Kissinger: La eminencia gris del viejo orden
Durante mis estudios en relaciones internacionales en la Universidad de Georgetown, School of Foreign Service, en Washington, DC (1981-1984), asistí a una conferencia en la que tuve la oportunidad de toparme con Henry Kissinger. Cuando lo vi, me hirvió la sangre y subió una rabia en la que mis ojos casi salpicaron lágrimas, pero me contuve y me acerqué a él, siempre rodeado de admiradores y aduladores.
Las circunstancias históricas y existenciales que me tocó vivir en Chile durante la época de Salvador Allende volaron por mi mente. Los paros de camiones, las colas para comprar el pan, la desesperación social; para qué decir lo que vino después, durante mi autoexilio en Estados Unidos, el Golpe de Estado de 1973. Todo eso fue un juego estratégico de ese personaje frente a mí, a quien me estaba acercando, el gran y temido Henry Kissinger, quien actuó para desequilibrar a Chile y mantener su dependencia dentro de la órbita de control económico y político de Estados Unidos. Fue él quien le dijo a Nixon que se deshiciera del gobierno socialista de Salvador Allende y que lo hiciera por la mala, pero que no dejara rastro de la actuación estadounidense. Ahora sabemos que Kissinger estuvo detrás de las sombras más oscuras de la historia de Chile.
Sin rodeos ni protocolo, le disparé lo que pensaba de él: “usted destruyó a Chile, mi cuna y la tierra de mis padres”. Kissinger no se inmutó. Me plantó una mirada sin expresión y luego se dio vuelta y perdió en la muchedumbre. Con su muerte comienza a desbobinarse el oscuro celuloide que impregna buena parte de la segunda mitad del siglo XX en América Central, Chile, Bolivia, Ecuador, Cambodia y Viet Nam, entre otras tierras, culturas y pueblos, donde su gesto despiadado aniquiló a más de cuatro millones de personas.
En Estados Unidos, donde la política exterior no afecta para nada la vida nacional, Kissinger es una figura alabada y odiada. Alabada por quienes desean que Estados Unidos mantenga la hegemonía del poder mundial, económica y militar; que siga gastando una gran cantidad de los impuestos que cada ciudadano está obligado a pagar anualmente al gobierno, el cual, sin consultarle al pueblo, dispone de billones de dólares para continuar la construcción de armamentos y mantener guerras en países distantes y cientos de bases militares alrededor del mundo. Quienes lo detestan, tienen sus motivos. El sólo informarse de la política exterior, de la historia de los últimos 50 años, nos da un panorama de la contribución de Kissinger a los cambios mundiales.
Es cierto que abrió China al comercio con Estados Unidos potenciando un crecimiento astronómico en la riqueza comercial estadounidense, pero, a la vez, abrió grietas que dañaron profundamente a pueblos, minorías raciales, y a innumerables relaciones internacionales. Las circunstancias actuales en el desarrollo de las armas nucleares y los peligros y guerras que se han desatado y que enfrentamos en la actualidad se deben directa o indirectamente a su actuación como Secretario de Estado para los presidentes Nixon y Ford.
Pero no paró ahí, continuó aconsejando a presidentes y a empresas privadas, favoreciendo al capitalismo corporativo, debilitando el derecho del ciudadano medio en su capacidad política y económica. Las instituciones que ayudó a consolidar irradian hoy su fuerza a nivel mundial y se esparcen tocando nuestras vidas en todos los rincones del mundo; grandes corporaciones que hacen de las suyas sin importar el costo humano y ecológico de sus acciones.
Este criminal de guerra, Kissinger, protegido por el poder, autor intelectual de matanzas y atropellos a las vidas democráticas en tantas partes del orbe, se mantuvo alejado de la justicia. Su castigo fue esa conciencia moral que se sabía culpable de tanto daño a la humanidad, que ocultó el dolor psicológico que sufriera de niño en una Alemania que odiaba a la población judía, de la cual era miembro y donde perdió a varios miembros de su familia a mano de los nazis, de quienes logró escaparse a Estados Unidos.
Se supo escudar, no obstante, cambiando su nombre de Heinz a Henry. Su fuerte acento alemán no lo pudo evitar, pero logró encumbrarse en las estructuras del poder político como autoprotección al prejuicio racial que le envenenara el alma. Mintió en sus memorias publicadas y nunca permitió que la verdad opacara su estatus social como el gran estratega. Actuó hacia otros pueblos como los nazis actuaron contra los judíos. Nunca sabremos con exactitud que era lo que le carcomía las fibras internas, pero el castigo que sufrió fue el de la conciencia moral, el haber vivido el purgatorio de una larga vida, 100 años, aferrándose al poder, sabiéndose culpable de la muerte y el daño repartido por el globo terráqueo.
Al menos tuve la satisfacción de desembuchar, cara a cara, frente a ese despiadado líder de la política internacional de tan sólo cinco pies de estatura, y que escuchara de mí lo que miles de seres humanos quisieran haberle podido decir.