
Cuando el deporte se transforma en guerra y los adversarios en enemigos
Ayer se vivieron escenas dantescas en el duelo entre Universidad de Chile e Independiente de Avellaneda por los octavos de final de la Copa Sudamericana, que no deberían ocurrir en un encuentro deportivo: asientos del estadio volando, hinchas chilenos golpeados hasta quedar inconscientes, incendios en las tribunas, entre otras cosas.
Lo que debió ser una fiesta del deporte, del encuentro, no lo fue. Porque lo que ocurrió no tiene nada de festivo. Al contrario, estamos frente a un evento deportivo fallido que expresa, en un momento pequeño de tiempo -el partido- procesos sociales de más larga duración que revelan la crisis entre deporte, instituciones y sociedad.
Lo que se presenció es la transformación de un espacio que debería ser de fiesta y un lugar de encuentro en un campo de batalla, donde los hinchas del equipo rival se transformaron en enemigos.
Así, la barra de Independiente desplegó su soberanía en el espacio -era su estadio- aplicando sus propios rituales de justicia, castigo y humillación, provocando lo que se puede denominar lógicas de dominación simbólica y física. Es claro que no se puede responder a la violencia de hinchas del equipo contrario con más violencia, porque eso provoca más violencia.
Debemos entender que el fútbol no solo es un espectáculo, sino que, como escenario, también se muestran las tensiones existentes en nuestras sociedades, donde, como en el caso de la política, muchas veces la pasión se desvincula de la razón y aparece “la barbarie”.
Lo sucedido no sólo impacta al fútbol como tal, sino también a nosotros como sociedad y también a las políticas públicas. Cuando no se pueden construir espacios seguros, pero lo más importante, espacios seguros de convivencia donde el otro no se convierte en un enemigo, tenemos un problema grande entre manos.
Esto es precisamente el gran desafío que debemos enfrentar: como dejar fuera la lógica del amigo/enemigo y esto no solo en el fútbol, sino también en otras dimensiones, como la política. El fútbol debe ser pasión y fiesta, no un campo de guerra donde la violencia, “la barbarie” desplaza a la razón. No debemos morir o dejar sangre en los partidos.
Se debe ser un jugador más en la cancha como hincha, pero entendiendo que, si bien las pasiones se encienden, estas deben estar mediadas por algo de la razón y que no se puede y debe naturalizar la cultura de la violencia o el horror, y esto vale no solo para el fútbol, sino para cualquier dimensión de la vida social.