Nuevas Muertes, Mismas Demandas
Desde una perspectiva muy general, se puede decir que la muerte del matrimonio Luchsinger–Mackay ha instalado la vieja pregunta sobre qué es lo que constituye un acontecimiento, o en otras palabras, el problema de los criterios de valoración de un hecho puntual. Para algunos el hecho tiene un valor irreductible a toda puesta en contexto, es decir a toda explicación histórica o estructural. Esta sería obra de papanatas, por la que la explicación perpetraría una injustificable justificación del acto. Por André Menard, Fotografía Felipe Durán La materialidad del hecho hablaría por sí misma y remitiría a aquel fondo moral que, algunos suponen, sostiene y orienta algo así como la Historia, historia única y con mayúscula de la que la aparición del Estado–nación moderno sería la inexorable culminación. Se naturaliza así un supuesto valor objetivo del acontecimiento que de manera implícita naturaliza un orden histórico de las cosas por el que ciertas muertes son en definitiva más escandalosas que otras. De esta forma, tras la supuesta objetividad del juicio, vemos aparecer ciertas tomas de posición que en definitiva remiten más al ámbito del síntoma que al del análisis: síntoma de la violencia, es decir de la suspensión de toda legalidad, que subyace a lo que se suele invocar como Estado de derecho, sobre todo en el particular espacio de La Araucanía. Contra las lecturas que quieren ver en estas muertes en particular un punto de inflexión, creemos que el hecho mismo como la serie de declaraciones que han surgido en torno a él, remiten a líneas de continuidad histórica de las formas en que en Chile se ha enunciado algo como lo mapuche, entendiendo lo mapuche no como un contenido cultural o racial objetivable y definitivo, sino que justamente como un espacio de cuestionamiento y desnaturalización de lo que la ideología nacionalista chilena ha querido imponer como principio de soberanía. En primer lugar, y lo más evidente, ha sido la instalación de la idea de una novedad radical en la forma que ha adquirido la violencia en el conflicto. Esto pues por primera vez las víctimas no son mapuche sino que latifundistas. Si bien la novedad es real, en tanto novedad del escándalo suscitado, lo que me interesa recalcar aquí, es que tras esta violencia, y tras las connotaciones clasistas y racistas de este escándalo, lo que está en juego es una antigua puesta en cuestión del orden soberano chileno, entendido como la monopolización del uso legítimo de la violencia por parte del Estado, y la consecuente transformación en criminales (o peor, en terroristas) de todo aquel que recurra a ella extraoficialmente (con matices sintomáticos como la indulgencia jurídica hacia los grupos de agricultores armados o las apologías gubernamentales a la legítima defensa). De ahí que la llamada criminalización de la demanda mapuche –que se supone surge a fines de los 90– en cierta forma reenvía al hecho político mucho más viejo de la colonización del territorio mapuche por el Estado chileno a fines del siglo XIX, proceso por el cual el enemigo, entendido como un adversario legítimo, una vez derrotado, pasó al rango jurídico del criminal. En este contexto vemos que si existe una continuidad de lo mapuche como enunciado a lo largo del siglo XX, es la de su puesta en cuestión, por distintos medios, de este principio soberano chileno. La muerte del matrimonio Luchsinger–Mackay constituye una vuelta de tuerca más (más extrema) o quizás una consecuencia no calculada de este uso político de la violencia como recuerdo de la guerra que funda el vínculo entre lo mapuche y el Estado chileno. Los antecedentes más inmediatos de este cuestionamiento violento de la soberanía estatal y su Estado de derecho son las tomas de fundo y las quemas de bosques o maquinarias forestales. Si bien estas prácticas remontan a fines de los 90 (asociadas al fracaso de la CONADI como instancia de mediación tras la imposición del proyecto hidroeléctrico Ralco), encontramos antecedentes a principios de esa década con las tomas simbólicas llevadas a cabo por el entonces importante Consejo de Todas las Tierras y más atrás a las tomas realizadas en el contexto de la reforma agraria a fines de la década de los 60 y principios de los 70. Sin embargo, esta puesta en cuestión del orden soberano chileno no se ha limitado al ejercicio de una violencia, sino que ha tomado otras formas más pacíficas, pero no por ello más toleradas por el Estado. Pensamos en una organización como la Federación Araucana y su presidente Manuel Aburto Panguilef, quien, durante las décadas del 20 al 40 del siglo XX, intentó constituir una forma de institucionalidad política y sobre todo jurídica paralela a la chilena. En este sentido llamaba a los miembros de la Federación a no inscribir sus nacimientos, defunciones o matrimonios en los registros chilenos, sino que en los de su organización. Asimismo llamaba a los mapuche a no recurrir a los tribunales chilenos, sino que a él y su organización como legítimos agentes de una legalidad mapuche propia (“la ley natural de la raza”). Este ejercicio práctico de una suerte de soberanía jurídica le costó a Manuel Aburto duros embates represivos de los gobiernos de turno, siendo relegado él (junto con otros miembros de la organización) en tres ocasiones a distintos puntos del país y sufriendo la confiscación de sus archivos por la policía. Lo interesante es que en esa época, como hoy, esta demanda por una autonomía también se basaba en la referencia a tratados y pactos firmados por el Estado chileno con las autoridades mapuche. Hoy ha resurgido la referencia al Tratado de Tapihue de 1825, por el que el Estado chileno reconocía al río Biobio como frontera del territorio mapuche, o a principios de los 90 la referencia al Parlamento de Quilín de 1641, entre la Corona española y los caciques mapuche en el mismo sentido. No es de extrañar que Manuel Aburto en su momento (1919) remitiera al Tratado de las Canoas de 1793, tal como lo hiciera a mediados del siglo XIX el importante lonko Mañil… Y esta continuidad en la referencia a los tratados internacionales se vincula con el tercer punto que hoy parece irrumpir como otra aparente novedad en el panorama político mapuche–chileno, y que tras la cumbre del Ñielol convocada por Aucan Huilcaman, ha sido expresada bajo el concepto del “autogobierno”. Si bien la fórmula es relativamente novedosa, en su sentido general, como en lo indefinido de sus características concretas, sigue cumpliendo la misma función retórica –y no por ello menos política– que a partir de los noventa ha cumplido la noción de autonomía o la de autodeterminación. Más allá de estas diferencias terminológicas, así como de las diferentes formas en que los diversos sectores del movimiento mapuche las han entendido (como autonomía regional al modo de las autonomías españolas en el caso del centro de documentación Liwen o del partido Wallmapuwen, o como autonomías rurales locales de tinte culturalista como en el caso de la Cordinadora Arauco–Malleco), en todas ellas se manifiesta la continuidad de un horizonte basado en el recuerdo de la autonomía política perdida y respaldada por los pactos y tratados ya señalados. En este sentido cabe recordar que en el Congreso Araucano de 1931, el mismo Manuel Aburto Panguilef ya proponía la creación de una República Indígena federada al Estado chileno. Ahora bien, sobre el fondo de esta continuidad en el horizonte de las demandas mapuche, destaca como novedad la irrupción de la política en un espacio que los gobiernos chilenos, y en especial la derecha, siempre trató de despolitizar al considerar la cuestión mapuche como un problema de gestión de demandas puntuales (empleo, educación, acceso a tierras). Sorprende efectivamente ver al senador Espina reconociendo la violencia y el despojo colonial que significó la Pacificación de la Araucanía, y más aún su propuesta de un Consejo de Pueblos Originarios, suerte de parlamento indígena análogo al Parlamento Federal de la Araucanía que Manuel Aburto implementó en la primera mitad del siglo XX, en el que a su vez resonaban los parlamentos mapuche–criollos anteriores a la Pacificación de la Araucanía. De esta forma, y sin saberlo, el senador se inscribe en una estructura o en una tradición por la cual lo mapuche ha sobrevivido a las presiones soberanas y su voluntad de naturalización de los órdenes establecidos, recordándonos el carácter eminentemente político y por lo tanto históricamente construido de su vínculo con la nación chilena. ¿Será que los recientes conflictos regionales contra el centralismo o las críticas ciudadanas al actual orden constitucional son algo así como los avatares winkas de esta misma tradición?