Delincuencia: Todos somos Frankenstein
Cuando era niño y veía viejas películas sobre Frankenstein, estaba seguro de que ese era el nombre del monstruo hecho de retazos de cadáveres mal cosidos y lanzados a la vida en un tétrico laboratorio, gracias a una descarga eléctrica obtenida de un rayo. Solo cuando leí el libro de Mary Shelley y me concentré en la historia más que en las imágenes salí de mi error y aprendí que el monstruo era simplemente una creación: de hecho, en la novela es “la criatura”, del Dr. Víctor Frankenstein.
Mucho de lo horrendo en esa novela de 1816 reside en el doctor y creador del “monstruo” más que en este último. El Dr. Frankenstein es el origen y causa del horror, la maldad en un sentido superlativo. Porque el “monstruo”, pese a que es aterrador, tiene una fuerza sobrehumana y termina matando y causando el mal, es ante todo un efecto y, por lo mismo, una oportunidad para observar el propio horror. Si solo nos centramos en la criatura, nos equivocamos. Debemos centrarnos en su creador.
Una frase de la criatura es un llamado angustioso: “Yo era benévolo y bueno; la miseria me hizo malo. Hazme feliz y de nuevo seré virtuoso”. Es, prácticamente, una súplica al Dr. Frankenstein.
Pero Frankenstein, horrorizado con lo que ha creado, quiere simplemente matar a la criatura. Negarla como su creación, como recuerdo de su propia maldad. ¿Hacerlo feliz? No, eso no está entre las preferencias del alma del Dr. Frankenstein. Es mejor desaparecer a la criatura y olvidar que fue su creación. Es la más clásica forma de eliminar las responsabilidades propias.
En estos tiempos de populismo penal, nos aterra la delincuencia, en especial la más marginal, la de los homicidios y femicidios, la de los portonazos. Aunque no en su totalidad, la mayor parte de este tipo de delincuencia se explica por la desigualdad y la falta de esperanzas.
Hay demasiada evidencia, a estas alturas inobjetable, de la relación entre delincuencia y pobreza. Aunque sea difícil, tal vez podamos escuchar aún la frase: “Yo era benévolo y bueno; la miseria me hizo malo. Hazme feliz y de nuevo seré virtuoso”. La sociedad que hemos creado y contribuimos a mantener es la principal causa de la delincuencia en tanto contiene violencia, marginación y desprecio y nos condena a recibir de vuelta el mal que hacemos.
Sin embargo, no lucharemos por hacer felices a los que lanzamos fuera de los márgenes del progreso, no rescataremos de alguna forma a quienes les quitamos sus infancias, sus sueños y hasta su bondad. No lucharemos por una sociedad justa, fraterna o protectora. No les daremos oportunidades, no distribuiremos mejor los ingresos, no les abriremos escuelas ni esperanzas. No tenemos amor para ellos.
En cambio, los encerraremos. Sacaremos a los militares a las calles. Les dispararemos sin cuestionar la necesidad de disparar. Les quitaremos sus derechos en los juicios y los condenaremos. Los enviaremos lejos.
Entonces, algunos de estos delincuentes, sobre todo los jóvenes, harán también suya otra frase de la criatura: “Me vengaré de mis sufrimientos; si no puedo inspirar amor, desencadenaré el miedo”.
Ante esta frase nos llenaremos de miedo y odio, que son las dos caras de la misma moneda. Y actuaremos, en tanto sociedad, de un modo monstruoso, acorde a lo que somos.
Puedo admitir que no todo delincuente es producto inevitable de nuestro sistema social, pero demasiados -y seguramente la mayoría- lo son. Somos sus creadores y los cómplices de sus actos, si no en un estricto sentido jurídico, en un sentido moral. Por ello, hay cierto cinismo en nuestro griterío en contra de los delincuentes y en nuestras agendas de seguridad.
Puedo admitir que no todos seamos igualmente responsables o causantes del sistema social en que vivimos. Pero, sin perjuicio de matices y distinciones, sí somos todos responsables del sistema que hemos creado, por acciones más o menos influyentes, o por omisiones más o menos decisivas.
Ninguno de nosotros puede reclamar inocencia. En definitiva, todos debemos ver a la delincuencia, en su mayor parte al menos, como nuestra criatura, como el producto de quienes somos. Reconocernos causantes de lo que odiamos y de aquello a lo que tememos quizás sea el primer paso para sanarnos.
El combate más profundo en contra de la delincuencia es un combate en contra de nosotros mismos, de nuestra complacencia con una sociedad brutal, con nuestro Frankenstein interno, al que siempre le resulta más fácil sentir desprecio por su criatura que por haberla creado.
Crédito de la fotografía: Agencia Uno