Derrida y el fin de la diáspora: Por el derecho a la resistencia del pueblo palestino
I. Animarse a escribir ahí donde no hay mucha hoja ruta, menos implicancia directa en un conflicto que despunta genocida e, incluso, hacerlo desde cierta desfachatez intelectual arrojando conceptos e ideas aleatorias, es un ejercicio arriesgado y casi insensato. Sin embargo, y es lo que creo, la escritura es una tierra deshabitada que espera siempre, y por más mediocre que sea, emerger y ser grieta por donde incluso la más delirante de las cavilaciones alcancen algo así como sensualidad, sentido, significación y, potencialmente, disrupción.
Reconocemos los riesgos sin nunca desactivar la sístole y la diástole de un pensamiento que se concibe en su recurrente tensión consigo mismo.
II. En un texto del año 2004 titulado “Estoy en guerra contra mí mismo”, Jacques Derrida apunta lo siguiente: “[…] en efecto me cuesta decir “nosotros” pero a menudo lo digo. A pesar de todos los problemas que me torturan a ese respecto, comenzando por la política desastrosa y suicida de Israel. […] Israel ya no representa, a mis ojos, el judaísmo, como tampoco la diáspora. También remarca, en el año 2006 en un escrito titulado “A Europe of hope”, que es necesario recuperar una “Europa en la que se apoyen las aspiraciones legítimas del pueblo palestino a la recuperación de sus derechos, de su territorio y de su Estado”.
Derrida fue un judío sefardí y en su obra no es posible, a mi modo de ver, desafiliarlo de su “judeidad”, de una forma de entender la filosofía como una errancia, o más bien como una “destinerrancia” (destino y errancia a la vez), por ocupar su propio término. Palabras como suplemento, resto, injerto, prótesis, archivo, secreto, en fin, son todas devenidas de una tradición a la cual él se acopla de manera intermitente e itinerante, pero a la que, sin duda, nunca negará pertenecer; palabras que se enganchan con la circuncisión original y nata que, sin él mismo decidirlo, se transformó en una suerte anillo que cierra la alianza con una cultura y una tradición: “Circuncisión, nunca hablé más que de eso” (Circonfesión, 1991).
Hablamos de un corte que precisa la marca, define la ausencia de lo suplementario y archiva entonces una tradición; tradición caligrafiada, con tinta roja, en la carne, durante el rito del Berit Milá; instalada e impresa y que promueve en Derrida una suerte de filosofía protética, del injerto, de lo que perdió su forma primera al momento de la hendidura, en ese justo, único y singular instante en que la hoja del cuchillo, manipulada por el mohel, se hace una con la piel
Ahora, cuando apunta que “pese a todo esto y tantos otros inconvenientes que tengo con respecto a mi ‘judeidad’, no la negaré jamás” (“Estoy en guerra contra mí mismo”, 2004), en ningún momento se está haciendo eco de las políticas criminales que ha llevado adelante el Estado de Israel contra la población palestina, por el contrario, siempre fue firme en condenarlas y ponerse del lado de las reivindicaciones de un pueblo al cual se le extirpó, con usura y violencia multifacética, su territorio.
Lo que es relevante, se piensa, es que él lleva adelante una diferencia taxativa entre “judeidad” y las prácticas de un aparato estatal que, a partir de una planificada estrategia de desocupación para la ocupación, ha sabido nada más que de colonización, arrinconamiento y un progresivo y cada vez más extensivo genocidio, que al día de hoy ha alcanzado dimensiones morbosas en Gaza. Él sabe, lo constata, que la guerra de Israel contra Palestina no es una convencional, y que se trata sobre todo de una asimetría fundamental entre el quinto ejército mejor provisto del mundo, que posee un enorme arsenal nuclear y que cuenta con el apoyo de la primera potencia mundial (USA), y un pueblo que resiste desde hace 75 años en el destierro; en la melancolía y tristeza de la tierra arrebatada.
Diríamos en esta línea que Derrida es el judío menos judío de todos, pero, al mismo tiempo, quien será judío para siempre sin desafectarse un instante de su herencia, aunque él mismo esté dispuesto a traicionarla con todo de lo que disponga. Como nos revela: «Yo me veo frecuentemente pasar muy rápido frente al espejo de la vida, como la silueta de un loco (a la vez cómico y trágico) que mata siendo infiel por espíritu de fidelidad» (“Escoger su herencia”, 2001). Reafirmación de un legado al cual somos fieles en cuanto saboteamos la herencia para extenderla y emanciparla de sí misma.
Esto operaría como un principio de responsabilidad de cara a lo que se hereda, y no podría ser sino de esta manera que la tradición misma se dinamiza y la estrategia deconstructiva alcanza su activación. No habría forma de ampliar la herencia ni de hacerle “justicia” más que alterándola, haciéndola heterogénea e irreductible a cualquier confirmación ontológica y fijada en una temporalidad.
Y esta es la traición justa pero, ¿puede ser una traición justa? Sí ¿es posible que la infidelidad a la tradición a la cual “se pertenece” nos transforme en traidores? ¿traiciona Derrida al judaísmo cuando defiende el derecho del pueblo palestino a ser dueño de su propia tierra, de su destino y, sobre todo, a recuperar el aliento vital de cara a tantas décadas de asedio y crimen? Ciertamente no, porque, en lo medular, una cultura, un “ismo” no puede abreviarse en aquello que permuta y suprime el porvenir de una comunidad completa.
III. En este punto quisiéramos apostar algo sobre Israel; algo que puede ser tan desproporcionado como absurdo pero que, no obstante, se me figura como una pregunta que rebota desde la más intempestiva urgencia.
¿Podemos pensar que cuando el pueblo judío se sedentariza y adquiere su condición de Estado, se desata y comienza la violencia genocida que acometen diariamente? ¿viola Israel su errancia, su diferir, cuando es instalado, inmovilizado y no puede sino comenzar a entender que hay límites que deben ser defendidos y eliminar, entonces, toda forma de amenaza?
Si aventuramos al decir que la errancia judía es la diseminación derridiana, que la diseminación es la diáspora, sin origen ni redención más que en la promesa del eterno divagar, este mismo pueblo pierde aquella diseminación irreductible a cualquier comienzo y, más bien, al fijarse en un territorio, lo que lleva adelante es una «inseminación», es decir, una obturación al sin destino. El pueblo judío en esta línea deja de ser metáfora de un significado permanentemente diferido y se constituye en lo «instituido». La diseminación «no se deja reconducir ni a un presente de origen simple […] ni a una presencia escatológica» (Derrida, La diseminación, 1972).
Entonces, decimos, que es ahí donde el pueblo judío deja de ser únicamente pueblo para pasar ser subordinado a la lógica de un Estado que identifica límites y se auto-asume desde las demarcaciones y las fronteras, que la alquimia operó, abandonando esa diáspora de la que nos hablaba Derrida al principio de este texto para pasar ser, en la peor hora para el mundo, un dispositivo genocida que no reconoce alteridad alguna y que solo se reafirma en su fijación territorial que al mismo tiempo es pulsión expansiva y enajenación colonizadora.
Se abandonó al pueblo judío y se abrazó al Estado de Israel; ya no hay judeidad sino policía, panóptico; desate de la furia colonizadora que dispone de todos los medios, de todas las escoltas para guetizar y desplazar.
Puede que en este punto de bifurcación y estremecimiento históricos –en el que se generan las condiciones de posibilidad para la emergencia de un Estado salvaje– se reúnan la tragedia del pueblo palestino y, también, en otro registro y desde otro lugar, la del judío.