Violencia de género, una cuestión de valor
El pasado 30 de enero, y en el marco de la reunión de las comisiones unidas de Equidad de Género y Seguridad Ciudadana y Mujeres, el gobierno descartó un aumento de femicidios en los últimos años. La ministra del Interior y Seguridad Pública, Carolina Tohá, afirmó en dicha instancia que “no es efectivo que los números hablen de un aumento de femicidios”. Sin embargo, tampoco hay una disminución de este tipo de homicidios.
Esto pese a las campañas de prevención del femicidio, la entrada en vigencia de la Ley Antonia y la recién aprobada Ley Integral contra la Violencia hacia las Mujeres que estuvo en el Congreso durante siete años y, que incluso contra toda razón y contra toda moral, tuvo siete rechazos para su aprobación, es decir, existen parlamentarios que rechazaron la entrada en vigencia de una Ley que permite “prevenir, sancionar y erradicar la violencia con razón de género, garantizando los derechos fundamentales de las mujeres y, ampliando definiciones de posibles víctimas”.
Actualmente, se registran 10 femicidios consumados y 41 femicidios frustrados, que superan el número de femicidios consumados que a la fecha se registraron el año 2023. La problemática del femicidio es preocupante porque a pesar de la visualización del problema y las medidas que toman las autoridades de gobierno para erradicarlo, las cifras no disminuyen. ¿Cuál es entonces el problema de fondo del femicidio? y ¿por qué en el punto de desarrollo en el que se encuentran las sociedades, siguen cometiéndose actos tan inhumanos y desgarradores como los que lamentamos cada año, con cifras que sobrepasan las cien víctimas?
Frente a los actos de violencia de género, existen elementos de carácter Ético que pueden propiciar un análisis a este tipo de violencias. En primer lugar, existe un marco de valores culturales que sigue predominando y sectores de la sociedad que replican y promueven este tipo de valores o antivalores mediante el ejercicio de poder, lo que muchas veces desemboca en actos discriminatorios, opresión contra otros grupos, agresiones, entre otras faltas.
Michel Foucault, en su obra “Microfísica del poder”, planteaba que el poder es un ejercicio que se encuentra diseminado en el entramado social y que los grupos de poder establecen y mantienen criterios de verdad a través de las instituciones, discursos, procedimientos, etc. Podríamos preguntarnos desde dónde emana el influjo de ciertos valores/antivalores y ver cuál es la responsabilidad/poder que recae sobre los líderes políticos, que por más que impulsen campañas no logran ser completamente efectivas contra el desafío de erradicar la violencia de género, dejando sin efecto la promoción de valores anti-femicidas para aquellos grupos cuya representación del poder se ve reflejada en liderazgos patriarcales y dominantes.
En una sociedad donde el capitalismo y el mercado ejercen su poder por sobre las decisiones políticas, influenciando todas las dimensiones de la vida humana mediante un poder sutil, incluso los individuos pasan a ser un bien: un bien utilitario, un bien de deseo, un bien de consumo, a los que se le niega la autonomía y el reconocimiento como personas. Emmanuel Lévinas, filósofo y escritor lituano, planteaba que el ser humano tiene una naturaleza moral que surge a partir del encuentro con el otro, en el reconocimiento de la otredad el sujeto se define a sí mismo y logra diferenciarse de otro. El reconocer al otro, desde el yo, sin dominarlo ni violentarlo es la base de la convivencia y una respuesta plausible a todos los tipos de violencia, pero en particular a la violencia de género.
El avance legislativo, sin duda, ha sido significativo en materia de género, pero en la práctica las políticas de género se transforman en una obligación por la imposición o la fuerza de la ley y por el temor a las consecuencias de su incumplimiento y no por el valor jurídico de hacer justicia, de estrechar las brechas de desigualdad o abogar por la importancia de poner un alto genuino a la agresividad contra el género.
Cuando se legisló sobre el acoso callejero el año 2019, algunos de los comentarios que más se repetían en redes y medios de comunicación era que los hombres no podrían piropear a las mujeres en las calles, no por la comprensión de la situación de vulneración y violencia que se genera al ejercer este tipo de prácticas, sino por las sanciones que se podían recibir, que va desde los 61 días a los 5 años de cárcel y/o a multas desde 1 a 20 UTM.
Un caso significativo fue el de un hombre que fue multado en la comuna de las Condes por ‘tirar un piropo’ a una mujer en la vía pública, quien afirmaba “no haberlo hecho con mala intención”; pero no se evalúan nuestras acciones sólo por tener buenas o malas intenciones; habiendo entrado en vigencia la ley, también podríamos cuestionar el conocimiento o la responsabilidad de adquirir dicho conocimiento, pero, sobre todo, es cuestionable la imposibilidad del sujeto de salir de su autocomplacencia y de no reconocer la otredad ni el valor de aquella mujer a la que le gritó el piropo.
Hace unos años, en una clase con estudiantes de un curso vespertino: adultos, trabajadores, casi todos hombres y muchos de ellos padres, apareció este debate. Precisamente a partir de este caso, gran parte del curso defendía la idea de que el piropo callejero era un halago y, por lo tanto, las mujeres que lo recibían debían estar agradecidas.
Les tomó mucho tiempo ponerse en el lugar de la persona que recibe el piropo, y que se siente vulnerada en su intimidad gratuitamente. No podían concebir por qué se había legislado esta materia ni por qué había grupos de la sociedad que sancionaban públicamente este tipo de comportamientos, hasta que trasladamos el debate a fundamentos antropológicos de la persona y su dignidad. Posiblemente, si el debate o la reflexión acerca de estos temas se hubiese instalado previamente, en sus hogares o escuelas, se hubiese comprendido el problema fundamental de este tipo de violencia.
Si observamos los programas educativos, es evidente la falta de formación ética y afectividad en los estudiantes en todos los niveles y en todos los regímenes educativos. También es evidente la carencia de instancias de diálogo para conversar acerca de cómo nos relacionamos, cómo convivimos unos con otros, qué tipo de sociedad queremos construir y qué tipo de personas queremos ser. Nos hemos centrado en una educación mecanicista, elitista y desvinculada de los problemas fundamentales de la vida, que no observa esta condición de ser otro y, que, por el contrario, promueve valores como la competencia y antivalores como el egoísmo y la indiferencia ante el otro.
Max Scheler, filósofo alemán, planteaba en su Ética que los valores son cualidades sui generis, que captamos por medio de la intuición, es decir se sienten. Por ende, al momento de captar valores, la afectividad operaría en un orden superior a la razón.
Este planteamiento cobra sentido al observar que producto del mismo poder del mercado y el capital, el hombre se priva de desarrollar su intuición, puesto que para el mercado la afectividad y la intuición serían rasgos de vulnerabilidad y una barrera a la hora de alcanzar resultados; pese a que la afectividad es un rasgo propio de la condición humana, se intenta privar de ella. No sería desechable, por lo tanto, la idea de que en la educación de los hombres, a menudo, existe un sesgo al captar el valor del otro, de la persona, de la mujer, por esa falta de formación afectiva.
Instalar instancias de debate acerca del comportamiento de las personas y del relacionamiento de todos y todas es necesario para entender que la libertad, la autonomía, la vida y el reconocimiento del otro son derechos cuya garantía no se desprende a partir del beneficio que un tercero pueda adquirir, o una sanción que un tercero pueda evitar, sino que se reconoce en la mera existencia de cada ser humano.