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Memoria crítica frente a la desinformación: El caso Bernarda Vera
Foto: Agencia Uno

Memoria crítica frente a la desinformación: El caso Bernarda Vera

Por: Juan Carlos Andrónicos Ahumada | 08.10.2025
Frente a cada intento de reinstalar la sospecha, la sociedad tiene la responsabilidad de exigir un periodismo que acompañe en la construcción de una democracia que aprenda de sus heridas. Porque cada titular que trivializa esas experiencias no solo hiere a las familias: también condena al país a vivir con cicatrices abiertas que nunca terminan de cerrar.

De las listas inventadas por las dictaduras del Cono Sur hasta ciertos titulares actuales, parece que los medios insisten en reproducir viejas narrativas binarias que no solo hieren a familias sobrevivientes, sino que también erosionan la memoria colectiva. Romper con esa dinámica -tan cómoda para el poder- es tarea que inevitablemente recae en las nuevas generaciones.

Nosotros somos parte de esas familias: sobrevivientes del caso Colombo de 1975. Desde entonces nos ha tocado recomponer la vida con la certeza amarga de haber visto a nuestros tíos, los hermanos Andrónicos Antequera, aparecer en listas fabricadas. Fue nuestra abuela Mina quien cargó con la tarea más dura: buscarlos tras su secuestro. El golpe de leer en la prensa aquellas publicaciones, perfectamente orquestadas por las dictaduras en los setenta, fue devastador.

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No era solo la desaparición forzada de nuestros seres queridos. Era también la construcción de un relato oficial que, con frialdad, deshumanizaba y culpaba a las propias víctimas de su destino. La prensa de la época no fue espectadora pasiva: se convirtió en engranaje activo de la represión, montando cortinas de humo y reforzando la mentira. Y esa herida, lejos de cerrarse, vuelve a abrirse cada vez que los medios deciden tratar estos hechos como simples noticias de ocasión.

Un ejemplo reciente lo muestra con claridad: la cobertura sobre el caso de Bernarda Vera. En vez de situar la discusión en lo que significa sobrevivir a la violencia de Estado o en cómo las huellas de la represión atraviesan generaciones, algunos titulares prefirieron insistir en la sospecha, en la duda fácil: ¿verdadero o falso?, ¿desaparecido o no? Ese reduccionismo binario simplifica historias mucho más hondas, atravesadas por capas de memoria y dolor, y termina alimentando la desconfianza social hacia las víctimas. En el fondo, es otra forma de perpetuar la violencia simbólica.

Cabe entonces preguntarse: ¿qué buscan los medios con esta insistencia en sembrar sospecha? ¿Es información responsable o, más bien, una actualización de la lógica de desprestigio que la dictadura usó con tanto éxito?

Cuando la prensa elige enfoques sin perspectiva ética, no solo desinforma: también erosiona la posibilidad de levantar una memoria democrática donde quepan relatos diversos. En vez de dar voz a los sobrevivientes y a quienes aún buscan a sus familiares, se privilegia la narrativa del escándalo, que aplasta el dolor real bajo el peso del titular llamativo.

La memoria de las violencias nunca puede reducirse a una fórmula del tipo “desaparecido o no desaparecido”. En ese espacio estrecho no caben las trayectorias rotas, los silencios, las resistencias, ni los dolores que no alcanzaron a figurar en informes oficiales.

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Los informes Rettig (1991) y Valech (2004) representaron pasos valiosos: reconocieron víctimas y sobrevivientes. Pero incluso ellos dejaron fuera voces, historias, registros. Por eso la memoria sigue siendo una construcción abierta, inacabada, que exige escuchar nuevas voces, sumar interpretaciones y, sobre todo, mantener en pie la necesidad ética de no repetir la violencia.

En este sentido, las políticas de no repetición implementadas tras la dictadura en Chile tuvieron un horizonte claro: impedir que las violaciones a los derechos humanos volvieran a ocurrir. Hubo reformas institucionales, programas de reparación, esfuerzos por cultivar una cultura democrática. Sin embargo, esas medidas fueron desiguales y casi nunca enfrentaron de lleno la violencia simbólica.

Hoy el Plan Nacional de Búsqueda intenta, al menos en parte, hacerse cargo de la deuda histórica con las familias, reconociendo que más de mil personas siguen desaparecidas. Pero este esfuerzo estatal, si no va acompañado del compromiso social y de un periodismo responsable, corre el riesgo de quedarse en un gesto incompleto.

De ahí que, como nuevas generaciones que cargamos con la memoria, afirmemos que ya no se puede seguir tolerando la impunidad simbólica que se reproduce en titulares ligeros o sospechas sembradas sin cuidado. El periodismo tiene que estar del lado de la verdad, de la dignidad y de la justicia. Cada vez que se pone en duda el sufrimiento de las familias, se activa un engranaje de violencia que nunca ha sido inocente.

La memoria, entendida como un ejercicio colectivo y ético, no puede limitarse a informes oficiales ni mucho menos a veredictos mediáticos. Frente a cada intento de reinstalar la sospecha, la sociedad tiene la responsabilidad de exigir un periodismo que acompañe en la construcción de una democracia que aprenda de sus heridas. Porque cada titular que trivializa esas experiencias no solo hiere a las familias: también condena al país a vivir con cicatrices abiertas que nunca terminan de cerrar.

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