
El trabajo invisible: ¿Por qué la burocracia es más valiosa de lo que creemos?
Ningún imperio se levantó solo con espadas, como ninguna democracia se sostiene únicamente con votos. Lo que de verdad permite que un país funcione cotidianamente -sin caer en el desorden o la improvisación- es una red silenciosa pero vital de personas, normas y rutinas que hacen posible la vida en común. A eso, desde hace siglos, le llamamos burocracia. Y aunque la palabra no evoque gestas heroicas, lo cierto es que sin ella no hay nación que se mantenga en pie.
Sin burocracia no hay carnet de identidad, ni vacunas, ni escuelas públicas. No hay calles pavimentadas, ni subsidios, ni hospitales. Sin burocracia, no hay Estado. Lo que queda es el desorden, la improvisación y los privilegios.
No es extraño, entonces, que haya quienes prefieran un Estado más pequeño y menos presente, ya que en ese escenario sus intereses pueden imponerse con mayor facilidad. Pero, como tantas veces ocurre, solo advertimos el valor de lo público cuando deja de estar disponible.
Una beca que no se tramita. Una cirugía que se retrasa. Un permiso que tarda meses. Un pasaporte que no llega a tiempo. No son simples trámites: son vidas interrumpidas por un engranaje que no funciona. Y, sin embargo, cuando ese engranaje sí opera, lo hace gracias a miles de personas que trabajan con dedicación, sin aplausos ni titulares, para que el país no se detenga.
Durante la pandemia lo vimos con claridad. Las escuelas, universidades, hospitales y municipios siguieron operando en medio de la emergencia. Fueron los funcionarios públicos quienes canalizaron las ayudas, coordinaron la vacunación y mantuvieron en funcionamiento el aparato estatal en condiciones extremas. Sin ellos, el impacto de la crisis habría sido infinitamente peor.
Hoy, sin embargo, ese mismo sistema está bajo sospecha. Un reciente informe de la Contraloría reveló que más de 25.000 funcionarios públicos viajaron al extranjero mientras estaban con licencia médica.
Es un número alto, y en un sistema ideal, debería ser cero. Pero representa apenas cerca del 0,5 % del total de licencias emitidas entre 2023 y 2024. Como en toda estructura grande, siempre hay quienes cometen errores o actúan de forma indebida. Aun así, ese pequeño porcentaje bastó para instalar una desconfianza generalizada: que la burocracia es ineficiente, abusiva, incluso parasitaria.
El problema no es la denuncia. Lo que está mal debe investigarse, sancionarse y corregirse con todo el rigor de las normas vigentes. A mí también me indigna que haya funcionarios públicos que abusen del sistema. Como decano de la Facultad de Ciencia, trabajo día a día -muchas veces más allá del horario laboral, fines de semana incluidos- para que las becas, los títulos y grados del estudiantado salgan a tiempo; para que los contratos, los permisos, los cambios de grado y las jerarquizaciones del funcionariado avancen con eficiencia y justicia.
Lo hago porque sé que detrás de cada trámite hay una persona esperando, y porque entiendo que nuestro trabajo incide directamente en sus vidas. Por eso mismo, el problema es la conclusión apresurada: asumir que todos los empleados públicos son ineficientes o parásitos porque una minoría rompió las reglas. Esa es una lógica tan antigua como injusta: castigar a muchos -que se sacrifican cada día y entregan lo mejor de sí en sus labores- por la falta de unos pocos.
Pero hay algo más profundo. Esta crisis no solo expone conductas indebidas, sino una fragilidad institucional que arrastra años sin resolverse: sistemas de control que no funcionan como deberían, normas laborales ancladas en el pasado, culturas organizacionales que han terminado por naturalizar ciertos abusos. Y una política que, en lugar de construir soluciones de largo plazo, a menudo cae en la tentación de buscar culpables inmediatos.
Episodios como el de las licencias médicas tensionan no solo la eficiencia del sistema, sino también su legitimidad ética. Algunos medios han hablado de una “ética pública por el suelo”, y no se equivocan al alertar sobre un problema más profundo: la pérdida de confianza en las instituciones públicas y en quienes las integran.
Pero la ética no se impone por decreto. Se cultiva desde la formación, el ejemplo cotidiano y una cultura del deber que debe ser compartida y valorada. No basta con indignarse ni con castigar. Lo que se necesita es fortalecer las bases éticas e institucionales que sostienen al Estado y dignifican el servicio público.
El Estado ha reaccionado con medidas: sumarios administrativos, comités de control del ausentismo, leyes para sancionar licencias fraudulentas y propuestas que limitan los pagos en casos de reincidencia. Pero el desafío va más allá. Lo que se necesita es una reforma profunda del empleo público: una que valore el mérito, evalúe el desempeño, premie la probidad y sancione el incumplimiento. No para castigar por castigar, sino para proteger a quienes sí cumplen con su labor con responsabilidad y vocación de servicio.
Porque aunque no los veamos, aunque trabajen sin hacer ruido, son miles los empleados públicos que mantienen el país en pie. Desde una ventanilla municipal hasta una sala de clases, desde el Registro Civil hasta un consultorio de barrio. No son héroes ni buscan serlo. Pero su trabajo sostiene, día tras día, la estructura invisible que permite que todo lo demás funcione.
En tiempos de desconfianza y polarización, necesitamos más que nunca instituciones que funcionen con estabilidad, profesionalismo y reglas claras. La burocracia, bien entendida, es justamente eso: una forma racional de organizar lo público, para que el país funcione con certeza y no a merced de la improvisación.
No necesitamos menos Estado. Necesitamos uno mejor: más ágil, más justo, más transparente. Pero también más valorado. Porque sin respeto por quienes lo componen, no hay reforma posible. Y sin ese trabajo invisible, el país no avanza.