Cecilia Vicuña, poeta y artista visual: Una obra que encuentra su contexto
La obra visual de Cecilia Vicuña ha experimentado un sonoro boom en los últimos meses. Residente de la ciudad de Nueva York desde principios de los ochenta, donde ha publicado parte considerable de sus más de veinte libros y donde forma parte de la escena de poetas/performers experimentales, Cecilia Vicuña exhibe el amplio espectro de una obra creada desde fines de los sesenta hasta 2018. Parte temprana de su obra se incluye en la muestra Radical Women: Latin American Art 1960-1985, exhibición que ocupa las salas del centro de arte feminista del Brooklyn Museum. Y gracias a la recepción de esa muestra, Vicuña fue invitada a dialogar con la colección de textiles de ese museo y con la colección de quipús del Museum of Fine Arts de Boston para crear Dissapeared Quipu. A esas exhibiciones se suma la muestra La india contaminada en la galería Lehmann-Maupin de Nueva York y Palabrarmas en el Neubauer Collegium for Culture and Society en la Universidad de Chicago. Es cierto: su obra que vincula literatura, memoria y arte visual nunca ha dejado de publicarse ni de inspirar líneas en revistas académicas; tampoco ha quedado fuera del circuito editorial y de exposiciones en Chile; pronto, se incluirá en la serie de entrevistas que Elianna Kan realiza para The Paris Review. Incluso, mientras escribo esta nota, veo el video en que la mamá de Vicuña recibe, a nombre suyo, el Premio a la Trayectoria Pablo Neruda en el Festival de Poesía La Chascona. Aun así, Vicuña siente una deuda desde Chile y que se vincula con los contenidos, temas, formas y obsesiones de su obra.
Cuando visité a Vicuña en su casa hace ya varios años ––yo recién había llegado a Estados Unidos––, conversamos sobre la memoria, la historia y los archivos en relación al trabajo de escritoras, artistas y cineastas chilenas. Por mi parte, estaba empezando a escribir El archivo espectral, un ensayo largo sobre cineastas chilenas del periodo mudo que se preguntaba por qué su obra había sido leída consistentemente (hasta entonces) como una obra en falta, que las ubicaba fuera de cualquier historia que se precie de tal. Esto resonó con las obsesiones de Vicuña: con las maneras en que su propia obra, así como el conocimiento no occidental que en ella rescata, era constantemente olvidado, desaparecido o secuestrado. Hay obras que van de acuerdo a su tiempo, encajan en él como un mismo cuerpo lingüístico y, es más, al mirar al pasado no podemos sino interpretarlo a través de la reinstalación del lenguaje que hacen. Esas obras inmediatamente contextualizadas conviven con otras cuyo lenguaje no resuena con la de sus contemporáneos, con una actualidad que carece de formas de aprehender los discursos y obsesiones que algunas artistas movilizan. Ese desajuste entre el lenguaje de tales artistas y ese presente siempre mezquino produce otras formas de circulación, diríamos fugas de sentido, que buscan resonar con otras voces y tramas, las cuales a su vez dotan a la producción artística de una apertura que, como la obra de Vicuña, ahora parece universal. Todo esto me sirve para pensar qué aspectos son necesarios para que una obra resuene con su contexto. Para pensar, dicho más acertadamente, en las formas en que cada obra artística que se sale de los dictámenes de su época debe crear un contexto de lectura y recepción.
En los años ochenta, las artistas chilenas encontraron ese contexto a través del diálogo con las teóricas y las críticas culturales, que pensaban y nominaban prácticas tal vez disímiles, pero que, fusionadas, parecían dar el ritmo a la creación cultural de ese momento. Permitió, asimismo, que esas producciones pudieran ser nombradas por las generaciones que vinimos después. Pero hoy que los teóricos y la crítica que se crea en la academia es blanco en Chile tanto de los sectores conservadores (que ven como excesivo el entrenamiento en el pensar y argumentar) como de los sectores literarios más comerciales (de escritores que, igualmente conservadores aunque sin saberlo, participan apenas de un lenguaje complejo que requiere formas de lecturas diversas a las que nos entrena el mercado), pareciera que la tarea de dar contexto al lenguaje artístico inusitado recae, entre otras esferas, a la artista misma.
Las creadoras de densidades significantes como Cecilia Vicuña convierten su obra en una máquina productora de teoría que apunta a interrumpir cómo se concibe el arte, a desgranar la sociedad desde su diferencia. Cada una de esas obras debe crear su propia teoría (sobre los materiales, sobre el arte y también sobre el mundo público e íntimo), y requiere a un lector capaz de desgranar aquellos puntos para observar, al fin, las intervenciones que realiza en el campo del arte, de los cuerpos y la ciudadanía. Cuando ese lector llega, la obra está destinada a resonar.
Así pues, la teoría que cruza la obra de Cecilia Vicuña de repente tiene nombre, comprensible bajo la nominación de la práctica descolonizadora que en este mismo momento tiene revolucionadas a las instituciones culturales en Estados Unidos y, sin ir más lejos, al mismo Brooklyn Museum donde Vicuña expone actualmente. Tal práctica no sólo instituye la importancia de representar conocimientos, formas de vida y envolventes invisibles para la racionalidad cultural imperial heredada de Europa, sino también de recuperar espacios y territorios que reconozcan la usurpación violenta en la que se basan nuestros órdenes sociales.
Sentada en la cafetería del Brooklyn Museum, Cecilia Vicuña me cuenta que su obra ahora adquiere relevancia porque “el eje de la sociedad cambió al sur” y vemos “un espíritu de rebelión, de oposición, especialmente de los jóvenes, hacia el capitalismo salvaje”. Coincido con su análisis, a pesar de lo que vemos en las noticias y lo que escucho desde los jóvenes al lado mío en este café donde comparten las venias institucionales que han conseguido amigos suyos. Hago caso omiso de esa conversación y le pregunto, retomando la conversación de hace varios años, que si cree que fue su acto de recuperación del conocimiento de los pueblos originarios ––la incapacidad de leer sus hábitos, prácticas y producción de pensamiento–– lo que provocó el corte estético con sus contemporáneos chilenos. Vicuña lleva la conversación a otra parte: describe cómo la sexualidad no perversa, no edípica, que ella proponía en sus escritos tempranos llevó a muchos a leer su poemas eróticos como textos ingenuos, a pesar del salvajismo que presentaban. También me recuerda que sus performances estaban en cierta medida a destiempo; las realizaba en una década antes de que se instalaran en el imaginario artístico chileno. Para ese entonces, ella ya se había ido de Chile y estaba a punto de instalarse en Nueva York.
En mayo de 2015, cuando Sangría Editora presentaba su colección Legibilities, le pedimos a Cecilia Vicuña que abriera la sesión de lectura. Frente a una sala llena, la presentación de Cecilia fue seguida de un silencio. El micrófono vacío nos obligó a todos a buscar a la poeta en la sala. Ahí estaba entre el público, con los ojos cerrados, sintiendo la vibración de los presentes que pronto resonó con el recogimiento que instigaba el ritual de ojos cerrados. Tras ese pequeño acto performático, Vicuña caminó a través del público hasta llegar al micrófono y recitar-cantar un poema sobre el agua de Gabriela Mistral. En ese entonces, como el futuro del agua en Chile, Cecilia estaba debilitada. Dos años después, cuando la contacto para intentar programar infructuosamente su Kon Kon en el menos visionario Departamento de cine del MoMA, ella volvía de España donde leyó junto a Raúl Zurita y estaba a punto de viajar a New Orleans a abrir su exposición individual, antes de intervenir en la Documenta 14 en Atenas y Kassel.
Hace unos días, el sábado 19 de abril, se abrió la exposición La india contaminada en la galería Lehmann-Maupin, situada en el acaudalado barrio de Chelsea en Nueva York. El mesón de entrada se pierde entre las grandes lianas teñidas de rosa y violeta que cuelgan desde el techo hasta el suelo de la primera sala. Ese “Quipu Viscera” resuena con la muestra Dissapeared Quipu que desde hacía dos días ocupaba una sala del primer piso del Brooklyn Museum. A diferencia de la galería, en el museo el quipú anudado está situado en la sala contigua a una con jarrones y cerámicas europeos como una intervención intencionadamente descolonizadora: las lanas y los nudos cuentan una historia-otra desde el alto techo de la construcción neoclásica hasta arrastrarse suavemente por el piso. Las lanas-cabello en Lehmann-Maupin, en cambio, están situadas sin nudos, como una introducción alternativa a los papeles entregados al entrar a la exposición La india contaminada. Esos cabellos, espejo de los de la artista, funcionan como una especie de cortina, de división entre esa calle cosmopolita y una obra que exige ser leída bajo el contexto decolonizador. Dibujos y videos que recrean el aspecto chamánico, ritualístico o artaudiano que Vicuña echa a andar en sus performances nos llevan a una sala contigua que contiene obras suyas de los 60 y 70. Sus objetos precarios, que antes ocuparon las costas de Concón arrastrados por las olas, están refabricados y montados sobre frágiles (precarios) palitos. Como en los sesenta, estos objetos definen una naturaleza-realidad que incluye tanto los restos de conchas y árboles, como el desperdicio humano, enhebrados en una sola envolvente. En ellos, la costa chilena se encuentra y revierte la neoyorquina.
Recorro las dos salas con pinturas, donde la artista conversa con poetas contemporáneas suyas vinculadas al Poetry Project. Alrededor, no diviso a ningún contemporáneo chileno suyo de los que viven en esta ciudad; sólo sus pares más jóvenes que, como yo, leen su obra con las vibraciones actuales. Me detengo frente al óleo de 1978 titulado “La mulata costeña”: la figura central femenina es capturada en movimiento, como si estuviera por casualidad pasando frente al marco de Vicuña. Alrededor de la figura de la mujer, se entrecruzan imágenes de la historia reciente: los trabajadores de la fábrica y los amantes proletarios, las selvas guerrilleras y los militares urbanos, la bohemia y los árboles. El día anterior, recorriendo una exposición de arte tibetano en el Rubin Museum de la misma ciudad, me encontré con una reproducción de los murales del templo Lukhang, cuya densidad pictórica retrata el mundo de los humanos rodeado de un mundo mucho más rico, divino y animal. No es tan distinto a la pintura de Vicuña, donde lo humano, lo bestial y lo divino se entretejen para convertirse en una máquina narrativa que vincula lo cotidiano con lo trascendente. La pintura se transforma así en una manera alternativa de archivar el pasado y sus sentidos, de hacerlo legible y accesible a este futuro nuestro.
En nuestra conversación, Vicuña también recalcó la importancia de que su obra fuera incluida en Documenta 14, que describe como la más política de las versiones. Un mes antes de que ella partiera a Atenas y luego a Kassel, las dos ciudades donde se realizó la Documenta, Vicuña abrió la exposición individual About to Happen, que podría traducirse libremente como “a punto de suceder”, en el Contemporary Arts Center de New Orleans. Esa primera gran exposición de la obra histórica de Vicuña, que juntó material suyo que ahora podemos ver en Nueva York y Chicago, pareciera convocar lo que pasó con su obra: esos objetos y esas performances predijeron lo que estaba a punto de suceder con su obra. Con ánimo de volverme esotérica, creo que no sólo Documenta, sino que ambos eventos propiciaron la visibilidad actual de su obra, instigada además por la galería londinense que le ha dado la menos esotérica circulación comercial que cualquier obra hoy, incluso la de contenido político y con objetivos descolonizadores, requiere para resonar con su contexto.
Es en ese cruce cultural, histórico y comercial donde se gesta la explosión de la obra de Vicuña. En ese caso, ¿qué posibles diálogos existen entre el trabajo de Cecilia Vicuña y con sus coterráneos también residentes en Nueva York Alfredo Jaar o Catalina Parra, con los artistas de su generación que se quedaron en Chile o con las poetas latinoamericanas con las que coincide en su lectura? ¿Qué archivo posible existe ahí, qué posibilidad de futuro en la figura del vate que Cecilia Vicuña recupera y encarna en su obra? Mientras recorro los pasillos de la obra colectiva Radical Women, no puedo dejar de comparar la actualidad que de repente adquirió la obra de Vicuña con respecto a otras obras que inevitablemente se leen enquistadas en las circunstancias de su creación y en los lenguajes locales con que se crearon. Tal vez por ese desplazamiento, por ese constante sentimiento de Vicuña de “sentirse fuera” del circuito artístico chileno, su obra fue capaz de absorber y adoptar obsesiones que cruzan fronteras y hemisferios.