que estalla frente a mis ojos. La gente se queja de la corrupción y ríe. Habla de periodos duros y vuelve a reír. Recuerdo a una novia que trabajaba para estos avatares, salvando el mundo en América Latina y en África. Recuerdo nuestras peleas, discusiones absurdas que, claro está, ocultaban otras ansiedades que no vienen al caso discutir aquí. El taxi se detiene en una rotonda y una niña se acerca y pide dinero. Niego con la cabeza. Ella insiste. Vuelvo a negarme. Si vas a dar dinero, mejor darlo para algo que funcione y que tenga algún resultado que impacte, aunque sea poco, la estructura—dicen. O sea, haz una caridad que sirva. Yo le decía a mi ex que eso era más de lo mismo: mantener la pobreza. Ahora no sé. No tengo idea. Mucho de lo que se ve es gracias a donaciones: la carretera al oeste con dinero yugoslavo, el hospital más grande del país es un ‘regalo’ de los ingleses al irse a comienzos de los sesenta, los colegios de alemanes, austríacos y belgas abundan. ¿Hay almuerzo gratis? Cuando terminamos, mi novia estaba trabajando en Guatemala en un proyecto de agua y agricultura sustentable en comunidades pobres. Yo la llamé y le dije que me iba, que tiraba la toalla. No sé hasta cuánto habrá tenido que ver su trabajo o Don Francisco. El mundo hay que cambiarlo y cada uno lo intenta como puede. O no. Kampala Road ronca en la noche de viernes que se avecina.
Regreso a mi hotel desde donde se ve el Lago Victoria. Mañana parto al oeste, dejando a Kampala y sus ONGs y a mi propio pasado que no puede ser otra cosa que presente. En Chile hay elecciones este fin de semana y Dylan sigue cantando; most of the time.