La violación sexual de mujeres como estrategia militar
En los primeros días de mayo, a través del testimonio de Romy Vargas, se dio a conocer la trágica muerte de su hijo Franco Vargas, un joven de 19 años que estaba cumpliendo con el servicio militar en Arica.
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El 27 de abril, Franco fue ingresado a un centro de urgencia sin signos vitales luego de haber participado, junto a otros jóvenes, en un entrenamiento militar sin las condiciones técnicas necesarias a más de 4000 metros sobre el nivel del mar, en la comuna de Putre, en el sector de Pacollo, en el norte del país. Durante el ejercicio, Franco se desplomó en varias oportunidades hasta perder la vida.
Tras el deceso, más de 100 conscriptos que realizaban su servicio militar junto a él han renunciado a continuar en las filas castrenses. Además, la amputación de la mano de uno de sus compañeros se ha sumado a esta lamentable situación. Este joven es uno de los dos conscriptos que aún permanece hospitalizado en el Hospital Militar de Santiago. Ambos se encuentran en coma inducido y uno de ellos se mantiene en estado grave.
Desde el momento en que Romy Vargas dio a conocer la muerte de su hijo Franco, se han revelado antecedentes que muestran, por un lado, la negligencia y el ocultamiento de información por parte del Ejército, y por otro, la persistencia y la valentía de una madre en la búsqueda de justicia.
Esto ha llevado a que en estos días el fiscal a cargo de investigar la muerte haya solicitado exhumar el cuerpo para practicar una nueva autopsia. En este contexto complejo, doloroso y aún confuso, el 12 de mayo, en una entrevista televisada, los exconscriptos Cristopher Pakarati y Francisco Adasme, quienes también participaron en la fatídica marcha donde falleció Franco Vargas, dieron sus testimonios. Dado el interés de esta columna, solo me quiero detener en un extracto de la entrevista. Uno de los jóvenes indicó:
“Una vez, un cabo me preguntó si quería ir a la guerra. Yo le dije que no, que no quería ir a la guerra, y él me respondió: '¿Sabes qué pasa cuando hay guerra? Los países vecinos, los enemigos, entran a las casas y violan a las mujeres. Por eso es mucho mejor que nosotros vayamos y hagamos eso con ellas'. Siempre incitaban a denigrar con crueldad para que nosotros tuviéramos esa mentalidad, como para empezar a destrozar, violación, destrozar”. (12 de mayo, Podemos Hablar, Chilevisión).
La escena descrita es cruel, tal como lo propone el testimonio: un hombre con formación militar profesional, encargado de entrenar a otros más jóvenes en labores militares, revelando que una de las estrategias de sojuzgamiento al enemigo es la violación sexual de mujeres.
Dado lo anterior, es importante considerar, y según el comentario del cabo, que no estaríamos eventualmente solo ante actos sexuales cometidos por soldados sobreestimulados o que, por alguna razón, operarían al margen de la estrategia por motivación propia, sino ante una declaración de superioridad que requiere formación militar.
El mensaje del cabo es, ante todo, un mensaje formativo, de entrenamiento, que dramatiza una fantasía institucional de poder masculino y subyugación femenina, que no solo operaría en el orden de las palabras o metáforas, sino que buscaría eventualmente ponerse en práctica cuando sea necesario.
Es decir, para el cabo del ejército los crímenes sexuales contra mujeres son una advertencia social para otros hombres, para el enemigo, para los países vecinos. Es un acto de poder y de disciplina, un signo de masculinidad, de poder brutal y cruel, una estrategia militar que busca dar un certero golpe no solo a la esfera íntima sino también a la esfera pública, cuando no una apropiación absoluta de ambas. Los cuerpos violados de las mujeres se convierten en canales de transmisión, en mensajes codificados, a la población civil y militar de países vecinos y de países considerados enemigos.
Las agresiones sexuales practicadas por masculinidades militarizadas contra mujeres en tiempos de guerra o conflictos armados no son una novedad.
Solo por mencionar algunos casos en la historia reciente de América Latina: las masacres y ataques contra población civil —en particular contra mujeres e indígenas— en Perú, El Salvador, Guatemala, Colombia y Brasil a lo largo del siglo XX; y en especial las torturas y la masacre de la población civil en las dictaduras cívico-militares de Argentina y, principalmente, en Chile.
En esta última el Ejército tuvo un rol principal. La violación sexual en tiempos dictatoriales, que en su mayoría se llevó a cabo contra mujeres, fue un arma crucial, despiadada y simbólica utilizada como estrategia de tortura.
Es preciso plantear que la subyugación sexual en tiempos de guerra o como estrategia militar no solo produce sometimiento en otra persona, sino también vínculos de lealtad, identificaciones y solidaridades grupales entre los hombres que practican o son cómplices de este tipo de masculinidad.
Por lo tanto, ante los antecedentes históricos disponibles y corroborados nuevamente por un agente del Ejército, no estaríamos solo ante un comportamiento, sino también frente a una ética y un código que identifica a un grupo. Los actos que despliegan esos hombres son colectivos antes que individuales, prácticas grupales antes que particulares, que reafirman una forma de dominio estratégico y planificado y que despliegan lazos entre sus pares.
El comentario del cabo a un conscripto en formación no es solo una conversación; es más bien un momento pedagógico que nos viene a enrostrar, entre otras cosas, que las agresiones sexuales contra mujeres en conflictos no son espontáneas ni individuales, requieren la promoción militar e institucional.
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Es decir, no cabe duda de que al interior del Ejército chileno se fomentan y promueven estrategias militares que, por un lado, deshumanizan el cuerpo de las víctimas y, por otro, forman y refuerzan identidades de poder y dominación entre los soldados, consolidando una cultura de violencia, subordinación y degradación sexual.