"Piel de ciudad": El libro que hace un viaje onírico por el Santiago oculto

Por: Eleonor Concha | 18.06.2024
"Piel de ciudad" de Máximo G. Sáez es una exploración onírica y visceral del Santiago de los años 90, donde se entrelazan el caos urbano y la rebeldía juvenil. A través de narrativas profundas y personajes enigmáticos, la novela despliega un paisaje urbano oscuro y poético, revelando las capas más íntimas y perturbadoras de la sociedad santiaguina.

Borges dijo: “Claro que creo en los sueños. Soñar es esencial, puede ser la única cosa real que existe.”

 

Los capítulos de la obra son de corte onírico, a través de sus palabras, puedes imaginar las esquinas de Santiago, ciertos lugares emblemáticos, el Cementerio General, la Estación Mapocho, lugares del Santiago antiguo, aquel desconocido por los dueños de Chile, ocultos en sus tres comunas ricas y ordenadas.

El Santiago que retrata la novela, no es así, es el caos, el underground, los vicios, la poesía loca y desbordada, la pobreza de debajo de los puentes, no aquella de sacrificio y espacios pulcros y humildes. Pero también, es una ciudad donde surgen personajes, turistas del caos, sujetos que miran con cierta admiración o cierto asco, a quienes se sumergen en  la vida del carrete del Santiago de los 90’s

Es la mirada de un Santiago salvaje, adolescente y contestatario, aburrido y rebelde intermitentemente, un libro que retrata el pensamiento masculino de esa juventud santiaguina, donde el sexo es el pensamiento más recurrente, permeando la ciudad de aquella necesidad de erotismo. Aquello es particularmente revelador, pues Santiago tiene una pátina de conservadurismo y pudor, donde lo privado jamás toca lo público, pátina que, como señala la obra, puede ser fácilmente eliminada, revelando lo que está bajo la piel de Santiago, esa parte oscura y negada.

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Así, viajamos por un Santiago desconocido, uno que evade cualquier explicación de la realidad, con un protagonista que continuamente usa la intertextualidad y la cita, enmascarado de diversos personajes que, en definitiva, le configuran en un artista que va desdibujando la realidad, creando una ciudad esperpéntica, drogada. alcoholizada, embrutecida, donde el sexo se paga, se consigue, se imagina, y es siempre sin el otro.

Esta ciudad barroca, de sueños ominosos, de encuentros grotescos, es también el espacio que no fue, no es New York, no es Barcelona, no es Madrid, simplemente no es, dando cuenta de la desesperación de aquel que cree haber nacido en lugar equivocado. Resuenan en mi mente las melodías de Los Prisioneros, gritando con desprecio “Porque no se van, no se van del país” e imagino al protagonista sintiendo precisamente la necesidad de huir de ese espacio que lo retiene y lo limita, pero que comprende íntimamente desde la carencia y la soledad.

Siempre en primera persona, el protagonista está sólo, el mundo carece de un otro legítimo con quien vincularse, quien le comprenda, o al menos, que a él mismo le importe. Sólo, en un hedonismo profundo y, muchas veces, patético, transita por las calles de la urbe que él ha construido en su mente, sintiéndose Dios, artista y basura. Algunas frases son ilustrativas: “...decidí escupir a la escultura, desapareció su nueva sonrisa y las gotas de alcohol bajaron como lágrimas por sus mejillas corriendo el maquillaje, desfigurando sus rasgos que antes adoraba, rompí los poemas y coloqué la escultura en la bodega, no quise que nadie más la viera. El teléfono suena y suena mientras ejecuto la ceremonia y agrego a la lista de desaparecidos el nombre de Salomona.” (p. 26)

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Aquel objeto rescatado de alguna galería de arte, desprovisto ahora de sentido, se esconde en la bodega del protagonista, símbolo de su subconsciente, que guarda aquello que no quiere enfrentar ni ver, aquello “desparecido” a la fuerza por su propia mano, pero que además, alude fragmentariamente a la Dictadura y a la represión que pervive en las calles.

Este libro es una lucha constante contra la soledad, el abandono, las relaciones vacías, las pérdidas, el capitalismo, la escritura y el orden de las cosas.

Retrato de la ciudad moderna que ha visto cómo sus habitantes se desmoronan en su interior. Los párrafos, atiborrados de palabras, son otro símbolo. No es posible el silencio dentro de la ciudad, cada vez más cercana al capitalismo gore, que engulle a sus habitantes y los cosifica.

Así, en medio de la basura existencial, aparecen frases de denuncia: “Divisé el Hospital San Juan de Dios donde supe que estaban pariendo hijos para el trabajo pesado.” p. 34

Fracturas de una ciudad mirada a través de los ojos de un hombre, lleno de una masculinidad en crisis, que reconoce sus fantasmas y que se enfrenta con la imagen fragmentada de los géneros de las personas que habitan en los intersticios del Santiago y  el protagonista recorre, odiando y deseando todo, en espacios donde puede SER más allá de las convenciones a las que elude en una carrera vertiginosa en contra del tiempo, del neocapitalismo y de esa vocación de muerte que no puede evitar tener frente al sin sentido de una sociedad, como la nuestra, en donde “la ley no llega para la ciudad violentada” p. 59

El protagonista va decayendo, se pervierte, enloquecido se pierde en los intersticios de la ciudad, y aquello se observa en el delirio de la segunda parte del libro, difícil de leer, escalofriante muchas veces, con personajes sumidos en situaciones esperpénticas y absurdas, sin conexiones aparentes que muestra –pareciera- un uso prolongado de LSD, y que indica la degradación de la mente del protagonista que sucumbe a un destino que ha propiciado.

Es esta una especie de literatura de la alienación, donde los personajes no generan vínculos, especie de equilibristas cuyas vidas transcurren entre abismos donde caer en la locura o en la miseria es fácil, seres solitarios, inmersos en discursos monologantes que se ven a sí mismos como excepcionales, verdaderos perdedores del azar capitalista, sumidos en el espanto de un desear insaciable de experiencias adrenalínicas, apostadores y ludópatas de un mundo en que el capital rige las relaciones humanas, y en el cual el protagonista se pierde, en esa necesidad constante de lo excepcional, del reconocimiento, del ser descubierto en medio de un mundo que no mira a nadie, terminando sólo, pero enarbolando una bandera de disidencia y aventura.

El personaje central, siempre solo, se encuentra perdido en los intersticios de la ciudad que no ama a nadie, pero que busca el control de todos. Así, puedo verle sentado en las escaleras del metro, mirando las vías con una mirada vacía y desesperada, porque al creerse dueño de sí, se ha perdido irremediablemente. Así, el protagonista ha obtenido exactamente lo que ha sembrado, con la superioridad de su discurso, con el desprecio evidente hacia todo otro/otra/otre, se ha quedado solo, dueño de la ciudad que ama y que le provee de sorpresas, pero que se encuentra envilecida desde su nacimiento, por aquel desprecio de unos sobre otros y donde es fácil caer al fondo del abismo.

El neocapitalismo, sediento de sangre, de esa que además se puede ver vertida en la obra, es el verdadero dueño de la ciudad moderna y esta novela muestra precisamente ese espacio de la modernidad en el cual las disidencias son aplastadas o enloquecidas, acumuladores de lo grotesco, expresión de una ciudad alienada cuyo espectáculo nocturno se retrata en esa piel que no es más que la locura destructiva del capital.

No se trata de una mera literatura anti sistema, esta novela muestra como en la sociedad que vivimos despreciamos los vínculos, la relación con el otro, es una denuncia a una sociedad en que el éxito es llegar a la cima de los deseos, sin mirar al otro persona, donde las mujeres se ven degradadas, usadas, sometidas. Visión de una ciudad atroz, no por sí misma, sino que por sus habitantes, sumidos en un espacio neoliberal y estéril, donde el protagonista también es “carne de cañón”, corroído y abandonado a su suerte, pero dispuesto a sumirse aún más en la miseria que las grandes capitales destinan a los inadaptados, sujetos que residen bajo los puentes, de mirada perdida ante el abandono social y que van por las calles aleteando los brazos para decir existo, envueltos en la peor de las invisibilidades, la de los derrotados.

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