Gente que come sola

Gente que come sola

Por: El Desconcierto | 09.01.2013

texto y fotos de José Domingo Urbano

A todos nos ha tocado, alguna vez, comer solos. Entregados a esa mezcla de exclusión, aislamiento, privacidad, muchas veces motivados por la premura, por la inmediatez del trámite (cit. comida rápida) o bien porque no aguantamos a nadie ese día, y queremos, al menos, reservarnos ese espacio (tiempo y lugar) para estar solos, sin que nadie nos moleste. Estoy refiriendo, exclusivamente, al comer solo en un espacio público, donde lo común es hacerlo en compañía. Pero se come solo. Aunque esto es discutible, pues cada vez es más habitual ver gente almorzando sola, acodada frente a un plato, tomando con la mano derecha el servicio (cuchara o tenedor) y en la otra sosteniendo el celular. Los smartphone son los mejores compañeros de la gente que come sola. De hecho, muchos, arguyen que revisan las redes sociales, exclusivamente, en la hora de colación. Debe existir, en estos tiempos que corren, tan llenos de análisis, alguna estadística que indiqué con qué frecuencia aumenta el flujo de navegación a esta hora de marras, entre 13:00 y 15:00, en la que come –solo o acompañado– el chileno medio. Haga la prueba, y descubra empíricamente cuántas personas, por ejemplo, en un casino, en algún restaurant o en el “patio de comidas” de un centro comercial, están fijos mirando hacia abajo, sin levantar la vista, refugiados –ya lo dije– en su celular o en el mejor de los casos –¡qué nerd!, gritarán todos– concentrado en la lectura de un libro. Aunque también se leen diarios en dispositivos digitales. Nos referimos a alguien hojeando el diario de la mañana junto a un café y una medialuna (romántica imagen bonaerense, pero que también suele practicarse en algunos cafés chilenos de nombre italiano, trasnacional norteamericana o trasnacional colombiana, donde además existe wi-fi, para que este círculo se cierre). Porque admitamos, es mucho más “socialmente aceptable” que alguien juegue con su teléfono a que hojee un libro o lea cualquier cosa. Hasta puede pasar por trabajo. Cuando alguien revisa su correo, no es lo mismo que estar en Facebook, estamos claros. Recuerdo que en mi casa, hasta que murió mi padre, nunca se comió viendo tele. Tampoco se conversaba mucho, en verdad, pero tenía ese fin, mirarse a la cara, pulir los modales (codos sobre la mesa, masticar bien), quedarnos en la mesa hasta que todos terminaran, y dar las gracias antes de levantarse. Esa, como muchas otras cosas, han cambiado. Los hogares de la clase media –esto sí se encuentra registrado– tienen en promedio entre 3 a 5 televisores por familia, los que se ubican en (casi) todos los espacios de la casa: en el comedor, las piezas, la cocina, la sala-de-estar (de contar con una), en definitiva uno per capita. Ser C3 implica ver mucha televisión y estar conectado a Internet, prácticamente, el 100% del día. Difícil conversar en la mesa, más cuando los horarios no coinciden, y porque mientras unos toman un té, un café con tostadas o un plato de fideos recalentados, otros van con un sándwich y un vaso de bebida a sus aposentos. “Donde fueres haz lo que vieres” ¿Cuánta vida pasa ante nuestras narices mientras comemos? Mucha. Toda el agua bajo el puente que sea posible, pues siempre ante un plato –ahora no sirve decir que solos– el tema sigue siendo, en un alto porcentaje, “la comida”. Pensamos y pensamos en comer. Vemos comida. Gastamos en comida. Nos encalillamos por comida. Hay frases que, indudablemente forman parte del léxico comercial de la comida-rápida: “¿Desea aumentar su XXX por solo $ XXX pesos?” A nadie se le niega el pan, ni el agua, dicen. Nos falta tiempo para comer, qué duda cabe. Hasta no hace mucho, recuerdo que era un lugar común decir en Concepción: “Si no chorrea no es Manhattan”, aludiendo a una picada de sándwich al lado de la Vega Monumental, y que tiene mucho de ese otro templo de la gula, ahora extinto, la Picá del Tío Manolo, en calle Marathon a escasas cuadras del Estadio Nacional. En Chile existen tantas farmacias, como botillerías, así como carritos o locales de completos, donde zamparse un as, un barros luco, un chacarero, una mechada o un lomito-palta-mayo. Cuentan que en las primeras visitas de los mexicanos de Café Tacvba les llamó la atención la curiosa forma de disponer las servilletas en nuestras emblemáticas fuentes de soda. ¿Por qué se ubican como un cono o abanico invertido? Para los que no lo saben dentro del vaso que las contiene se pone un limón pequeño de contrapeso. O eso se hacía antes. No hay pueblo sin un lugar de comida característico. No existe un pedazo de tierra sin una dirección donde quedar con el ombligo parado. (Solo para dar algunos datos, no es barato, pero es rico y abundante, está El Mini, un restaurant familiar hoy, que antes fuera picada de camioneros, y que se encuentra a las afueras de Rancagua, camino a Gultro, cuya especialidad es un lomo de medio kilo al plato. Y bueno, pasado Los Vilos, la clásica parada de empanadas de queso, en Huentelauquén. Lo mismo que, ya arriba en la cordillera, un rico “lomo tucán”, carne que en el local del mismo nombre se puede degustar oyendo correr el río Maipo en La Obra.) Sin duda, dónde y cómo comemos, reconoce, lamentablemente, nuestra condición de clase. Aunque ya se dijo, no siempre comemos lo que podemos pagar. A razón de: darse un gustito. De ahí el conocido refrán del Quijote, “Cuando a Roma fueres, haz como vieres, Sancho” que replica el donde fueres haz lo que vieres que se sigue usando. Y que siento muy aplicable, al recordar cuando en mi fugaz paso por el país vasco, mi anfitrión me llevó a conocer el mar Cantábrico, y me vi comer, ensartando con un alfiler, caracoles de mar desde un cucurucho, que en nada lo distinguían de un paquete de maní tostado, consumido cualquier día en el cerro San Cristóbal. Sí, pensaba para mis adentros: donde fueres, haz lo que vieres, Urbano. Nos debemos el abrazo Comencé esta crónica buscando centrarme en el fenómeno del comer solos. Y de nuevo me vi cayendo en este bombo en fiesta, que es mi amor-odio a las tecnologías, pero a medida que iba escribiendo me fui dando cuenta de que se agotaba el prejuicio, y que, desde cualquier perspectiva, toda comida es una forma de convivencia, de encuentro, de calma, y en nada debe condenarse el hallarse, quizás también, con uno mismo. Acaso porque cuando se dice convivencia, se alude a convite y este deriva literalmente a vivir con otros (vid. Diccionario RAE). Por lo que cuesta pensar entonces en comer sin una compañía, pero pasa, y está ocurriendo este mismo instante. O dicho de otro modo: pareciera que uno no comiera bien cuando lo hace en soledad. Porque, admitamos, tan placentero como el comer, es el conversar. Aunque ojo: ¡No se habla con la boca llena! Esto resuena como un eco en mis oídos desde niño. .. En fin. Como para que todo calce, debe haber un inicio en una hebra y que ésta se cierre en un nudo, confieso que seguí escribiendo esta última parte –las conclusiones– acodado en una fuente de soda cerca del metro Los Héroes. Las ideas iban surgiendo a medida que miraba entrar y salir la gente o me detenía reconcentrado en quienes estaban en las otras mesas bebiendo una cerveza o comiéndose un completo. Muchos comían (comíamos solos) y dentro de todo, nos rodeaba cierta calma, la que después de las fiestas, parecía cernirse en el lugar y, diría por extensión, también en esta parte del Centro capitalino. Las fiestas arrastran cierto caos del que cuesta reponerse, y en mí ha persistido el sueño. A consecuencia del trasnoche de los días, y supongo porque no soy el veinteañero que podía acostarse de madrugada tan seguido como quería. Ahora el cansancio me pasa la cuenta. Pero sigamos. Todo era normal, decía, hasta que llega de golpe un tipo de unos treinta años, con la camisa arremangada, acaso estrenando un nuevo tatuaje, y le dice a la jovencita de la caja registradora, en verdad le grita: “Puta, me iba sin despedirme, ni darte el abrazo. Feliz 2013, Cony”. Sé que la escena es simple, ordinaria, y quizás sólo yo la percibí, dispuesto en mi atalaya ocioso, viendo la vida pasar, pero supongo que de eso se trata. Aprender a saludarse. No haber perdido el hábito de dar un abrazo, palmotear la espalda, dar un beso en la mejilla. Nada más. Nos debemos el abrazo. Nunca es tarde. Salud. Provecho.