La necesidad del laicismo y el riesgo que esconde la nueva Constitución
El humanista Paul Cliteur, profesor de Jurisprudencia en la Universidad de Leiden (Países Bajos), clasifica en cinco los modelos de relación entre el Estado y la religión: 1) Ateísmo político, 2) Estado neutral o secular, 3) Multiculturalismo, 4) Estado eclesiástico, y 5) Teocracia.
En el primero, el Estado rechaza la religión y trata de eliminarla por medios coactivos. En el segundo, se mantiene la neutralidad ante la religión. En el tercero, el Estado trata por igual a todas las confesiones religiosas, otorgando el mismo grado de privilegios a todas. En el cuarto, una es la religión establecida por el Estado y la favorece con privilegios especiales sobre el resto. Y en el quinto modelo se impone una sola religión de Estado, suprimiendo todas las demás confesiones.
A su juicio, el modelo que mejor permite fomentar la cohesión social entre todos los miembros de una sociedad es el segundo: en el que el Estado laico o neutral admite todas las religiones, pero ninguna ocupa una posición de privilegio. El Estado no apoya la religión. No hace propaganda a favor de una u otra, ni financia públicamente ninguna Iglesia ni institución religiosa. Y permite, por cierto, la expresión abierta de las voces incrédulas y críticas respecto de la religión.
Lamentablemente, al parecer en el próximo texto constituyente no se va a establecer nítida y explícitamente que Chile es un Estado laico. Y es lamentable porque el laicismo es la salvaguardia del pluralismo en la democracia. Efectivamente, en esta doctrina filosófico-político-moral lo sagrado es el ser humano, la protección de sus derechos fundamentales y el reconocimiento de su libertad y su dignidad.
El laicismo –que a veces se entiende, simplificadamente, como solamente el reconocimiento de la separación entre lo político y civil y lo religioso– es una visión del mundo muy positiva y activa, que posee un código de valores imprescindibles para una sana convivencia social.
Es una doctrina acerca de la naturaleza del poder del Estado, que propugna un espacio cívico donde impere la libertad de conciencia, donde se presenten y debatan todas las convicciones sin temor ni censura, donde el compromiso sea con verdades basadas en la observación, las evidencias científicas, la duda y la razón y no en la fe, las creencias, los dogmas o los prejuicios.
El ideal de una sana convivencia social –desde este marco humanista y secular– es el desarrollo de sociedades en que puedan convivir armoniosamente los creyentes de las diferentes confesiones religiosas junto a los que no profesan ninguna religión, sin que nadie se sienta excluido o perseguido; sociedades en que los ciudadanos no estén obligados a someterse a preceptos cuya única legitimidad procede del hecho de que los establece una tradición, una fe religiosa o una ideología autoritaria y fundamentalista.
El laicismo señala que el dominio público ha de ser totalmente secular y la fe debe circunscribirse a la esfera personal, solo como una cuestión de observancia privada. El programa laico no solo se aplica a la esfera política, sino también a la justicia: debe reprimirse únicamente el delito, la falta contra la sociedad, que no debe confundirse con el pecado, la falta moral respecto de una tradición o creencia religiosa.
En el terreno de la educación, el laicismo nos recuerda que la enseñanza no es solo un asunto que incumba a los alumnos y sus familias, sino que tiene efectos públicos por muy privado que sea el establecimiento en que se imparta. El estado debe garantizar y asegurar un contenido en el temario escolar que esté expresamente dirigido a la formación de ciudadanos, de jóvenes con verdadero espíritu cívico, responsables, deliberantes y libres, con clara conciencia de su libertad y de que los límites de esta alcanzan hasta el reconocimiento solidario y empático de los valores, las ideas y los derechos de las demás personas.
No puede dudarse de que Chile necesita hoy –ante tanta separación entre avidez política y ciudadanía, ante tanto descrédito institucional, ante tanta retórica arbitraria y populista, ante la amenaza de sectores ideológicos integristas– del marco político y ético que el laicismo instituye como modelo de adecuada sociedad.