Piñera: Los santos inocentes
En el periodismo es muy común preparar con anticipación las llamadas necrológicas. Es decir, las notas sobre el fallecimiento de una persona que ha tenido cierta relevancia pública. Los escogidos para esas necrológicas anticipadas son celebridades de edad avanzada, que padecen una enfermedad terminal o que han tenido un accidente grave que los ha dejado agonizantes, o sea, que su existencia está pendiendo de un hilo o que su vida se acerca irremediablemente a la muerte natural.
Qué duda cabe, y sin ánimo de ser irrespetuoso, morboso o fatalista, a Ricardo Lagos, de 86 años, recientemente retirado de la vida pública, ya le deben haber hecho la suya. Pero en el caso de Sebastián Piñera, nadie podía anticipar una desaparición tan prematura. El accidente -como suelen ser los accidentes- pilló a medio mundo desprevenido. Sus colaboradores más cercanos afirmaban estupefactos que Piñera estaba en una etapa de plenitud. Tenía 74 años estaba en perfecto estado de salud y aún figuraba -aparentemente en contra de los deseos y la voluntad de él mismo y de su familia- hasta como un posible candidato presidencial.
Quizás la sorpresa brutal de su deceso, ahogándose en un helicóptero en el Lago Ranco, fue lo que generó, algo que en vida Piñera jamás disfrutó: un respeto y un afecto prácticamente transversales y unánimes del mundo político y de los chilenos y chilenas, incluyendo a varias figuras internacionales de un amplio espectro ideológico. Piñera durante unos días recibió más elogios que todos los que recibió en más de 30 años de vida pública.
Este 6 de marzo pasado se cumplió un mes desde su deceso. Chile Vamos y su familia hicieron un homenaje para conmemorar su desaparición. Estuvieron acompañados por representantes de Amarillos y de Demócratas quiénes finalmente han terminado por concretar la mimetización completa con la derecha. Para el resto del mundo, la impresión por su muerte ya está quedando atrás.
Ahora Piñera podrá ser juzgado con mayor equilibrio y frialdad tras haber presenciado algunos momentos desafortunados (por no decir patéticos) como las declaraciones excesivamente laudatorias del presidente Boric en su funeral. Porque Piñera, hay que decirlo, no fue ningún santo; ni le apodaban Piraña porque fuera un “pecesito” indefenso, ni lo declararon “reo por lindo” como dijera el ex precandidato presidencial de la derecha, el senador Manuel José Ossandón.
Por supuesto, Piñera tenía algunas virtudes. Quién no las sepa, puede repasar los diarios de este último mes. Algunas son ciertas, otras no. Pero lo que es aún más cierto, es que a Piñera nunca se le atacó injustamente como dijo Boric. El mismo Piñera se preocupó de generar todos los anticuerpos que le persiguieron.
Recuerdo las primeras imágenes de Sebastián Piñera en el primer día de su primer mandato como presidente de la República en La Moneda. Piñera visitaba el casino del palacio presidencial y, literalmente, caminaba dando saltitos de aquí para allá, comiendo un bocado a la pasada y saludando a las personas de la cocina y del comedor que lo miraban todavía aturdidas y desconcertadas tras dos décadas de gobiernos concertacionistas. Piñera estaba a sus anchas, ensimismado, desbordando energía, pero parecía caballo en corral ajeno. Con la desagradable actitud de niño mimado con juguete nuevo, Piñera era una figura burlesca, una mezcla rara de ambición e inocencia; con el aire avasallador de un colonialista que, con buenos modales y sonrisa fingida, está listo para devorar el mundo.
Que yo recuerde, a Piñera jamás se le vio enojado, jamás tuvo un exabrupto y, dicen, que no guardaba ningún rencor ni público ni privado hacia quiénes le habían tratado mal e incluso traicionado. Parecía inmune a los ataques que recibía. Pero no era la indiferencia y sangre fría propia de dictadores y asesinos. Era más bien el resultado de un ego inflado, tan regocijado de sí mismo, que prefería ser un incomprendido antes que reconocer un error propio.
Hay una imagen que define claramente quién era Piñera: cuando en plena cuarentena Piñera se sacó una foto en plena plaza Baquedano. Estoy convencido que el ex mandatario no lo hizo para regodearse o burlarse de ese otrora símbolo del octubrismo. No fue el “levántate y anda” de Pinochet, saltando de la silla de ruedas en el aeropuerto de Santiago para enrostrarle al planeta que él siempre se saldría con la suya.
Es cierto, hacerse esa foto en plaza Baquedano era un guiño odioso y desafiante, pero era demasiado sofisticado para él. Porque justamente de lo que más carecía Piñera era de sofisticación. Su gesto fue mucho más banal, mucho más frívolo. Piñera solo quería saciar el placer de estar en esa plaza cuando nadie más podía estar. En otras palabras, quería darse un gustito. Así era Piñera, un tipo tan caprichoso que rompiendo cualquiera norma de protocolo (y pudor) podía sentarse en el escritorio de Barack Obama en la Casa Blanca solo para tener la satisfacción de haberse sentado en la silla del hombre más poderoso del planeta.
Si bien siempre tuvo ambiciones políticas, Piñera era, por sobre todas las cosas, un adicto al dinero. Cualquiera que hayan sido sus principios, siempre intentó que estuvieran alineados con sus intereses. No hay que olvidar, sobre todo en su primer gobierno, lo mucho que le costó separar la política de sus negocios, arrastrando sin mucha vergüenza una polémica tras otra.
El ingeniero comercial, periodista y escritor Carlos Tromben (autor de Crónica secreta de la economía chilena) daba fe tras la muerte de Piñera que, al comienzo de su carrera política, el ex presidente no era un multimillonario, y que es plausible suponer que aprovechó más de una información privilegiada a la que tuvo conocimiento para mejorar sus negocios. Es decir, no es que Piñera se dedicó a la política para enriquecerse, pero le sacó todo el partido posible a su posición para acrecentar su patrimonio.
Piñera era un tipo esencialmente contradictorio. Votó “No” en el plebiscito y, a reglón seguido, fue jefe de campaña del delfín de Pinochet, Hernán Büchi. Se opuso a que se eliminarán las contribuciones en el último fracasado texto constitucional y no pagó las propias por su casa veraniega durante más de 30 años.
Podía ser un fanático acérrimo de la Universidad Católica de toda la vida y luego comprar Colo Colo, disfrazándose de hincha albo por mero interés electoral y económico. Podía proponer terminar con la puerta giratoria de los delincuentes, pero él mismo estuvo prófugo de la justicia. Era un magnate y, sin embargo, afirmar -sin arrugarse- que era un hombre de clase media.
Piñera nunca tuvo la muñeca política de un Patricio Aylwin, ni la parquedad gris de funcionario público de un Eduardo Frei Ruiz-Tagle (que lo hacía pasar desapercibido, un talento nunca lo suficientemente apreciado), ni la prestancia intelectual de un Ricardo Lagos, ni la empatía natural de una Michelle Bachelet. Al contrario, Piñera fue más táctico que estratégico y tenía una tendencia incontrolable a ser centro de mesa; era como el mateo tontorrón del curso que sabe de todo un poco, pero realmente no entiende nada, y pese a sus esfuerzos desmedidos por parecer simpático (o quizás por lo mismo), resultaba insufrible.
Las Piñericosas, que fueron tan populares en su minuto, eran una burla total a sus desatinos, a sus tics, a sus tropezones verbales y a sus chistes desubicados. Pero ninguno de esos destellos de humor, lograban “humanizarlo”, al revés lo desacreditaban y ridiculizaban con particular crueldad. Incluso cuando Piñera perseveró en la búsqueda de los mineros hasta salvarlos, abusó tanto de su éxito, que su propia mujer debió controlarlo cuando seguía mostrando el papel “estamos bien los 33”, tal como un general que anda exhibiendo sus medallas de guerra incluso cuando se mira solo y desnudo en el espejo de un baño.
Pese a que se le lloró y se le trató de estadista, héroe y hasta de figura renacentista (el “Da Vinci chileno” se dijo entre otros exageraciones y barbaridades), Piñera -en vida- era despreciado por medio mundo. La derecha siempre votó por él a regañadientes y, mientras gobernó, le hacían la vida imposible. Lo trataban mal, hacían fila para criticarlo y su lealtad solo asomaba cuando no les quedaba otra opción que ponerlo de candidato en las elecciones.
El haber votado “No” siempre fue la primera (y a veces la decisiva) razón de la derecha para elegirlo (nadie más podía exhibir esa básica credencial de garantía democrática) y, al mismo tiempo, el principal pecado para que desconfiaran de él. Hay que recordar que tanto la UDI como Renovación Nacional tenían dentro de sus estatutos al golpe de Estado como un principio ordenador. Y bajo ese parámetro, Piñera difícilmente podía ser considerado uno de sus iguales.
Para los estándares de la derecha, el ex presidente era demasiado “demócrata cristiano”. Por el contrario, para la izquierda y la centro izquierda (incluida la misma DC), Piñera era la encarnación misma del sistema, un empresario amante del lucro, un especulador obsesionado de las transacciones bursátiles y un político que jamás tomó una decisión que afectara sus negocios. Y como presidente, ni hablar. Pasó de la desconfianza inicial por sus conflictos de interés hasta la responsabilidad política en la violación a los derechos humanos durante el estallido.
La muerte es un bálsamo y baña de luz hasta el ser más oscuro. Y aunque la familia de Piñera y la derecha tiene derecho a recordarle y rendirle honores cuántas veces quiera, y el gobierno cumplió con su deber de hacerle funerales de Estado, todo lo demás fueron excesos: desde las guardias de honor de los ministros en el velorio (pocas veces se vio algo más hipócrita) hasta Boric con su inaguantable costumbre de reconocer un error de juicio sobre Piñera, cuando posiblemente ese reconocimiento haya sido su verdadero error de juicio.
Piñera tiene su lugar en los libros de Historia, pero es demasiado pronto para saber si primarán más sus aciertos que sus errores en el recuerdo que se tenga de su figura. Si será glorificado, vilipendiado… u olvidado. Porque si hay algo que nos ha enseñado la Historia, es que aquello que hoy nos parece crucial puede ser completamente intrascendente en el futuro, y es que la Historia nunca, pero nunca, se termina de escribir.