Toda la leña del bosque
Las formas de valorar los días no obedecen, claramente, a lo que nos proponemos al levantarnos. Había pensado referir a eso, a la posibilidad de instalar como un decreto cómo empezar a vivir nuestra jornada, hasta que las urgencias cotidianas me fueron postergando, desviando, cercando hasta llevarme al desfiladero. Pero he vuelto a alimentar esa idea, a partir de los pasajes de una conversación que sostuve con una amiga que no veía hace tiempo, cuando me contó que por razones de trabajo, tuvo que inscribirse en un diplomado de coaching directivo. La verdad algo tenía que ver con ontología comunicativa, o eso creo, y me contaba –como si yo no lo supiera– que mucho de lo que nos ocurre o cómo vemos aquello que nos pasa, lo determinamos con el habla. Me pareció estar oyendo a Raimundo, mi amigo profesor al que he referido en otras columnas, cuando alude, también de manera bastante enfática, que desde la selección de las palabras que usamos, construimos el universo lingüístico que determina nuestra realidad. Ray (como le digo familiarmente) suele acompañar sus afirmaciones, o al menos las de este tipo, con su conocida muletilla: “sin ir más lejos…”. Entonces, cuando asoma su cuña, yo tiendo a tomar distancia y me cuesta creerle, a partir de entonces, lo que me dirá. En todo caso, volver a ver a mi amiga, notar que había adelgazado y disminuido considerablemente su alergia –prurito mediante– en las mejillas, me hacía suponer que estaba, para decirlo en simple, más sana. Decía ella, que disponerse a evidenciar cómo las palabras y las emociones definen nuestro estado diario, es una de las mejores tácticas para manejar nuestras emociones y las de los demás. (Ojo con ese propósito del “manejo de personal”, que es donde empezó todo para ella.) En todo caso me gustó esa idea, la forma en que decía “evidenciar con palabras las emociones”. Mi amiga hablaba de un ejercicio muy sencillo, pero esclarecedor, que consistía en anotar –sí, hacer un listado– con los estados emocionales, “las emociones” insistía, que uno iba sintiendo o se iban manifestando a lo largo del día. Ella identificaba algunas, como la alegría (decía entusiasmo), también la tristeza, la rabia y, entre otras, también la inseguridad, y que yo entendí que debía referirse al miedo. En definitiva, de las que nombró, me quedé con esta última: Miedo. Y luego citaba un ejemplo, aprendido de memoria: “No lloro porque tengo pena, sino que tengo pena porque lloro.” Un juego de espejos, entiendo, al tomar la reacción fisiológica como la base o motor de una emoción. Con todo, de esto ya hace unos días, y cuando me volví en el metro, pensé que pondría a prueba el listado de emociones al levantarme al otro día. Por supuesto no lo hice, pero he andado –dentro de lo que en mí significa estar pendiente– atendiendo a mi voz interior, sobre el cómo me voy sintiendo durante el día. Ya son las 11:45 a.m. Llevo cuatro estados en mi libreta. Uno de ellos fue el miedo, registrado a eso de las 10:30 a.m., pese a que comencé con mucho entusiasmo, pasé por el miedo, y ahora me hallo dentro de algún grado de tranquilidad, o de calma.
¡Otra vez Tolstoi!
Me ha pasado muchas veces, y es cuando empiezo a reconocer que cobra importancia lo que está detrás de la rutina y el tempus fugit con que corren como río mis días. Y entonces doy con voces perdidas en los libros, ¡ya lo he dicho antes!, con ciertas citas que irrumpen como destellos de luz en una carretera solitaria. Suena cursi y lo asumo, más si en este caso fue otra vez Tolstoi, quien me dictó: “Hay quien cruza el bosque y no ve leña para el fuego”. Cuestión que me ayuda a advertir la claridad con que a veces miro lo que me pasa y por qué me ocurre y creo encontrar respuestas dentro de una dimensión de certeza que, en verdad, me asombra. Mi amiga, que llamaremos Eme, aseguraba que la primera condición para salir de un problema es ocuparse, y dejar finalmente solo de pre-ocuparse. Y aunque ella refiere a las razones, las formulaciones declarativas de “decir”, yo prefiero moverme en la dimensión implícita de lo que no podemos ver. Pero que a la vez nos hace reconocer aquello que en verdad nos es útil. Hablar con un amigo o amiga, leer, hacer el amor, caminar, salir, hablar por teléfono, escribir, dibujar, dormir, tomar, comer, extender la sobremesa, demorarse en un café, mirar un pájaro en un árbol, no sé. Todo bosque tiene leña para encender una hoguera. Otra imagen en la misma línea, dice que a veces los mismos árboles no permiten ver el bosque. Por último, otro aforismo de León Tolstoi, advierte: “La razón no me ha enseñado nada. Todo lo que yo sé me ha sido dado por el corazón”. En el plano de las emociones, la piel es delgada, de ahí que en ocasiones salir a la calle con un chaleco blindado, sea el mejor uniforme para enfrentar las miserias cotidianas. Al margen de las ideas, las preocupaciones, ensueños, silencios. O peor, el canto de las sirenas del consuelo con sus voces de la recuperación y perdón del presente. Anoche –porque uno suele ser más lúcido en esas cavilaciones de trasnoche– conseguí distinguir la diferencia entre fracaso y derrota. El peso de la noche que arrastramos cada día, me dije monologante, es solo una derrota momentánea. Aunque tome esa forma de fracaso irreversible que vemos en las caras, como acotaba una lectora, de esas hordas que avanzan a las cuevas del metro, es la de sus derrotas…¡Pero no un fracaso! Así se escribe la vida, de encuentros, de hallazgos, de astillas, de varitas, de ramas, de troncos, en un vasto claro de luz, donde se halla toda la leña del bosque. ¿Puede alguien resistirse al calor de una fogata?
Apostillas desde la distancia
No puedo concluir esta crónica sin referir al correo que llegó estos días a la editorial, agregando algo a mi crónica pasada, “Bien, pero con harta pega”. Lo escribe un poeta chileno residente en Pensilvania, dice: “sobre la coincidencia de su acepción anglosajona labor, que es trabajo pero que también es trabajo de parto, una de las experiencias más dolorosas que puede conocer el ser humano. Y también descubrí el concepto que los japoneses bautizaron como karoshi, definida como muerte súbita ocupacional, que básicamente es morirse de stress, de stress producido por el trabajo”. Agradezco el aporte de Carlos Soto. Su mail me hace pensar en los alcances que pueden tener estas líneas. Y que quizás mi tarea sea esta, aunque mi trabajo sea otro.