Ecos de la revuelta: Los desafíos de la democratización
Una revuelta es una sacudida, un límite, una advertencia. Manifiesta un descontento masivo articulado en el recorrido cotidiano de compartir frustraciones, anhelos, rabias colectivas en el consultorio, el paradero de micro, la feria, la fila para repactar deudas. Es la manifestación de la imposibilidad de seguir soportando la reproducción de la vida bajo los mismos términos. Viene a mostrarnos eso que no se supo o no se quiso ver, que no se ponderó, eso que “no veíamos venir”. Una revuelta es un espejo en que una sociedad pocas veces quiere reconocerse, menos aun cuando la vida retoma -aparentemente- su normalidad.
Sin duda es una tragedia, porque los costos son demasiado numerosos, en especial para quienes se movilizan: muertes, mutilaciones, golpes, tortura, cárcel. La lista podría seguir sumando si la llevamos a otros contextos históricos. Por más que también tenga una dimensión festiva, creativa, lúdica, sigue siendo una tragedia para un pueblo que enfrenta la maquinaria represiva del Estado, una tragedia que nadie o muy pocos quieren repetir. Pero siguen ocurriendo. La revuelta de 2019 no fue la primera.
Tenemos una larga trayectoria de otras experiencias en que esas “mayorías silenciosas” han despertado. Así fue con las Jornadas de Protesta bajo la dictadura de Augusto Pinochet en la década de 1980, también en las jornadas de abril de 1957 y agosto de 1949, ambas desarrolladas bajo el imperio de la llamada Ley Maldita o Ley de Defensa Permanente de la Democracia. Ha sido una larga trayectoria en que los “estallidos” marcaron un parteaguas político y social, que posteriormente han sido dirigidos o encauzados dependiendo de los intereses tácticos o la correlación de fuerzas políticas de cada coyuntura.
Al reflexionar en torno al llamado “estallido social” de octubre de 2019 se ha impuesto la ruta más conservadora. Son diversos los medios y bastante activos los esfuerzos por criminalizar a la protesta y movilización social. A contrapelo, quiero resaltar (o recordar), por una parte, su función interpeladora. Reflexionar en torno a lo que nos quisieron transmitir esas multitudes, aquellos fondos que se pierden en el debate por las formas. Y por otra, el rol democratizador que han cumplido las luchas sociales en la historia.
En efecto, la evidencia histórica nos demuestra que, primero, ha sido la movilización y organización popular; después, la sensibilización y recepción por parte de las elites; y, posteriormente, su materialización en la ley o en medidas concretas tomadas por las autoridades. Cada derecho social, cada logro, desde el descanso dominical, derogación de leyes y decretos represivos, la regulación de la jornada laboral, el derecho a huelga, protección ante accidentes en el trabajo, el acceso a la vivienda, educación y salud, entre otros, ha sido gracias a la lucha por romper candados que restringían la participación popular, por ampliar las bases sociales del Estado y avanzar en procesos de democratización social.
Nuestra democracia -y su institucionalidad- no solo ha sido el terreno de las elites que construyeron el Estado, a puertas cerradas, sino que también se trató de una experiencia colectiva y bastante conflictiva, que se desarrolló en las calles, campos, en esquinas y plazas, para interpelar al poder y demandar condiciones de vida y trabajo dignas. Mientras las condiciones que gatillaron la revuelta no se modifiquen, mientras la insensibilidad de las elites siga ganando terreno, la posibilidad de una nueva revuelta popular seguirá vigente.