Entrevista a Jorge Arrate por el Pueblo Mapuche

Entrevista a Jorge Arrate por el Pueblo Mapuche

Por: El Desconcierto | 11.01.2013

Entrevista Gentileza http://www.revistaintemperie.cl/ Por: Sebastián López y Jaime Navarrete Sebastián López y Jaime Navarrete conversan con Jorge Arrate a propósito de su nuevo libro, Weichan. En la entrevista, el ex ministro denuncia la falta de una política adecuada del Gobierno con la comunidad mapuche y proyecta, bajo las actuales condiciones, un aumento sostenido de la violencia en la Región de la Araucanía.   ¿Cuándo podría decir que tuvo su primer acercamiento al pueblo mapuche? ¿Qué recuerdos tiene de esa experiencia? En las campañas presidenciales de Allende conocí mapuches que lo apoyaban. Socialistas y comunistas tuvieron siempre mapuches entre sus militantes. Sin embargo, mi experiencia personal más próxima la tuve cuando era Presidente del Partido Socialista y participé activamente en el conflicto de Quinquén, a comienzos de los años 90. Hice un viaje a Quinquen, en la zona pehuenche, conocí a miembros de la familia Meliñir y creo que los socialistas hicimos entonces una contribución a que se adoptara una resolución favorable para ellos y pudieran recuperar sus tierras. No obstante, no sostuve el tema con la prioridad que debiera tener. ¿Es posible pensar que su primer contacto con la cultura mapuche estuvo mediado por el pensamiento occidental de izquierda? ¿Cómo aquello moldeó alguna idea sobre ellos? Creo que así más o menos fue. Primaba en nosotros, en mí en particular, la idea de los mapuches como campesinos pobres, explotados y privados de su derecho a la tierra. Por otra parte, la presencia mapuche en los partidos de izquierda, que me parecía y me sigue pareciendo válida, eventualmente contribuía a despejar las dudas que alguien pudo tener sobre la procedencia de aquel enfoque. La relación histórica de la izquierda chilena con el mundo mapuche se ha traducido siempre en paternalismos ideológicos. Primero, durante la reforma agraria (1967 – 1973) entre el campesinado chileno y mapuche; y luego, con la creación de la CONADI (1993 – 1997). Según su posición, ¿cómo podría articularse una nueva relación entre la izquierda y el movimiento indígena contemporáneo, dejando atrás el clásico indigenismo de Estado? La izquierda en Chile y en todo el mundo tuvo como base fundamental el concepto de clase. La tendencia a traducir todos los conflictos a uno cuya matriz fuera clasista o a observarlos desde una perspectiva estrictamente clasista dificultó a la izquierda la cabal comprensión de varias dimensiones de lo social, entre ellas la de género, la relación entre desarrollo y medioambiente, las materias relativas a la diversidad de orientaciones sexuales y, sin duda, las de raza, etnia o nacionalidad. En ese marco, la reforma agraria del gobierno de Allende tendió a considerar a los mapuches como campesinos pobres y a asimilar su reivindicación de la tierra a la de los trabajadores del campo en general. No obstante, generó avances, y durante su desarrollo hubo diversas experiencias de lucha que superaban la estrechez de ese marco. El propio Allende alcanzó a formular distinciones que apuntaban en esa dirección. Las políticas de los gobiernos post dictatoriales han estado marcadas por la incomprensión de las demandas mapuche, por propuestas de corte integracionista que apuntan como horizonte a la extinción, creo que a veces sin siquiera pensarlo, o por una suerte de esquizofrenia entre el diagnóstico y las políticas, como ocurre a mi juicio con el informe que Lagos encomendó a la Comisión Aylwin, cuyo análisis histórico tiene un valor indiscutible. ¿Cómo cree usted que el actual gobierno ha manejado el conflicto mapuche en la actualidad? ¿Qué opinión tiene del llamado “Plan Araucanía” y su implementación? Ha continuado con una política que propone la integración al sistema actual como opción única y que, cuando enfrenta dificultades para lograr su propósito, utiliza la represión. De esta manera, la criminalización de las demandas mapuches se ha convertido en pieza fundamental de esta visión neocolonizadora. Desde 1997 en adelante, la radicalización del conflicto étnico en el sur el país ha sido evidente. En este proceso, aún en curso, la CAM ha sido la gran protagonista de las movilizaciones indígenas en Chile. Las zonas rurales se han vuelto, especialmente en Ercilla, lugares de alta confrontación y violencia política. ¿Considera ud. que las reclamaciones de la CAM son legítimas? ¿Y sus métodos y estrategias de acción? Mantengo como norma de conducta no pronunciarme sobre las diferencias legítimas que existen dentro del propio movimiento mapuche. En primer lugar, porque no soy un experto y no aspiro a serlo. Segundo, porque mi propósito al escribir el libro Weichan junto a Héctor Llaitul, ha sido contribuir modestamente a que una voz mapuche que ha sido denostada y deformada pueda ampliar el espectro de su resonancia y denunciar la injusticia. En el libro habla Llaitul, básicamente, y no yo. Lo que él piensa es lo importante, lo que yo pienso es mucho menos significativo. Las reivindicaciones mapuche por tierras y autonomía son, a mi juicio, absolutamente legítimas. Sobre cómo realizarlas hay diversos puntos de vista entre los propios mapuche. Quienes concurrimos a las elecciones del 2009 tras mi candidatura presidencial hicimos una toma de posición que está en el Programa que la Asamblea Nacional de Izquierda elaboró entonces y que es heredero de las definiciones adoptadas en 1999 por la candidatura de Gladys Marín y en 2005 por la de Tomás Hirsch. Por cierto no todas las materias están tratadas allí. La problemática es compleja y lo que se requiere es una posibilidad de establecer un diálogo real, debatir, contrastar posiciones, estudiar otras experiencias y, sobre todo, identificar la naturaleza profunda del problema y construir soluciones innovadoras. ¿Estaría Ud. de acuerdo con el “reconocimiento constitucional” de los pueblos originarios, en su calidad de Pueblo-Nación, y una eventual autonomía político-territorial respecto del Estado de Chile, toda vez que los procesos autonómicos e indígenas en la región constituirían la profundización de las democracias hacia sociedades más interculturales, y no atentarían contra los supuestos principios de integridad territorial y soberanía estatal que tanto reclaman las élites políticas, especialmente la derecha? La izquierda, para serlo, debe proponer un mundo nuevo. En esa propuesta creo que la izquierda contemporánea debe hacer suya la aspiración de un mundo donde quepan todos los mundos. Se trata de un tremendo desafío cultural y político. En ese contexto, cuestiones jurídicas como el reconocimiento constitucional o la autonomía me parecen pasos esenciales. Los contenidos precisos deben configurarse considerando otras experiencias que puedan ser útiles y las diversas opciones que hoy se debaten entre las propias organizaciones mapuche. Usted plantea una izquierda que se abra a todo el mundo social (género, medioambiente, etnia, clase, entre otros), ¿cuál es el cambio o camino que debe tomar la izquierda para esa apertura? ¿Otro uso del lenguaje, distanciarse de ciertas prácticas y abrirse a otras, moverse con los tiempos y con sus conceptos? La relación con el mundo social es esencial para la izquierda. No existe izquierda sin expresión social, salvo como club de debates. Para mí la dicotomía entre partidos de izquierda y movimientos sociales no es muy útil. El punto son las formas como se da esa relación, como se construye y expresa. No hay que inventar todo. Siempre hay que inventar, porque ponerle un calco a la historia sirve de poco; pero inventar todo no es necesario. Creer que se parte de cero es un acto de mesianismo. Uno tiene abuelos y bisabuelos. El movimiento social no nació con los pingüinos ni el 2011. Recabarren, por ejemplo, desarrolló en paralelo su acción de organización social y política hace un siglo. En los tiempos del allendismo la izquierda se expresó tanto en partidos como en movimientos sociales y culturales (pobladores, campesinos, trabajadores, católicos de avanzada, folkloristas y músicos, entre otros) y movimientos políticos fuertes (el MIR, por ejemplo, o el propio Partido Socialista que tenía fuertes rasgos “movimentistas”). Ni la trayectoria recabarrenista ni el allendismo son modelos, pero constituyen interesantes experiencias colectivas. Yo no viví, por ejemplo, la experiencia de Recabarren, pero la he hecho mía. La pienso, la imagino, la siento como mía. No tengo una receta, pero veo que hoy el distanciamiento entre las organizaciones políticas y el mundo social es mayúsculo. Desde ya, en el acto más simple y menos trabajoso de todos, ir a votar, un 60% de las chilenas y chilenos no lo hizo en las recientes elecciones. Se trata de indiferencia o rechazo abierto a un sistema político que es avalado, cual más cual menos, por los partidos que lo componen. Para la izquierda el gran desafío es la convergencia en puntos fundamentales entre la izquierda más organizada (partidos, entidades sociales consolidadas) y la menos organizada o poco organizada (movimientos de diverso calado, agrupaciones de ciudadanos, grupos de acción, entes deliberativos). Sin embargo, los días que corren han probado que es muy difícil, al menos por ahora: un segmento indispensable de la izquierda ha optado por dar preponderancia a la acción “desde dentro” del sistema aún a costa de su propio perfilamiento en el tiempo inmediato, otro está fragmentado y parece consumido por la microdinámica de muchos proyectos que no logran y que, me temo, muchos de ellos ni siquiera aspiran a una mínima cohesión. Una cohesión que no suprima sus diferencias pero que las coloque en un marco compartido. Es conocida, en la discusión poscolonial, la pregunta de Gayatri Spivak sobre la representación de los grupos colonizados. En el contexto chileno, ¿cree usted que el subalterno puede hablar? ¿Cómo se puede dar esa voz cuando su representación política es casi inexistente? Puede balbucear… Creo que una de las tareas es habilitar espacios para que su palabra pueda manifestarse con la menor intervención posible. Toda mediación va a condicionar la palabra del subalterno, pero no toda buscará intencionalmente deformarla. El libro que escribimos con Llaitul es un intento de liberar su palabra y darle más alcance. Para ese efecto, la mía se mantiene, en ese texto, comprometida pero distante. Al inicio de Weichan, usted parte narrando un WeXipantu y en la misma introducción dice que los libros permiten escapar a la linealidad de la vida. ¿Cómo ve usted la relación entre el uso de la escritura y la representación? ¿De qué forma usted trató de escapar de esa linealidad que la vida impone y enfocarse en una escritura más intervencionista? No soy un teórico de la escritura, sólo tengo a mi haber algunas lecturas. En el WeXipantu pensé sobre el contraste entre el tiempo lineal a que estamos habituados y el tiempo circular que es parte de otras culturas. Me interesa esta diferencia y estoy leyendo de a poco sobre el tema. Entre otras cuestiones tengo interés en comprender mejor los desarrollos de la física. Es un tema, como usted seguramente sabe, muy complicado para gente de otros oficios… Para mí la escritura es el espacio de máxima libertad. Esto ocurre particularmente cuando uno se interna en el terreno de la ficción, pero también la organización y edición de un libro son en cierto sentido una ficción (su desarrollo por capítulos, los cortes, las denominaciones, el ir y venir de los tiempos, los fragmentos de otros textos que acuden a confirmar o negar). La propia política se basa -o debiera basarse- en historias, en relatos, en diálogos. No entiendo la política del silencio como tal; la puedo entender como un cálculo o una estrategia de marketing, pero no como política. Entonces, uno pudiera decir que la imaginación, y con ella la ficción, son elemento central de la política. Con respecto a lo anterior, ¿tendrá que ver esa intervención el haberle dado la palabra a Héctor Llaitul? Sí, creo yo, pero pienso que él tenía la palabra mapuche. Yo no la tenía y no podía dársela. Él la usó extensa y rigurosamente en nuestro primer encuentro. Su exposición me hizo sentir que debía continuar escuchándolo. Ante los más de 35 días de huelga de hambre de Héctor Llaitul y Ramón Llanquileo, ¿es aquello una demostración de la falta de voluntad y diálogo de la clase política con los sectores movilizados de la sociedad mapuche? ¿Es signo de soberbia y violencia cuando el Estado condiciona el diálogo? Para citar al propio Llaitul: el cuerpo es la única arma de la que dispone hoy día. Esta es su cuarta huelga de hambre larga. Pronto completará trecientos días en total. Yo no pretendo que un gobierno se rinda ante un huelguista. Pero, ¿no sería razonable entender que detrás de estas manifestaciones, repetidas, realizadas por diversos sujetos en momentos distintos de los últimos años, hay una convocatoria a hacer un alto, reflexionar y plantearse otras alternativas de política? Me parece lo mínimo pero, por el contrario, el gobierno intensifica el modo de actuar. La oposición es tímida, a veces silenciosa, apenas se hace escuchar, teme desdibujar la postura “razonable” y “moderada” que da seguridad a los grandes poderes económicos. La cuestión torpe e injustificable del carabinero que no es removido luego de ser sentenciado como responsable de la muerte de Matías Catrileo es de una insensibilidad incomprensible, a menos que uno interprete que a todos les conviene intensificar el despliegue represivo. Unos para controlar mejor el curso de sus inversiones depredadoras y su expansión, por medio del temor y el escarmiento. Otros para levantar una bandera contra la violencia que les ahorre el deber moral de pronunciarse claramente, o sea una no violencia sin proyecto. Al fin de cuentas, le echan más leña a la hoguera, anuncian que las llamas proliferan y luego las alimentan más todavía. Sebastián López y Jaime Navarrete, 25 de diciembre de 2012.