De Coyotes a Fogones: Rodrigo del Valle, el chef que cocinó su destino
Hay momentos en la vida donde un instante nos revela el camino que, sin saberlo, siempre debimos recorrer. Rodrigo del Valle, chef al frente de Anatol, un restaurante en pleno corazón de Ciudad de México; representa una de las propuestas culinarias más interesantes de la capital.
De niño, Rodrigo se regocijaba sirviéndole el desayuno a sus padres en bandejas que él mismo ataviaba con flores frescas y el periódico del día. Aquellos pequeños gestos de servicio ya anticipaban su amor por la gastronomía, pero nunca pensó que este sería su destino.
Esa infancia soñadora, al poco tiempo se desvaneció. Tenía tan solo veinte años cuando preso de un arrebato juvenil, decidió empacar su orgullo y cruzar por tierra a los Estados Unidos, distanciándose para siempre de la vida empresarial que sus padres habían planeado para él. No tenía claro lo que quería, pero sabía lo que no: una vida detrás de un escritorio.
Tras vivir una odisea de alto riesgo entre coyotes y aduanas consiguió ingresar a tan ambicionada tierra. Pero su destino inicial no fueron los fogones, sino un taller de metal mecánico en Saticoy, un pequeño condado de California.
Allí trabajó largas jornadas con las manos engrasadas, durmiendo en el suelo del taller y pasando hambre entre fresadoras y soldaduras. Vivía para trabajar, pero aquello no era lo que él quería. En sus momentos de descanso, Rodrigo miraba el techo y se preguntaba si había cometido un error. Al cabo de un tiempo, consiguió superar el sueldo mínimo, pero el vacío seguía allí.
Fue entonces cuando encontró un trabajo como lavaplatos. El hambre, esa sombra que lo había acompañado durante un buen tiempo, le mostró que la cocina podría ser su refugio. Desde el fondo de la línea, viendo cómo se tiraban platos enteros de comida, supo que quería estar del otro lado, pero no precisamente para cocinar, sino para comer.
Pronto conseguiría ascender a ayudante de cocina. El hambre por fin menguó, pero su alma seguía sin saciarse. Una acalorada discusión con un buen amigo que lo acompañaba, lo hizo ver que no había necesidad de seguir padeciendo esa soledad, y entre lágrimas, ambos decidieron regresar. Lo hicieron un 23 de diciembre, y comprobaron con asombro la diferencia de pasar de un lado al otro de la frontera.
"No nos revisaron ni nos preguntaron nada", recuerda Rodrigo.
Cuando llegaron a Ciudad de México, fueron recibidos por un amigo que los alojó y les dio tiempo a recuperarse antes de llegar a sus casas por sorpresa. Esa Nochebuena, al aparecer con el cabello largo, sus familiares creyeron ver a un tío que había fallecido.
Era Rodrigo, pero había cambiado para siempre. De vuelta en casa, fue su hermano quien le sugirió estudiar gastronomía. Por primera vez, esta idea resonó en su mente. Aceptó, y aunque la formación inicial estuviera más bien orientada hacia la gestión de negocios, le dio la oportunidad de participar en un concurso que cambiaría su vida.
Reclutadores de resorts de lujo como Four Seasons y Gaylord Opryland lo seleccionaron entre decenas de participantes. Todo apuntaba a un futuro prometedor en Nashville, pero su visa fue denegada al descubrirse su estancia ilegal de dos años en Estados Unidos.
A pesar del momento de devastación, la chispa ya estaba encendida. Se empeñó en encontrar nuevas oportunidades, y fue una amiga quien lo ayudó a conseguir una plaza en un posgrado de cultura y gastronomía en España.
Allí, en Sevilla, tuvo que empezar de cero otra vez. Rodrigo se buscó la vida trabajando horas extras en La Taberna del Alabardero, un restaurante de lujo. Su esfuerzo llamó la atención del chef, quien lo ayudó a trasladarse a la sede del restaurante en Madrid.
Esta oportunidad lo llevó a trabajar en La Taberna de Lillas Pastia, un restaurante con estrella Michelin en Huesca, Aragón. Fue aquí, en este templo de la alta cocina, donde Rodrigo realmente aprendió la organización y disciplina que se necesita para manejar un restaurante de alto nivel.
"Lillas Pastia me enseñó que la estructura y el rigor son tan esenciales como la creatividad". Esa formación le dio las herramientas necesarias para ascender en el competitivo mundo de la gastronomía.
Tras seis meses de prácticas en Lillas Pastia, fue contratado en Madrid. Durante tres años, Rodrigo perfeccionó su oficio en los vibrantes restaurantes de la ciudad, entre fuegos y comensales que exigían lo mejor de él. Pero el llamado de casa nunca dejó de sonar.
Al regresar a Ciudad de México, Rodrigo no solo traía consigo la experiencia de un chef formado en las cocinas más rigurosas de España. Traía algo más profundo: una comprensión visceral de lo que significa alimentar no solo el cuerpo, sino también el alma. Había vivido la lucha, había conocido la soledad, y sabía que cada plato que saldría de su cocina llevaría consigo esas cicatrices, esas victorias silenciosas.
Hoy, al frente de Anatol, en la exclusiva calle Masaryk codeándose con las mejores tiendas de la capital; Rodrigo afirma con orgullo: “Me hice cocinero para estar cerca de la comida y no volver a sentir hambre”.
En la cocina de Rodrigo el lujo no está en el caviar ni en las trufas, sino en lo sencillo, en lo que la tierra regala: hongos frescos de Morelos y Puebla, cultivados en las faldas del majestuoso Popocatépetl.
Rodrigo honra el origen de cada ingrediente, una filosofía que abraza la conexión con pequeños productores. Pero más allá de la técnica y la innovación culinaria, Del Valle cocina con el peso de sus experiencias: cada plato es un tributo a la tierra que lo vio partir, a los recuerdos que lo moldearon, y a ese hambre que, lejos de devorarlo, lo impulsó.
Porque a fin de cuentas Rodrigo Del Valle es un chef que no solo cocina para alimentar; cocina para no olvidar quién es, ni de dónde viene.