Cuidamos, trabajamos y callamos: El círculo de la violencia estructural
Cada 25 de noviembre, en el marco del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, se nos invita a reflexionar sobre las múltiples formas de violencia que enfrentamos las mujeres en todo el mundo. Más allá de los actos de violencia física, es crucial reconocer y erradicar todas las violencias que afectan nuestras vidas, muchas de ellas profundamente arraigadas en nuestras estructuras sociales, económicas y culturales.
La violencia económica estructural: una doble carga para las mujeres
La violencia económica es una de las manifestaciones más invisibilizadas, pero de las más impactantes. En nuestra sociedad, las mujeres cargamos con la mayor parte de los roles de cuidado: criamos, atendemos a familiares mayores y gestionamos los hogares.
Sin embargo, también se nos exige participar en el mercado laboral, donde enfrentamos brechas salariales significativas, ganando menos por realizar el mismo trabajo que un hombre. Esto nos condena a una doble jornada: somos subvaloradas tanto en el trabajo remunerado como en el no remunerado, ya que las labores domésticas siguen sin reconocerse económicamente.
Es por esto que, aunque insuficiente, celebramos iniciativas como el aumento del estipendio para el cuidado. Si bien queda mucho por avanzar, este tipo de políticas representan un pequeño paso hacia la justicia económica y hacia la visibilización del trabajo de cuidado que sostiene nuestras sociedades. También, vincularlo con el Sistema Nacional de Cuidados (SNC) es fundamental para garantizar que estas responsabilidades se distribuyan de manera más equitativa.
La violencia física: un horror que no distingue clase social
En los últimos años, la violencia física, especialmente las agresiones sexuales, ha ocupado los titulares, recordándonos que esta forma de violencia no tiene límites ni distingue entre clases sociales. Casos como el de Monsalve han puesto de manifiesto que un alto cargo público o un médico pueden ser tan agresores como cualquier otra persona.
Ante esta realidad, hemos avanzado fortaleciendo instituciones con la Ley de Violencia Integral y los proyectos de ley relacionados con la violencia intrafamiliar y las armas. Pero estos avances deben ir acompañados de un compromiso cultural y político para transformar las raíces de esta violencia.
El caso Monsalve, tan mediático como desgarrador, también ha evidenciado serias falencias en el trato hacia las denunciantes. La revictimización secundaria, mencionada por el padre de Antonia Barrera, es una muestra de cómo el sistema sigue fallándonos: no se protegió a quien denunció, incluso llegando a exponer su nombre. Esto refleja un problema estructural que requiere un cambio urgente en la forma en que nuestras instituciones abordan las denuncias de violencia.
El pacto patriarcal y los silencios que permiten la violencia
Otro elemento clave de este caso ha sido el relato del taxista, que evidencia cómo el pacto patriarcal se perpetúa a través de silencios y omisiones. En nuestra cultura individualista, a menudo evitamos involucrarnos cuando somos testigos de que algo malo está ocurriendo. Este “no meternos en los asuntos de otros” contribuye a perpetuar la violencia.
Si queremos un cambio real, no basta con estar en desacuerdo con la violencia; debemos ser activas y proactivas para detenerla. Necesitamos una sociedad que actúe colectivamente, que rompa con estos silencios cómplices y abrace una cultura de apoyo y sororidad.
Un compromiso colectivo
En este 25 de noviembre, nuestro llamado no es sólo a erradicar la violencia visible, sino también a combatir las raíces invisibles de las desigualdades que nos afectan. Exijamos justicia, sí, pero también políticas públicas que nos protejan, nos reconozcan y nos valoren.
Erradicar la violencia contra las mujeres implica un cambio estructural, cultural y social. Sólo juntas, con un compromiso colectivo, podremos avanzar hacia una sociedad más justa y libre de violencias.